Una amistad y dos cómplices

993 Words
“Las miradas se encuentran a través de una habitación atestada se enciende la chispa de la atracción. Conversan, bailan, se ríen. Ninguno está en busca de una relación seria pero de alguna manera, una noche puede convertirse en una semana, después en un mes, en un año o en más tiempo.” Zygmunt Bauman Victor bajó hasta el sótano donde tenía su taller de escultura. Contempló los torsos a medio terminar y se sentó en su sillón. Si algo le gustaba sentir, era el frío de la arcilla y el yeso en sus manos. Esa sensación de poder moldear los cuerpos, las siluetas, las imágenes a su gusto, era lo que lo hacían sentirse menos inútil de lo que por tanto tiempo creyó. Cuando era pequeño, su padre Abel, digno médico judaico lo vivía comparando consigo mismo. –¡De grande serás un gran médico como yo!– le decía de forma imperativa más que sugestiva. Aquello provocaba en él una inmensa angustia. Primero porque le aterraba ver sangre, no era bueno en las asignaturas numéricas y aparte soñaba con ser un gran artista plástico. Mas, su padre era impositivo y además de ello controlador. Decirle que no, era deshonrar a la familia Alonso, por ello tuvo que colocarse el apellido de su madre, pues aunque nunca quiso ser una deshonra en su familia, tampoco quería ser un carcelero de sus propios sueños. Aquella tarde, antes de la fiesta de graduación, su padre tuvo una larga conversación con él. –Eres el hombre de la casa. Somos judíos y somos los grandes numerólogos, médicos, arquitectos, estadistas. Si no deseas ser médico, aún tienes otras carreras para escoger. He visto como frunces el ceño cada vez que digo que serás médico. Aunque creas que soy injusto, no lo soy y por ello, quiero que escojas alguna de estas otras profesiones, las cuales pudieras estudiar, Victor. –Papá no quiero estudiar nada de lo que me propones. Soy libre de escoger lo que pienso y siento es mi vocación. –¿Qué carajos de vocación? Antes de pensar en vocación, deberías pensar en tu misión aquí en la tierra. Nosotros venimos aquí a cumplir una misión. ¿Y qué misión puede ser más noble, que la de dar y salvar vidas? –Hacer felices con tu arte a los hijos de Dios, padre. Ante la respuesta inesperada de su hijo, Abel no tuvo más opción que levantar su mano y abofetearlo por su insolencia y desobedeciente actitud. Recordar a un padre así, es una tortura, pues desde que él murió, siempre se ha martirizado con la idea de no haber complacido a su padre, de no haber sido médico para salvarle la vida, cuando frente a aquella horrible enfermedad en la sangre, fue dejando que la muerte lo cubriera con su manto. Se sienta en el sillón que fue de su padre, en el cual lo veía siempre sentado, leyendo un libro de medicina u hojeando el periódico del día. Se mece y en cada movimiento se deja arrastrar por los recuerdos, por las ausencias. Sus ojos se llenan de lágrimas. Es en esos momentos que necesita sentir un abrazo. Ese abrazo que su buen amigo Mickail nunca le ha negado. Mientras contempla la estatua que está frente a él a medio terminar, siente una mano en el hombro. Gira su cabeza para confirmar que es él. La mirada de su amigo, es confortante, masajes sus hombros y luego se inclina para susurrarle al oído: –Todo estará bien, estoy aquí contigo. Él giro nuevamente para agradecerle con una sonrisa su fiel compañía, sintió la humedad de sus labios y su lengua mientras las manos de Mickail se deslizaban por sus pectorales y abdomen hasta llegar a su pelvis y acariciar su falo encendido. Ambos se conocieron en la Universidad, ambos huyendo de sus pasados, ambos con un potencial creativo, que los hizo rebeldes y cómplices del sentimiento de orfandad materna. Mickail tuvo una historia similar, su padre era un soldado del ejército y su rudeza y rigidez excedía los límites de la crueldad. La madre de él, los abandonó cuando él tenía cuatro años, la recuerda porque él posee una memoria eidética o como se conoce comúnmente, como fotográfica. Su capacidad para recordar con exactitud una imagen, mantienen ese instante de su pasado congelado. Su padre Hermán, se encargó de desaparecer de aquella pequeña casa, cualquier objeto que pudiera traer el recuerdo de su madre. Debió crecer entonces, alienado del dolor, ser un hombre con rostro de niño. Hasta que cumplió trece años, y decidió que esa serie la última golpiza que le aguantaría a su padre. Sabía y entendía lo que Hermán sufría por el abandono de su madre. Pero no entendía por qué él debía ser el que pagara por ello. Desde ese momento sintió repulsión y aversión por toda mujer. Ellas nunca le harían daño. No a él. Tomó sus cosas y las colocó en un bolso. Esa noche Herman estaba de guardía. Caminó hasta la habitación del cuarto de su padre y entró. Buscó entre las gavetas y encontró un fajo de billetes. Tomó los necesarios para pasar una semana sin apuros. Y salió al oscurecer para tomar el bus hasta la ciudad. Los años siguientes fueron difíciles para Mickail, por suerte había aprendido bien los oficios de la casa, y pudo conseguir empleo en un bar. Allí trabajó por varios años, hasta que finalmente pudo entrar a la escuela de arte para estudiar, teatro. Cuando terminó su sexto año, entró a la universidad de Arte y conoció a Victor. Ambos se conectaron desde un primer momento y luego de unos meses, en una reunión con el resto de sus compañeros, se convirtieron en más que amigos. Al inicio se lo adjudicaron a los tragos, pero luego aquella relación se convirtió en un escape para ambos. En un subterfugio para sentirse aceptados en aquel nuevo mundo donde se encontraban.
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