Stella estaba preparando el desayuno para la chica de cabellos rojos y su hijo Evans, por lo cual, colocó en un plato dos huevos fritos con sus buenas rebanadas de pan y una ración de ensalada bastante amplia. A un lado dispuso un vaso de leche fresca.
Sirvió este plato en el asiento donde solía sentarse su querido retoño, con un rostro feliz de por lo menos poder brindarle una comida decente al menor a pesar de las circunstancias.
El mundo parecía estar cayéndose a pedazos, pero ella estaría ahí siempre dispuesta a defender lo que le pertenecía, y no era como si su hijo fuera una posesión, pero sentía que debía protegerlo y darle las herramientas adecuadas para que pudiera lograr grandes cosas.
En un principio, debía generar orden en esa pequeña granja, que si bien no era una industria gigante, sí que habían bienes los cuales administrar. Y sobre todo, era lo único que les quedaba en ese entonces, casi el único motivo por el cual luchar, ya que estando en medio de un apocalipsis, no se podían permitir caer en quiebra, no cuando se tenían tantas oportunidades de crecimiento.
Crecimiento en el sentido de la vida campestre y rural, de no permitir que se desperdiciara ningún insumo.
Stella no había vivido ahí toda su vida, pero significó mucho para ella que fuera el legado de su madre moribunda para ella.
Cuando era niña, ella y su madre abandonaron el hogar establecido que tenían con su padre, el cual era un alcohólico insolente que solo se preocupaba por sí mismo y jamás velaba por ellas, por mucho que lo necesitaran.
Fue muy doloroso dejar a ese hombre que le había dado la vida, sobre todo a la tierna edad de nueve años, pero su madre era una mujer decidida, que no estaba dispuesta a tolerar maltratos de nadie, y eso hacía que la admirara y fuera su modelo a seguir.
Cuando lograron llegar a un nuevo lugar en el medio de la nada, una isla como aquella donde nadie las conocía, pudieron comenzar a ser felices, las risas no faltaban, los buenos momentos no se hacían esperar y nada amargaba sus días.
Su madre había llegado a trabajar a aquella casa por medio de una amiga suya, quien le informó por medio de cartas que estando en su lugar ganaba bastante bien y que era muy tranquilo el ambiente.
Pasados unos años de servirle a la familia que allí hacía vida, estos encontraron mejores rumbos, creciendo económicamente, yéndose de allí cuando una de las mayores pestes atacó, mudándose a la ciudad y dejándoles ese terreno a los que quedaron como muestra de agradecimiento.
Poco tiempo después, la amiga de su madre contrajo nupcias con un segador que también dependía de la granja, así que tomaron otros rumbos de vuelta a la casa natal de este. De esa manera, solo quedaron Stella y su progenitora.
Para entonces, la gripe española se había llevado a un sinfín de personas, entre esas, desgraciadamente también logró llevarse a su madre.
El recuerdo de la mujer aún quemaba en la memoria de Stella, por lo que una lágrima se deslizó por su mejilla, no se había dado cuenta de que estaba llorando, ya que se hallaba mirando a la ventana, hacia el cielo azul brillante, perdida en sus pensamientos.
Cuando volvió a la realidad, sirvió la comida que faltaba, la de la chica, la cual sirvió de malas ganas, con cantidades mínimas.
No daba crédito a que había con ellos una fugitiva, una desconocida que sabía Dios cuántas fallas tenía.
Secó su rostro y volteó a la mesa, vaya sorpresa que se llevó.
La tal Heather estaba desayunando la comida que había servido exclusivamente para Evans.
La mujer frunció el ceño a más no poder, sin embargo, no le dio tiempo a decir nada.
—¡Madre! Has sido tan generosa con las raciones de Heather ¿Ya ves cómo no es tan difícil convivir?— le respondió su hijo con una sonrisa deslumbrante, quien se sentó a un lado de la chica —¿Y eso que cargas en la mano? ¿Es mi desayuno?— preguntó eufórico, dándole las gracias, después tomando el plato entre sus manos, comenzando a comer de él luego de colocarlo en la mesa de madera.
La mayor de todos se encontró en un gran dilema, mordiéndose la lengua para no maldecir.
Ese pequeño pillo se la había hecho otra vez. No podía confiar demasiado en Evans, tenía un corazón enorme, y eso indicaba también una enorme debilidad.
Los sentimientos solo te hacían más débil, según la madre del chico, y esa era una cosa que había aprendido a las malas.
No encontraba la forma de hacerle ver a su pequeño que la vida no siempre era color de rosa, pero no se rendiría hasta hacerle saber que esa chica a la cual habían aceptado en su hogar no era como pintaba ser, no podía serlo.
Con toda la resignación del mundo, la mayor acompañó a todos en el desayuno solo con una taza de té y una rebanada de pan.
No le gustaba comer a primera hora del día, pero el chico la había convencido de que el desayuno era la comida más importante del día, así que no tenía más opción que hacerle caso.
Un día le sacaría canas verdes, sin embargo, de que aprendería, aprendería.
—¿Y bien? Cuéntanos, querida ¿De dónde vienes?— quiso saber la mujer, con tono completamente hipócrita.
—No soy de la isla... Mi lugar de nacimiento está bastante lejos, a decir verdad...— respondió la pelirroja un tanto incómoda tras haber finalizado lo servido.
Ayudó a lavar su plato, a lo cual la encargada de la casa no se negó, ya que de igual modo planeaba que lo hiciera.
—Vaya, tenemos algo en común— respondió seca la mayor, tomando un sorbo de su té de jengibre.
—¿Usted tampoco es de aquí? Me dio la impresión de que sí— comentó la chica, queriendo sacarle más conversación, sin embargo, no se sentía dispuesta a hablar de su propia familia aún.
—Solamente mi hijo tiene sangre isleña, una bendición ¿No te parece?— preguntó mirando cada movimiento de la contraria.
Ese día les tocaría bastante duro, pues debían encargarse de la siembra bajo el sol, y alguien debía vigilar las entradas.
—Eso creo, vivir aquí se ve que ha sido bueno para ambos— deseó ser amable Heather, de nuevo, intentando que la mujer hablara un poco más, cosa que no logró, ni de cerca.
La mujer calló de repente, sellando sus labios como una tumba y se levantó de su lugar, con una expresión que denotaba seriedad.
—No vuelvas a decir cosas como esas. No sabes nada— exclamó, yéndose sin más.
...
Arth por fin se había decidido horas después de lo sucedido a contarle a Holly sobre lo que había vivido dentro de la casa donde buscó provisiones.
Para ese momento, se había dado cuenta de que el canino estaba sano, tal y como defendía la de cabellos cobrizos. Eso lograba calmarlo un poco, pero no del todo. Este se hallaba olfateando cada lugar que encontraba, cosa que para cualquier persona normal sería tierno, pero no para el chico que le observaba. Estaba aterrado.
La chica había estado llorando en su hombro todo ese tiempo, por lo que había caído dormida en su regazo, pero comenzaba a despertar de a poco.
Mientras veía cómo la chica recobraba la consciencia, solo recordaba una y otra vez cómo la bestia le había mirado a los ojos, con una seriedad de muerte, como si se tratara de una persona y no de un animal como se veía desde fuera.
El miedo le había recorrido todo el cuerpo como jamás lo había sentido, con una crudeza brutal.
Sentía que no podría dormir en muchas noches seguidas por el shock que le causó dicho encuentro.
La chica lo sacó de sus pensamientos, al sentarse a su lado con cuidado de no tocar demasiado su brazo.
Arth seguía teniendo consigo el gel que había encontrado, mientras que la chica, según lo que pudo contarle a medias, seguía teniendo consigo las pastillas que encontró cuando estuvo con Peter.
La pelirroja tenía los ojos hinchados, lo que la hacía verse con un aura también rosada bastante tierna, pero desgarradora cuando se pensaba en el motivo.
Una muerte era de las cosas más difíciles de superar, y aunque no lo había vivido en carne propia con anterioridad, sabía que varios de sus conocidos habían tenido distintas experiencias cercanas a ella, lo que envolvía todo en un ciclo de penurias y sufrimiento.
La muerte era extraña, pues jamás avisaba cuándo llegaría o si lo haría alguna vez. En su caso, nunca le tocó vivirla tan cerca sino hasta ese momento, y deseó con todas sus fuerzas no saber cómo se sentía, pues era indescriptible.
Su querido amigo, con el que compartieron tantas jornadas divertidas, tantos misterios que le rodeaban, tanta admiración que ciertas personas sentían por él y sobre todo, tanto cariño que tenían siempre para dirigirse a su persona.
Todos sabían de sus tendencias suicidas, de su ansiedad, pero él mismo les había reconocido que con su amistad disminuían un montón la presión que sentía de siempre ser el mejor.
La misma presión que era impartida por sus progenitores.
La idea de mudarse juntos y hacer una nueva vida donde su sustento fueran vídeos publicados en la red, provino de que un buen día, el genio pelinegro de apellido Rahal, llegó con varios moretones en el cuerpo a la escuela, cosa que preocupó en demasía a todos allí.
No tolerarían que siguieran maltratando a su amigo, y en vista de que cada quien tenía una buena razón para salir de su casa y buscar sustento propio, decidieron unir fuerzas para no abandonarse, como solo los amigos tenían el poder de hacer.
Aunque sonaba como una bonita historia, lo cierto fue que les costó salir adelante con los proyectos y la convivencia al mismo tiempo, ya que eran situaciones a las que no estaban acostumbrados de ningún modo.
Volviendo a la realidad, Holly tocó su hombro para sacarle de su ensoñación, cosa que hizo efecto de inmediato, logrando que el castaño diera un respingo.
La chica no quería asustarlo de modo alguno, pero veía que desde que había vuelto del viaje, estaba con esa disposición, y nunca había visto así al más alto.
—¿Todo bien? Parece que has visto un fantasma— comentó Holly, tocando la frente del castaño.
—Será mejor que apliques el gel en la herida lo antes posible. Te contaré todo, pero primero está tu salud— le hizo saber a la pelirroja, con rostro que denotaba cierto temor.
Él mismo buscó el gel de aloe, comenzando a aplicarlo momentos después sobre la herida de la chica. Esta hacía muecas de vez en cuando debido al ardor intenso que sentía en la piel.
Cuando volvió a colocar la venda sobre el brazo de Holly, sus manos comenzaron a temblar ligeramente.
—Bien, sucede que en esa casa donde encontré el gel, también encontré algo más— empezó a decir el chico.
La pelirroja se intrigó, frunciendo el ceño, sin lograr comprender absolutamente nada.
—¿Qué fue lo que viste...?— quiso saber, pero en vista de no obtener respuesta inmediata, insistió—¡Por Dios, dilo ya!— respondió desesperada ella.
—Una bestia, y no era humanoide, sus ojos... Sus ojos eran diferentes...— expresó Arth, con la vista cristalizada, cosa que preocupó mucho a su compañera.
Sin poder decir nada más, este cayó desmayado, inconsciente en el suelo. La chica abrió sus ojos como platos, intentando reanimarlo con desesperación.
No podía permitirse perder al que siempre creyó el amor de su vida. Ya había sucedido con Peter, pero no sucedería una vez más.