Capítulo 3

2656 Words
Morgan detiene la carreta ante la casa que ocupan sus acompañantes. Se baja y toma a Jessie de la cintura y la baja. Quedan uno frente al otro. ―¿Puede caminar o necesita que la cargue hasta su cuarto? ―Creo que puedo ―contesta la pequeña con silenciosas lágrimas que bajan por sus mejillas. Hace el intento, no obstante, da dos pasos y el hombre debe sujetarla para que no se caiga. ―La llevaré hasta su cuarto ―insiste Arturo. ―No, no, gracias, no hace falta, solo fue un... Puedo llegar hasta mi dormitorio ―replica Jessie y se va caminando con dificultad. Jacqueline da medio paso para entrar detrás de su hermana, sin embargo, es detenida por el cuerpo de Arturo Morgan que se le cruza y no la deja avanzar. ―¿Por qué es tan dura con ella? ―No soy dura, señor Morgan, soy realista. ―¿Realista? ―Nadie en este mundo hace favores a otros sin pedir nada a cambio. ―Eso quiere decir que cuando usted hace un favor, ¿espera la recompensa? ―No me refiero a eso. ―¿Entonces a qué? ―A que los hombres, cuando ven una mujer bonita, le hacen favores para cobrárselos después. Arturo entrecierra los ojos y aprieta los puños. ―Que usted sea una amargada no le da derecho a convertir a su hermana en una. ―¿Qué quiere que haga? ―Que la deje ser feliz. ―Señor Morgan, yo le agradezco su preocupación, pero dígame, en el supuesto caso que yo la dejara ir mañana con esos jóvenes, aunque usted la llevara, ¿cómo cree que quedaría yo de preocupada? Si ellos se van a otro lado, si se aburren y la dejan sola... Ella no podrá caminar de vuelta hasta aquí. El hombre la observa con atención. ―Jacqueline, el río al que van está en mis terrenos. Los chicos del pueblo se pasan las tardes jugando allí. Si su hermana fuera con ellos, lo que espero que así sea, estaría protegida por mis hombres, estarán pendientes de ella en caso de cualquier eventualidad. Si eso es lo que le preocupa, pierda cuidado.   ―Si le pasara algo... ―expresa con voz temblorosa. ―Nada le pasará. ―Arturo posa sus dos manos en ambos hombros―. Yo se lo aseguro. Yo la vendré a buscar y a dejar e instruiré a mis hombres para que estén al pendiente de ella. Siempre lo están de los jóvenes; en este caso, daré la orden de que en especial lo estén de ella. Jacqueline suspira. ―Está bien ―accede resignada. ―Vendré a las diez a buscarla. ―¿Tiene que llevar algo? ¿Comida...? ―Nada. No se preocupe usted por nada. ―Gracias. ―Buenas noches. ―La suelta, le hace un gesto con el sombrero y se sube a su carreta―. Nos vemos mañana, que descansen. La joven entra a la casa y ve a su hermana sentada en la cama. ―Mañana el señor Morgan pasará por usted a las diez para llevarla al río ―le indica y sin esperar respuesta, se dirige a su propio cuarto.   Arturo guía a sus caballos a media marcha; necesita pensar. Jacqueline Smith, JS. ¿Cómo es posible que una mujer menuda como ella cause tanto alboroto? Al menos, piensa, esta noche no tendrá pendiente, supone que JS no aparecería en su rancho. Son más de las dos cuando llega a la estancia, no obstante, no se dirige a su cuarto, por el contrario, se encamina a las caballerizas a comprobar que todo esté en orden. Se sienta en uno de los fardos de paja y enciende un puro. Ninguna mujer antes lo había removido como aquella de los extraños ojos verdes. Una mujer con cuerpo de ángel y lengua de víbora, sin olvidar su carácter de los mil demonios. “Con razón no se ha casado”, piensa en voz alta. “¿Qué hombre la aguantaría? Yo no, la primera semana la echaba a patadas de mi casa; si no fuera por su hermana...“. Entonces, sus pensamientos se desvían a la pequeña Smith, una jovencita en edad casadera que parece menor de lo que en realidad es. Menuda y frágil, rubia como el trigo, alegre, de ojos chispeantes, es una niña para cuidar. Muchos querrán pretenderla y no cualquiera se la llevará; él se convertirá en su guardián. El relinche de un caballo lo vuelve a la realidad, los gritos de sus hombres y el disparo de una escopeta lo llevan a ponerse en alerta y corre hacia sus voces, que es lo único que lo guía en aquella oscura noche. ―¿Qué ocurre? ―interroga a Joe, su capataz, que se encuentra en el sitio. ―JS volvió a querer hacer de las suyas ―responde. ―¿Apareció por aquí esta noche? ―Venga. Lo condujo hasta el granero donde estaba desparramado el pienso de los animales y en la puerta, en enormes letras blancas, las iniciales tan conocidas para el terrateniente: JS. ―Maldita, JS, ¿cómo te atreviste, después de todo lo que hice por ti y por tu hermana esta noche? ―masculla entre dientes. ―¿Ya sabes quién es? ―Con seguridad, no, pero tengo fuertes sospechas y creo no equivocarme. ―¿Lo vas a denunciar? ―Es “la”, Joe, es mujer. ―¿Mujer? ―Se sorprende de sobremanera. ―Así es, mi querido amigo ―responde Arturo dejando caer una mano en el hombro de su hombre de confianza―. Allí vienen ―indica a los jinetes que vienen de vuelta―. ¿La atraparon? ―interroga con un grito. ―No, señor, se escabulló, es muy astuta. ―¿Aseguran que es mujer? ―Sí, su sombrero se le soltó y una mata de pelo comenzó a ondear con el viento, además, se le cayó esto. ―Albert le entregó un pañuelo de mujer con las iniciales JS. ―¡Lo sabía! ―murmura Arturo―. Es ella. Una mujer. ¡Una mujer y se les escapó! Una mujer fue más rápida que cinco hombres ―espetó el terrateniente y, alterado, les dio la espalda. ―Se metió por unos matorrales, no pudimos darle alcance. Ella era delgada y pequeña. Nosotros no cabíamos. ―Armaremos un plan ―medita el hombre―. Quiero a esa mujer suplicando a mis pies para que le perdone la vida ―sentenció. ―¿Y si resulta que esa mujer es Jacqueline Smith? Arturo se vuelve con la mandíbula apretada hacia Leroy. ―Precisamente. A esa mujer la quiero a mis pies ―le responde con los dientes apretados. Los hombres se miran atónitos, su patrón es un hombre demasiado amable y cuidadoso con las mujeres, por eso todas se lo pelean y él, aunque lo sabe, no se aprovecha de esa situación, por lo que sus palabras les resultan extrañas. ―Me voy a dormir, vayan también a descansar, dudo mucho que esa mujer vuelva esta noche. Los hombres de Morgan, uno a uno, van desapareciendo. Arturo vuelve a sentarse en el lugar de antes. Necesita pensar.   Abre el pañuelo que sus hombres le habían entregado y lo huele. Sí, ese pañuelo tiene dueña y él ya la conoce: Jacqueline Smith. Lo que no entiende es cómo se atrevió a aparecerse esa misma noche. Después de la discusión, de la ayuda que les dio, de la conversación que habían mantenido a última hora, de... Enciende otro puro y saca una cantimplora con whisky casero. Guarda el pañuelo en el bolsillo de su camisa. El cielo se despeja y la luna aparece enorme en el cielo; a su luz, el humo parece formar, una y otra vez, la imagen de Jacqueline. Furioso, lanza el cigarro al suelo y sus botas de cuero lo entierran en la tierra por la fuerza que utiliza. Se levanta con brusquedad. La ira la siente a flor de piel. Esa mujer no puede perturbarlo de esa manera. ¿Por qué? Entra a su casa y se encamina directo a su habitación. Se tira a la cama y cierra los ojos. Decide dormir.  No quiere volver a pensar en esa mujer, sin embargo, las verdes pupilas que irradiaban odio no se apartan de la mente del hombre. ―¡Maldita seas, Jacqueline Smith! Tú no seguirás molestándome. Te aseguro que me las vas a pagar ―exclama Arturo con furia.     Jacqueline abre los ojos a desgano, no quiere levantarse. Está agotada. O algo peor. Si no fuera por su hermana, no volvería a levantarse nunca más. ―Hermana, ¿va a desayunar? ―le consulta Jessie. ―No me quiero levantar ―protestó. ―Y eso que anoche no se acostó tan tarde. ―No sé, siento que no descansé nada. ¿Qué hora es? ―Las nueve y media. La mayor se sienta de golpe en la cama. ―¿Qué le pasó allí? ―inquiere la niña, le señala el brazo de su hermana. Jacqueline se mira y frunce el ceño. ―No tengo idea de dónde me lo hice. ―Quizás anoche en la fiesta se pasó a llevar con alguna rama. ―Sí, eso debe haber sido. ¿Cómo amaneció de su pie? ―Bien, ya casi no duele ―contesta, alegre. ―Eso es bueno ―replica con algo de molestia. La menor se calla, sabe que su hermana no está contenta con su ida al paseo. A las diez en punto, llega Arturo en su carreta a buscar a Jessie. ―Buenos días ―la saluda él con algo de rudeza. ―Para usted serán buenos ―responde Jacqueline de mal modo. ―¿Y su hermana? ¿Cómo amaneció? ―Bien, mucho mejor, ya viene. Arturo solo la observa sin decir nada a pesar de querer increparla por lo sucedido la noche pasada. Y las anteriores. ―¡Buenos días! ―saluda Jessie al salir de la casa, con poca dificultad para caminar. ―Buenos días, Jessie ―la saluda el hombre con una enorme sonrisa―. Veo que amaneció mejor su pie. ―Sí, amaneció mucho mejor. Ya casi puedo caminar sin problemas. El hombre se baja y toma a la niña para ayudarla a subir. ―La traeré de vuelta a las cuatro ―le indica Morgan. La joven no contesta. Jessie no se despide. Tampoco Jacqueline lo hace. Simplemente los ve alejarse. Se queda parada allí sin moverse por un buen rato. Un nudo en su estómago se retuerce dentro de sí. Ella pudo ver el brillo en los ojos y sonrisa del hombre al ver a su hermana y teme que él quiera cobrarse los favores con ella, pues duda mucho que tenga buenas intenciones con Jessie y por más que su hermana haya cumplido los quince y esté en edad casadera, él no parece hombre de compromisos serios. Aun si así fuera, no quiere ser cuñada de Arturo Morgan.     En el río ya se encuentran algunos jóvenes del pueblo. Arturo baja a la chica y la ayuda a llegar hasta sus amigos. El viaje le había hecho doler el pie otra vez. ―¿Hasta qué hora se quedarán? ―inquiere el hombre. ―Hasta las dos ―responde uno de ellos―. Nuestras madres nos esperan a comer. ―Bien, a las dos vendré por Jessie, ni se les ocurra dejarla sola, ella está delicada de su pie, así que, si algo le ocurre, ustedes serán los responsables ―amenaza a los jóvenes. ―No se preocupe, señor Morgan, yo mismo la cuidaré, nada malo le ocurrirá ―asevera Tommy. ―Está bien, Tommy, quedas a cargo de ella. Con un saludo de su sombrero, el hombre se despide y se aleja, se detiene en el establo, deja su carreta y toma su caballo, Fuego, y se va a todo galope a la casa de Jacqueline. ―¿Le pasó algo a Jessie? ―interroga, asustada, la mujer. ―No, nada. ―¿Entonces? ―Quiero hablar con usted ahora que Jessie no está y no nos podrá interrumpir. ―Usted dirá ―insta desconfiada. ―Quiero que deje de amargar la vida de su hermana. ―Eso ya me lo dijo anoche y no sé a qué se refiere. ―Me refiero a que, si usted es infeliz y amargada, no tiene por qué amargar la vida de Jessie, ella no tiene la culpa de nada. ―No entiendo. ―Ella tiene derecho a salir, a conocer gente, muy pronto a tener novio. Jacqueline se afirma del pasamanos de la escalera de la salida de su casa con manos crispadas. ―El que usted no tenga amigos ni nadie que la quiera como mujer, no le da derecho a coartar la vida y felicidad de su hermana ―continúa. ―Usted no tiene ningún derecho... ―Tengo todo el derecho del mundo. Esta es mi casa y si no la expulso en este mismo instante, es gracias a su hermana. ―Eso lo tengo claro ―replica con un nudo en la garganta. ―Y si usted sigue impidiendo que ella viva su juventud como la merece, la llevaré a vivir conmigo y no tendré ni un solo motivo para dejar que usted siga viviendo aquí. ―¡No puede hacer eso! ―reclama la joven. Arturo se baja del caballo y se enfrenta a Jacqueline parándose delante y muy cerca de ella. Si bien él se queda un peldaño más abajo que ella, sus rostros quedan frente a frente. ―Puedo y lo haré. No me provoque, Jacqueline, o puede salir muy mal parada de esto. ―Yo no voy a permitir que usted lastime a mi hermana. ―¿Y quién le dijo a usted que yo quiero perjudicar a Jessie? ―Señor Morgan... ―comienza a decir con tono amenazante. ―Señor Morgan, nada. Ya le advertí: permita que Jessie sea feliz en este pueblo. Si tiene miedo a la fama de su padre, déjeme decirle que eso no les influirá a ustedes, siempre y cuando ustedes se adecúen a nuestro pacífico modo de vivir, ahora, si viene a causar problemas, a mirar como nada a mi gente, a provocar daño, lo pagará muy caro. Jacqueline se estremece sin decir nada. Sostiene la mirada del hombre y en sus ojos puede ver el odio que siente hacia ella. ―Ya lo sabe ―continúa amenazante―, si quiere amoldarse a este pueblo, bienvenida será, de otro modo, aténgase a las consecuencias. ―Jessie es mi hermana y si tengo que defenderla, lo haré ―replicó ella con decisión. ―No hay nadie de quien defenderla aquí, Jacqueline. ―Yo no estaría tan segura. ―Piense lo que quiera. Ya está advertida. Arturo baja los tres escalones para irse, no obstante, a medio camino se detiene y de dos zancadas vuelve hasta la mujer. ―Y una cosa más ―la atraviesa con la mirada―, deje esos jueguitos nocturnos que no sirven para nada, aparte del mal rato para mí y más trabajo para mis hombres, no me hace ningún daño. ―Pero ¿qué...? ―Y si continúa, me obligará a tomar medidas más drásticas y no le va a gustar. Acerca sus labios hasta casi rozar los de Jacqueline. Ella piensa que la va a besar; frota su nariz con la de ella en un gesto intenso. De repente, se da la vuelta y se sube a su caballo de un salto. La mira, le hace un gesto con el sombrero y se va a todo galope. Jacqueline se queda con sus palabras dando vueltas en su cabeza y con la imagen de su boca y sus ojos revolviendo sus entrañas.  
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