Aprovechando la ausencia de su hermana, Jacqueline se va al pueblo a comprar algunas cosas, no es mucho el dinero que les queda y debe usarlo de un modo sensato, por lo que hace una lista con las provisiones más necesarias.
Se va a pie hasta el pueblo. Su casa se ubica en las afueras, en una de las colinas de la pradera, por lo que esa caminata le ayuda a calmar sus nervios y al llegar al almacén de la señora Rangel, ya está con el ánimo más elevado.
―Buenos días, Jacqueline, ¿cómo amaneció?
―Buenos días, señora Rangel, yo estoy bien ¿y usted?
―Bien, bien, ¿necesita algo?
―Sí, traigo una pequeña lista de cosas. ―Se la entrega―. Le pediría que me dijera el precio antes de comprar. No tengo mucho dinero ―termina bajando la voz.
―Déjeme ver. ¿Cuánto dinero me dijo que tiene?
―No le he dicho.
La mujer la mira interrogante, exigente en cierto modo.
―Tengo solo cuatro dólares, señora Rangel.
La dueña del emporio vuelve a mirar la lista y a sacar cuentas.
―Le alcanza, niña, todo le costará tres con cincuenta.
Jacqueline no puede creer, sabe que todo lo que tiene allí vale mucho más que eso y comienza a protestar.
―Escuché ―le dice la mujer ante las protestas de la joven―, si yo digo que le alcanza, le alcanza.
―Yo no quiero aprovecharme de usted, señora Rangel, por favor. ¡Ojalá encuentre pronto un trabajo! ―gimió.
―Ya le dije que aquí no hay muchas posibilidades, no es que mucha gente necesite empleadas, ¿qué puede hacer una mujer?
―No lo sé, yo necesito trabajar en lo que sea... Decente, claro está.
―Voy a estar atenta, si me entero de algo, se lo digo.
―Muchas gracias, señora Rangel ―agradece con sinceridad―. Para ser franca, me urge un trabajo, apenas tenemos dinero para unos días y luego... No sé qué voy a hacer
―Yo preguntaré, a veces no dicen que necesitan empleados, ¿le molestaría trabajar de sirvienta en alguna casa?
―No, claro que no, ya le dije que no me importa el tipo de trabajo, siempre y cuando sea decente.
―Yo voy a encontrarle algo, no se preocupe. Traigo enseguida sus cosas.
A Jacqueline le sorprende el cambio de actitud de la mujer, de pronto se había puesto nerviosa sin razón.
Jacqueline mira a su alrededor las cosas tan bonitas que tiene la señora Rangel en su negocio. Se da la vuelta y se topa con la mirada oscura de Arturo que la mira displicente, apoyado en el marco de la puerta. Ella aparta su cara en un desprecio y se vuelve hacia el mesón.
―¡Señor Morgan! ―Vuelve la señora Rangel desde la bodega―. ¿Se le ofrece algo?
―Sí. ―Se acerca hasta casi rozar el cuerpo de Jacqueline con su propio cuerpo y le entrega una lista a la dueña de negocio―. Necesito estas cosas, las vendré a buscar más tarde. O mandaré por ellas, aún no lo sé.
―Claro, no se preocupe, yo le tendré su encargo listo ―le asegura en tanto le hace entrega a Jacqueline de su mercadería.
―Gracias ―dice la joven y le extiende el poco dinero que le queda.
―No se preocupe, cárguelo a mi cuenta ―le ordena Arturo a la dueña.
―No se preocupe usted, yo p**o mis propias cuentas ―replica la joven.
La dueña del negocio mira a una y al otro con la sonrisa de oreja a oreja.
―Lo siento, Jacqueline, aquí manda el señor Morgan.
La joven se desalienta. Deja el dinero sobre el mostrador de todas maneras y la señora Rangel se lo devuelve; solo por consideración a la dueña de la tienda, lo vuelve a guardar y se retira con una despedida apenas perceptible. Se arrepiente de haber ido a pie, de haber ido en su carreta, se podría escapar, como es su deseo. Sin embargo, así no tiene mucha ventaja. De hecho, en ese mismo instante, Morgan sale del emporio y se acerca a la muchacha.
―La llevo a su casa ―decreta sin derecho a réplica.
―No.
―No le estoy preguntando.
Ella se vuelve y lo enfrenta.
―Usted no es mi dueño, usted no manda sobre mí.
―Vive en mi casa que es lo mismo.
Jacqueline aprieta los dientes.
―Venga, deme eso, yo lo llevo.
―No.
―No sea niña, démelo.
La joven se da cuenta de que muchos vecinos observan la escena, curiosos.
―¿Por qué haría eso? ―espeta.
―Porque yo se lo estoy diciendo.
Ella quiere gritarle que es un cretino, un desalmado, pero con toda esa gente a la que se le ocurrió al mismo tiempo salir a barrer, no se anima. Lo sigue hasta donde descansa un caballo n***o azabache.
―Vamos, suba.
―Yo no voy a subir a ese caballo con usted.
―¿Por qué no?
―¡Porque no! ¿Qué va a pensar la gente de mí?
―¿Qué puede pensar? Que usted es mía, que me pertenece y que nadie más puede tocarla.
Jacqueline se queda de piedra ante tales palabras. El hombre acomoda los paquetes en su caballo y se sube. Ella lo mira desde abajo, sorprendida. De pronto, en un rápido movimiento, él se agacha, la toma de la cintura y la sube delante de él.
La muchacha no responde, se afirma de la chaqueta de Morgan y se aferra más en cuanto el animal comienza a galopar.
Solo al llegar, y cuando bajan, ella lo empieza a golpear en el pecho con sus dos manos.
―¡Maldito sea, desgraciado! ¿Qué se cree? Yo no soy un animal para que me trate de esta manera, no tiene ningún derecho a hacerme esto ―apostilla casi histérica.
―Hago lo que se me da la gana.
―¡No conmigo!
Él sostiene sus dos manos y ella, por más que lucha, no logra zafarse.
―¡Escúcheme, Jacqueline! ―la increpa Arturo con autoridad―. Cálmese o me veré forzado a usar mi fuerza contra usted.
―¿Acaso no la ha usado lo suficiente?
―Ni una décima parte, créame ―le responde socarrón, mientras intenta frenar la pelea que está dando la mujer.
―Pues no me someteré a usted, ¡jamás!
Arturo la abraza dejando los brazos de Jacqueline dentro de los suyos para sujetarla.
―No me obligue a usar otros métodos ―le dice con su boca casi pegada a la de ella.
―Déjeme en paz ―exige ella sin una gota de temor ni de súplica.
―No se me da la gana dejarla tranquila.
―Se va a arrepentir de esto ―lo amenaza.
―Vamos a ver quién se arrepiente primero.
―No seré yo.
―Ni yo. No me gusta jugar, Jacqueline, y sus jueguitos ya me tienen un poco cansado.
―Yo no suelo jugar, señor Morgan, no sé de qué jueguitos me habla.
―No se haga la tonta, y recuerde, cada uno de sus jueguitos nocturnos me los voy a cobrar con creces.
Se separa de ella con violencia, deja en el suelo la mercadería de la joven y cuando se dispone a subir a su caballo, baja la pierna y de dos grandes zancadas, vuelve con ella, rodea con un brazo su cintura y con la otra mano le afirma la cara.
Le da un beso violento y pasional.
―No me gusta quedarme con las ganas ―le dice y esta vez sí se sube a su montura y se va a todo galope.
Jacqueline lo mira alejarse y coloca la yema de sus dedos sobre los labios ardientes. Deja caer una lágrima. Y luego otra, y otra, y otra. Escapó de un pueblo donde querían usar su cuerpo para pagarse las deudas de su padre y vino a caer a otro donde ese hombre quería hacer lo mismo.
Arturo Morgan llega a su casa, molesto.
―¿Y las cosas? ―pregunta Anne Riggs, esposa de Joe su capataz y ama de llaves de la casa.
―Enviaré a Leroy por ellas.
―¿Pasó algo?
―No. No.
Se levanta y sale de la casa, había olvidado por completo que la mujer necesitaba las cosas para cocinar y él las había dejado en el almacén por seguir a Jacqueline. ¿Por qué lo trastorna tanto esa mujer?
Luego de dar la orden de ir a buscar las cosas al emporio de la señora Rangel, se sienta en su silla balancín y recuerda el beso que se atrevió a darle a la joven Smith. Sonríe. En cuanto se dio cuenta de lo que hacía, se alejó aprisa, sabía que vendría la bofetada, y bien merecida, de la mujer.
Esos ojos verdes se le clavaron como cuchillas la noche anterior. Sabe que debe tener cuidado, no puede permitir que sus emociones le nublen los sentidos.
―Morgan, la niña Smith ya llegó, el joven Hiddle la acompañó, dice que sus padres tuvieron un problema y él se debía ir, por eso la trajo ―le informa Joe Riggs.
―Gracias, ¿dónde está?
―Adentro, con mi mujer.
―Gracias, iré enseguida.
Se levanta, toma aire y entra a la casa para recibir a su invitada.
―Yo le dije a su hermana que la devolvería a las cuatro, quédese a almorzar conmigo y luego, si quiere y se siente bien, podemos dar una vuelta para que conozca un poco el lugar.
―¡Muchas gracias, señor Morgan! Aquí han sido todos tan considerados conmigo, no sé cómo voy a agradecer tanta amabilidad.
―No hay nada qué agradecer, Jessie, eres parte de nuestro pueblo y como tal te acogemos.
―Muchas gracias ―responde la niña con total emoción.
Arturo sonríe con cierto resentimiento interior, ¿por qué Jacqueline no puede ser la mitad de dulce que su hermana? Aunque, si lo piensa bien, sus labios fueron muy dulces. Su beso fue muy dulce, pues a pesar de que sabe que ella lo negará hasta el final, le había correspondido el beso. Con timidez, sí; de un modo inexperto, también; así y todo, está seguro de que esa chica no quedó indiferente.
Y él tampoco.
Cierra los ojos y toma aire, necesita sacar a Jacqueline Smith de su cabeza.
―Anne, ¿a qué hora estará listo el almuerzo? ―le consulta a su sirvienta.
―Está listo, agradezca que no lo esperé a usted para cocinar.
El hombre enrojece y no de ira.
―Vamos a comer, entonces, Jessie.
―Les sirvo enseguida.
―Gracias.
Dueño e invitada se dirigen hasta el comedor donde ya está preparada la mesa para recibir a los comensales.
Jessie comienza a comer, de pronto su rostro se ensombrece.
―¿Le pasa algo? ―inquiere el hombre con preocupación.
―No, no, solo pensaba en mi hermana, debe estar comiendo sola, no debí dejarla, creo que ha sido egoísta de mi parte.
―No diga eso; su hermana ha de estar muy bien, no se preocupe.
―¿Usted cree?
―Estoy seguro y dudo mucho que quisiera que usted estuviera pensando en ella en este momento, al menos con tristeza.
―Tiene razón, ella ha sido como una madre para mí, de no ser por ella, no sé qué habría sido de mí cuando mi mamá se murió y mi papá nos dejó.
―Ella hizo lo que tenía que hacer ―replica el hombre con un dejo de molestia.
―Puede ser, sin embargo, ella también pudo irse y no lo hizo. Y cuando llegó el momento de escapar, huyó conmigo, no se fue sola, no me dejó.
―Usted tampoco la ha dejado sola.
―Es diferente, yo no tengo a nadie.
―No ha sido fácil, ¿verdad?
―No, somos dos mujeres solas y ella ha debido postergar su vida por mí.
―¿Su padre nunca más se hizo cargo de ustedes?
―Sí, mi papá nos enviaba dinero con frecuencia, pero también deudas.
―Y aquí, ¿su hermana piensa trabajar?
―Sí, ella habló con la señora del emporio, también con el sheriff; al parecer no es fácil encontrar trabajo en este lugar.
―Este es un pueblo chico, Jessie, no es una gran ciudad donde los empleos sobran.
―Mi hermana está pensando en irse a una ciudad y para eso necesitamos dinero.
―Dinero con el que no cuentan.
―Así es.
―Bien, entonces, me temo que pasarán una buena temporada por aquí.
―A mí me gusta ―comenta la joven.
―Creo que a su hermana no.
―No es que no le guste, ella es muy desconfiada. Yo la entiendo, ¿sabe? Ella es la que se ha enfrentado con todos para sacarnos adelante. Tuvo que crecer antes de tiempo y ni siquiera ha tenido pretendientes, cuando sabían de quién era hija, corrían como cobardes.
Eso alegra a Arturo, no quiere a ningún moscardón revoloteando cerca de Jacqueline; como le había dicho en el pueblo, ella era suya y nadie podía tocarla.
―Otros también querían aprovecharse ―continúa Jessie ajena a los pensamientos de su anfitrión―, por eso ella es así, por eso escapamos también.
Esa parte no le gustó a Arturo, aunque supuso que quizá Jacqueline había dado pie a que los hombres la molestaran, cosa que apartó de inmediato de su cabeza, allí no había coqueteado con nadie y no era una mujer muy abierta tampoco y su coquetería estaba en números rojos.
Luego de dar un paseo por sus terrenos y enseñarle los otros lugares a los que suelen ir los jóvenes, decide que sea Roger quien la lleve de vuelta a su casa. No quiere toparse con esa mujer de nuevo, no al menos delante de Jessie, después de lo hablado en el almuerzo, no desea que Jessie tenga una mala impresión de él si se entera de los encuentros entre él y su hermana; además, lo más probable es que cuando Jacqueline lo viera, le sacaría en cara el beso que le había robado.