PRÓLOGO
Tras el sepelio, Arturo Morgan abandonó el cementerio junto a Joe y Leroy, sus hombres de confianza y los únicos que lo habían acompañado al funeral de Louis Smith, un hombre muy poco querido en el pueblo, al contrario, todos lo odiaban. Él también debería haberlo hecho, mal que mal, Smith había dejado a su paso deudas y estafas de las que se hizo cargo Morgan, no por obligación, sino por lástima, los últimos días del hombre fueron los más horrendos que un hombre pudiera padecer. El hombre sufrió lo indecible al quedar, por un ataque inexplicable, sin poder hablar ni mover su cuerpo del lado izquierdo, y no suficiente con eso, no podía tragar alimento alguno. Arturo le encargó al doctor Johnson que se hiciera cargo, el que le dejó algunas papillas, las que le era imposible tolerar, por lo que, según el diagnóstico del galeno, murió de inanición, algo bastante cruel, incluso, para un hombre como Louis Smith.
Se dirigió a la casa que en vida le había pertenecido al hombre y que quedó en sus manos. Era una pequeña granja ubicada a las afueras del pueblo, muy maltrecha y casi en la ruina. Pensó que debería arreglarla y tras un minuto de análisis, descartó la idea, no iba a incurrir en un gasto inútil ya que ese lugar no sería habitado por nadie.
Tomó algunas de las cosas personales del hombre. No tenía muchas posesiones, pero una caja llamó su atención. Miró adentro, tenía unas cartas que se dio la libertad de leer. Eran cartas de amor de su esposa. Y una fotografía. En ella, una niña de unos seis años, de pelo n***o rizado y llamativos ojos verdes junto a una pequeña bebé, rubia y risueña; al reverso se leía:
“Jacqueline y Jessie Smith, Enero de 1859.
Por ustedes, todo. Las amo, mis hijas”.