Padre Gael Moya
Llego a casa totalmente exhausto pero asombrado con la belleza que se proyecta ante mí apenas el taxi se adentra en la pasarela que conduce a la casona.
Aún con la oscuridad de la madrugada me maravillo ante su majestuosidad y miles de recuerdos inundan mí mente apenas la veo.
Decido bajar para llegar caminando y recorrer a pie la escalinata de adoquín que serpentea por los jardines hasta su final en la entrada principal.
Los lirios azules y las hortensias que cubren la mayor parte del inmenso jardín me confirma que mí madre aun los cultiva y los cuida como si en cada una de ellas pusiera una chispa de su propia vida.
Suspiro nostálgico al recordar todas las aventuras que Elian y yo vivimos en este patio de niños, que sin duda fue la mejor etapa de nuestras vidas.
Aún me parece ver a mí padre con su sudadera de Los Simpsons que tanto amaba en el quincho haciendo su famosa carnita de cordero que le quedaba como para chuparse los dedos.
A mí madre, con su vestido amarillo pastel y su gran sombrero blanco recogiendo flores del jardín.
A dos niños rubios de ojos claros corriendo como locos para tirarse a la alberca y después terminar muertos de risa dentro del agua.
Una gran sonrisa se dibuja en mí cara recordando todo aquello.
Llego hasta la entrada principal y Don Félix que es el vigilante de la casa hace más de dos décadas, se levanta sorprendido de verme llegar a estas horas.
— ¡Joven Gael!... – me saluda emocionado – ¿Qué hace llegando a ésta hora de la madrugada? ¿Por qué no me avisó que venía para ir a recogerlo del aeropuerto?
— ¡Don Félix, mí viejo amigo! – lo abrazo con ganas – No te preocupes por eso... ya estoy aquí... ¿Cómo estás?
—Ahora que estás aquí mucho mejor – contesta sonriendo pero algo desganado – Pero las cosas por acá no están muy bien.
— Lo sé... dejemos eso en manos de ese barbudo de arriba que todo lo ve y siempre nos cuida – intento consolarlo y a la vez a mí al mismo tiempo.
— ¿Quiere que avise a la Señora Yudith que está aquí? – exclama ahora más animado.
— Shhhh... es una sorpresa – le digo muy bajito para después sonreirnos con complicidad.
— Sólo dame la llave que abre la puerta de la cocina y yo me las arreglo ahi adentro ¿ok? – pido guiñandole un ojo.
Sonríe de lado con la ceja enarcada y me pasa el manojo de llaves.
Tomo el sendero que lleva hasta el patio trasero y por consecuente a la cocina imaginando la sorpresa que se llevarán todos al verme bajar mañana.
Con sumo cuidado desbloqueo la puerta para después entrar a la cocina totalmente a oscuras a esta hora, aún así es de mí total dominio ya que no ha cambiado nada en todos estos años.
Voy dando cada paso con sigilo para no hacer mucho ruido, cuando un grito agudo me taladra los oídos y un golpe seco en la cabeza me deja mareado.
Tiro la mochila que llevo al suelo para tomar mí cabeza entre las manos para así mitigar el dolor que me produce el golpe.
Esto realmente duele.
— ¡Un ladrón! ¡Auxilio! – grita una y otra vez sin parar.
No logro emitir una sola palabra de la gritadera que no cesa.
— ¿Podrías dejar de gritar por favor? – alzo un poco la voz apenas me da la oportunidad.
Una luz que parece ser de una linterna me alumbra directamente a la cara dejándome sin visión por varios segundos.
— Soy uno de los dueños – explico tratando de abrir los ojos y utilizando la mano como escudo.
Apenas termino de decir eso, un silencio se apodera del lugar y unos segundos después toda la cocina se ilumina.
Una joven de cabello castaño y ojos celestes me mira fijamente de pies a cabeza desconfiada. Yo hago lo mismo, pero al verla, empiezo a reír como un loco, lo que la hace perder la paciencia.
No puedo dejar de reír. Su pelo mojado y totalmente desordenado cayendo sobre su cara, su playera diez talles más grande y sus pies descalzos, me recuerda a una película de terror que Elian y yo veiamos de niños y que después no nos dejaba dormir.
Me mira con la ceja fruncida y las manos en la cadera en forma de jarra totalmente molesta por mí repentino ataque de risa.
— ¿Se puede saber que es tan chistoso? – habla entre dientes.
No le contesto. No puedo.
Después de varias aspiraciones y minutos de por medio intentándolo, por fin me tranquilizo.
— ¿Ya terminaste? – cuestiona con cara pocos amigos.
— Sii... – miento, aún tengo ganas de reír.
Llevo mí mano a la boca para ahogar mí risa y asiento con la cabeza varias veces para que me crea.
— Así que eres uno de los dueños... – comenta mirándome con ojos achinados.
— Si... soy uno de los hijos de tu jefa – respondo muy seguro de mí mismo.
— ¿Jefa? – se burla diciendo.
— Si, la Señora Yudith es mí madre – comento encogiéndome de hombros – tu jefa – la señalo con el dedo.
— Ok... – ríe.
— Bien jefe, esa herida que tienes en la cabeza necesita atención – continúa diciendo sarcásticamente señalando mí cabeza.
Llevo mis manos a ella y siento un líquido viscoso empapando mis dedos.
No me había dado cuenta que el golpe que me dió al entrar me dejó una herida abierta que me estaba empapando la camisa de sangre.
Se aleja hasta una de las alacenas e intenta alcanzar un paquete de curación guardada ahí haciéndose de puntillas, pero sin mucho éxito ya que está muy alto para su estatura de un metro sesenta.
La miro estirarse lo más que puede, haciendo que su playera suba hasta el nacimiento de sus nalgas, dejando notar su piernas blancas y su piel tersa a su paso y un poco del encaje blanco de su braga.
Miro por unos segundos el espectáculo que me ofrece esa vista para después desviar la mirada.
¿Qué estoy haciendo? – pienso.
Carraspeo para aclararme.
Me acerco hasta donde está y tomo por ella el paquete y se lo paso. La diferencia de altura entre nosotros es muy notorio, y ella me lo confirma cuando me mira desde abajo con la ceja enarcada.
No tengo la culpa de tener un metro noventa y ocho – le digo a mí conciencia encogiéndome de hombros.
Hace que me siente en uno de los taburetes y se acerca a mí para examinar mí herida.
Su cercanía hace que su shampoo y su gel de baño active mí sentido del olfato por completo. Toda ella huele a miel y a otra esencia que no consigo decifrar.
Nunca antes una mujer, que no sea mí madre, se había acercado tanto a mí, como para que yo logre distiguir cada facción de su cara y menos sentir su aliento mentolado rozar mí cuello y mí oreja.
— Eso necesita unas puntadas – comenta señalando mí herida sacándome de mi ensoñación.
— ¿Tengo que ir al hospital? – pregunto trastornado aún por el rumbo inadecuado que está tomando mis pensamientos.
— No hace falta... yo lo hago – dice abriendo una cajita pequeña y sacando una aguja y una jeringuilla con un líquido amarillento.
— No creo que estés capacitada para eso – contesto temeroso y señalando con el dedo lo que tiene en la mano – ¿y si se infecta?.
— ¿No estoy capacitada Señor Moya? – pregunta jocosa acercándose hasta mí.– ¿Está seguro?.
Me toma suavemente por la cabeza y me inyecta algún tipo de inhibidor de dolor para después con movimientos ligeros proceder.
— No sé por que te estoy dejando hacer esto – le confieso sincero y tragando saliva. ¿Y si algo sale mal?.
— ¿Qué tan malo puede llegar a ser que por equivocación, o no se... tal vez a propósito, le cosa la boca para que se calle? – dió una risilla burlándose de mí.
Pongo los ojos en blanco. No fue simpático su comentario. Ni un poquito.
Unos minutos después me tapa la herida con una gasa y me mete una pastilla en la boca que me tomó por sorpresa haciéndome toser.
— Es para el dolor de cabeza – dice alejándose hacia el lavadero.
— Ya puede ir a descansar Jefe – exclama de espaldas – Todo salió bien – añade haciendo señas con la mano a modo de despedida.
Frunzo el ceño ante su repentino cambio de humor y tomo mí mochila que deje tirada en el piso.
— ¿Cómo te llamas? – pregunto ya saliendo de la cocina.
— Danna – contesta aún de espaldas limpiando los objetos sanitarios que utilizó conmigo.
— Nos vemos más tarde Danna – susurro ya dirigiendo me a las escaleras. – Y gracias...
— ¡Claro Jefe! – contesta en un hilo de voz.
Suspirando subo hasta mí habitación.
¿Qué fue todo eso Dios? – pregunto mirando el crucifijo que siempre llevo en el cuello.