YONI

2000 Words
Estaba acostado encima de la banca del parque mientras disfrutaba del mar las palmas con suavidad a mi alrededor. Aquél día el agua cristalina parecía contenida dentro de una piscina larga, profunda; no había olas, ni viento ni ruido. Podía oír mi propia respiración calmada y el chapoteo cada vez que hundía los brazos, hasta que dejé de hacerlo y tan solo permanecí allí, sin moverme, con la mirada clavada en el horizonte. Podría decir que estaba esperando a que el tiempo cambiase para poder Ver una buena ola, pero sabía perfectamente que ese día no habría ninguna. O que pasaba el rato, algo que hacía a menudo. Pero recuerdo que lo que de verdad estaba haciendo era pensar. Sí, pensar en mi vida, en que tenía la sensación de haber alcanzado todas las metas y de haber ido cumpliendo un sueño tras otro. «Soy feliz», me dije. Y creo que fue el tono que resonó en mi cabeza, esa leve interrogación, lo que de repente me hizo fruncir el ceño, sin apartar la vista de la superficie ondulante. ¿Soy feliz?, cuestioné. No me gustó esa duda que pareció agitarse en mi cabeza, viva y reclamando mi atención. Cerré los ojos antes de irme en el mar para nadar un rato. Después, mi mente quedó en blanco se siente bien, fui a nadar un rato qué relajante estuvo, regresé a casa caminando descalzo por la arena de la playa y el sendero plagado de malas hierbas. Abrí la puerta de un empujón, porque siempre estaba atascada por culpa de la humedad, dejé mi bultito en la terraza trasera y entré. Coloqué una toalla doblada encima de la silla y no me vestí para sentarme delante de mi escritorio, que ocupaba todo un lado del salón y era caótico. Al menos, para cualquier persona cuerda. Para mí, era el orden en su máxima expresión. Papeles repletos de notas, otros con pruebas descartadas y el resto con trazos sin sentido. A la izquierda, tenía un espacio más despejado, con lápices, Pluma, pinturas; encima en la madera con varios tachones en el que marcaba los plazos de entrega y, al otro lado, mi ordenador. Repasé el trabajo acumulado y contesté un par de correos antes de decidir continuar con el proyecto que tenía entre manos, un folleto turístico de Mérida Yucatán. Era básico, con una ilustración de una playa y olas de líneas curvas bajo las que les gustaba busear algunas sombras con poco detalle. Justo el tipo de encargo que más disfrutaba: sencillo, rápido de hacer y bien pagado y explicado. Nada de «improvisa» o «queremos tener en cuenta tus sugerencias», sino un simple «dibuja una linda playa».Pasado un rato, me preparé una torta con los pocos ingredientes que quedaban en el refrigerador y me serví el tercer café del día, sin azúcar y frío. Estaba a punto de llevarme la taza a los labios cuando llamaron a la puerta. No era muy dado a recibir visitas inesperadas, así que dejé el café sobre la encimera de la cocina con el ceño fruncido. Puede qué, si en ese momento hubiese sabido todo lo qué arrastrarían ese par de golpes, me hubiese negado a abrir. ¿A quién quiero engañar? Jamás podría haberle dado la espalda. Y habría ocurrido, de todos modos. Antes. Después. ¿Qué más da? Tenía la sensación de qué, desde el principio, fue como jugar a la ruleta ingleses con todas las escopetas cargadas; estaba destinado a que alguna me atravesase el corazón. Todavía sostenía el marco de la puerta en la mano cuando supe que aquello no era una visita de cortesía. Me aparté para dejar que Orlando, Noche y serio, entrase en casa. Lo seguí a la cocina preguntándole qué había ocurrido. Él ignoró el café y abrió el armario alto en el que guardaba las bebidas para coger una botella de whisky. —No está mal para ser un miércoles por la mañana —dije. —Tengo un jodido problema. Esperé sin decir nada, aún vestido solo con el bañador que me había puesto al despertar. Orlando llevaba pantalón largo de mezclilla y una camisa verde metida por dentro; el tipo de ropa que juró que jamás se pondría. —No sé qué voy a hacer, no dejo de pensar alternativas, pero las he agotado todas y creo…, creo que te voy a necesitar. Eso captó mi atención; principalmente porque Orlando nunca pedía favores, ni siquiera a mí, que era su mejor amigo desde antes de que aprendiese a andar en bicicleta. No lo hizo cuando vivió el peor momento de su vida y rechazó casi toda la ayuda que le ofrecí, no sé si por orgullo, porque pensaba qué era una molestia o porque quería demostrarse a sí mismo que podía hacerse cargo de la situación, por difícil que fuese. Quizá por eso, no titubeó: —Sabes que haré cualquier cosa que necesites. Orlando se terminó de un trago la bebida, dejó el vaso dentro del fregadero y se quedó ahí, con las manos apoyadas a ambos lados. —Me han destinado a Sídney. Es algo temporal. —¿Qué cojones…? abrí los ojos. —Tres semanas al mes durante un año. Quieren que me encargue de supervisar la nueva sucursal que van a abrir y que vuelva cuando todo se estabilice. Me gustaría poder rechazar la oferta, pero, carajo, me doblan el sueldo, yony. Y ahora lo necesito. Por ella. Por todo. Lo vi pasarse una mano por el pelo, nervioso. —Un año no es tanto tiempo… —dije. —No puedo llevármela. No puedo. —¿Qué significa eso? No nos engañemos, conocía muy bien las implicaciones que escondía aquel «no puedo llevármela» y se me secó la boca en respuesta porque sabía que no podía negarme, no cuando ellos eran dos de las personas que más quería en el mundo. Mi familia. No la que te toca, de esa iba bien servido, sino la que eliges. —Sé que lo que te estoy pidiendo es un sacrificio para ti. —Sí que lo era —. Pero es la única solución. No puedo llevármela a Sídney ahora que ya ha empezado el curso, después de que perdiese el anterior, no puedo arrancarla en este momento de todo lo que conoce, nosotros son lo único que nos queda, y serían demasiados cambios. Dejarla sola tampoco es una opción; tiene ansiedad y pesadillas, y no está…, no está bien; necesito que leyla vuelva a «ser ella» antes de qué se vaya a la universidad carrera este próximo año. Me froté la nuca mientras imitaba los movimientos que Orlando había hecho minutos antes y abría el armario para sacar la botella de whisky. El trago me calentó la garganta. —¿Cuándo te marchas? —pregunté. —En un par de semanas. —La hostia, Orlando. Acababa de cumplir diez años cuando a mi papá lo despidieron del trabajo y nos mudamos a una ciudad nueva York llamada cuidad de nueva yerksy . Hasta entonces, siempre habíamos vivido en Canadá, en el tercer piso de un bloque de edificios. Cuando llegamos a nuestro nuevo hogar, tuve la sensación de que era como estar permanentemente de vacaciones. En nueva York no era extraño ver a gente caminando descalza por las calles o el supermercado; se respiraba un ambiente relajado, casi sin horarios, y creo que me enamoré de cada uno de sus rincones antes incluso de abrir la puerta del coche y golpear con ella al niño con cara de malas pulgas que, a partir de entonces, iba a convertirse en mi vecino. Orlando llevaba el cabello despeinado, la ropa media rota y parecía un salvaje. Alma, mi mamá, solía relatar ese momento con frecuencia, en las reuniones familiares, cuando se tomaba una copa de whisky de más, diciendo que estuvo a punto de recogerlo y arrastrarlo a nuestra nueva casa para darle un baño de espuma. Por suerte, los Juárez salieron justo cuando ella ya estaba sujetándolo por la manga de la camiseta. Lo soltó en cuanto comprendió que tenía enfrente la raíz del problema. El señor Juárez, sonriente y con un poncho manchado de pintura de colores, le tendió una mano. Y la señora Juárez la abrazó, dejándola congelada en el sitio. Mi papá, mi hermana y yo nos reímos al ver la estupefacción que cruzaba su rostro. —Imagino que son los nuevos vecinos —dijo la mamá de Orlando. —Sí, acabamos de llegar —mi papá se presentó. La plática se alargó unos minutos más, pero Orlando no parecía demasiado interesado en darnos la bienvenida, así que, con cara de aburrido, vi cómo se sacaba de la bolsa un tiralinas y una piedra dorada, y apuntaba con él a mi hermana Juana Juárez. Acertó a la primera. Yo sonreí, porque supe que íbamos a llevarnos muy bien. «ON, Fake love»; la melodía de esas canciones se repetía en mi cabeza, pero no había rastro de ese sol en los trazos gris que plasma sobre el papel. Sólo oscuridad y líneas rectas y duras. Noté cómo el corazón empezaba a latirme más rápido, más sofocado, más caótico. Taquicardia. Arrugué la hoja, la tiré y me tumbé en la cama llevándome una mano al pecho e intentando respirar…, respirar… Bajé del coche y subí los escalones de la entrada del hogar de mis papás. La puntualidad no era lo mío, así que llegué el último, como todos los sábados, domingos de comida familiar. Mi madre me recibió peinándome con los dedos y preguntándome si ese lunar que tenía en el hombro estaba ahí la semana pasada. Mi padre puso los ojos en blanco cuando la oyó y me dio un abrazo antes de dejarme entrar en el salón. Una vez allí, mis sobrinos se lanzaron a mis piernas, hasta que julio los apartó tras prometerles una chocolate. —¿Sigues con los sobornos? —pregunté. —Es la única técnica útil —contestó resignado. Los trillizos se rieron por lo bajo y tuve que hacer un esfuerzo para no unirme a ellos. Eran diablos. Tres diablos encantadores que se pasaban el día gritando «Tío yoni, súbeme», «Tío yoni, bájame», «Tío yoni, cómprame esto», «Tío yoni, pégate un tirito», y ese tipo de cosas. Eran la razón por la que mi hermana mayor se estaba quedando pelona (aunque él nunca admitiría que usaba productos para evitar la caída del cabello) y por la que Esteban, ese chico con el que empezó a salir en el instituto y que terminó convirtiéndose en su hombre, se había refugiado en la comodidad de vestir mallas y sonreír cuando alguno de sus retoños le vomitaba encima o decidía pintarrajearle la ropa con rotulador. Saludé a Orlando con un gesto vago y me acerqué hasta leyla, que estaba delante de la mesa puesta, con la mirada fija en el dibujo de la enredadera que surcaba el borde de la vajilla. Alzó la vista hacia mí cuando me senté a su lado y le di un codazo amistoso. No respondió. No como lo habría hecho tiempo atrás, con esa sonrisa que le ocupaba todo el rostro y que era capaz de iluminar una habitación entera. Antes de que pudiese decirle algo, mi papá apareció sosteniendo una bandeja con un pollo asado relleno que dejó en el centro de la mesa. Ya estaba mirando a mi alrededor consternado cuando mi mamá me tendió un cesto con un salteado de verduras. Le sonreí agradecido. Comimos sin dejar de hablar de esto y de aquello; de la cafetería de la familia, de la temporada de nadar, de la última enfermedad contagiosa que mi mamá había descubierto que existía. El único tema que no se tocó fue el que flotaba en el ambiente por mucho que evitásemos prestarle atención. Cuando llegó la hora del postre, mi papá se aclaró la garganta y supe que se había cansado de fingir que no ocurría nada. —orlando, muchacho, ¿lo has pensado muy bien?
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