Todo puede cambiar de la nada. Había escuchado esa misma frase muchas
veces cuando era un niño hasta ahora, pero nunca había pensado a pensar, a
saborear el significado que esas palabras pueden dejar en la lengua cuando las
piensas y las sientes como propias. Esa sensación agridulce qué acompaña
a todos los «y si…» qué se desaparezcan cuando ocurre algo malo y te
preguntas si podrías haber olvidado, porqué la diferencia entré pensar y de
tenerlo todo a no tener nada muchas veces es tan solo de unos minutos. Solo unos.
Como entonces, cuando ese coche invadió el interior contrario. O como ahora,
cuando él decidió que no tenía nada por lo que luchar y los cruces negros y
blancos terminaron por en volver en seguida el color que unos meses antes flotaba a
mi alrededor…
Porque, en ese minutos, él giró a la izquierda.
Yo quise seguirlo, pero tropecé con una barrera.
Y supe que solo podía avanzar hacia la derecha.Me asustaba que la línea que separaba el odio del amor fuese tan definida y estrecha, hasta el punto de poder ir de un extremo al otro de un solo salto. Yo
lo quería…, lo quería con el estómago, con la mirada, con el corazón; todo mi
cuerpo reaccionaba cuando él estaba cerca. Pero otra parte de mí también lo
odiaba por completo. Lo odiaba con los recuerdos profundos, con las palabras qué nunca dije, con el
rencor, el dolor, con ese perdón que era incapaz de ofrecerle con las manos abiertas
por mucho que desease hacerlo. Al mirarlo, veía el blanco, el verde, un púrpura
latente; las emociones desbordándose. Y sentir algo muy caótico por él me
hacía daño, porque yoni era una parte de mí. Siempre iba a serlo. Pese a todo lo que pese.