Todos lo miramos. Todos menos su hermana.
Leyla no apartó los ojos de la tarta de jamón.
—La decisión está tomada. Pasará rápido.
Con gesto teatral, mi mamá se levantó y se llevó la servilleta a la boca,
pero no pudo ocultar llorando y se alejó hacia la cocina. Negué con la
cabeza cuando mi papá quiso seguirla y me ofrecí a calmar la situación.
Suspiré hondo y me apoyé en la encimera junto a ella.
—Mamá, no hagas esto, no es lo que necesitan ahora…
—No puedo evitarlo, hijo. Esta situación es insoportable. ¿Qué más puede
pasar? Ha sido un año terrible, terrible…
Podría haber dicho cualquier mierda como «no es para tanto», o «todo se
arreglará», pero no tuve valor porque sabía que no era cierto, ya nada podía
ser igual. Nuestras vidas no solo cambiaron el día que los señores Juárez
murieron en aquel accidente de tráfico, sino que pasaron a ser otras vidas,
diferentes, con dos ausencias que estaban siempre presentes con fuerza, como
una herida que supura y no llega a cerrarse nunca.
Desde el día que pusimos un pie en nueva York, habíamos sido una
familia. Nosotros. Ellos. Todos juntos. A pesar de todas las diferencias: de
que los Juárez amanecían cada día pensando solo «en el ahora» y mi mamá
pasaba cada minuto preocupándose por el futuro; de que unos eran artistas
bohemios acostumbrados a vivir en la naturaleza y otros tan solo conocían la
vida en Canadá; de los siete y lo no es que se alzaban a la vez ante una
misma pregunta; de las opiniones contrarias y de los debates que duraban
hasta las tantas cada vez que cenábamos juntos en el jardín…
Habíamos sido inseparables.
Y ahora todo estaba roto.
Mi mamá se enjugó las lágrimas.
—¿Cómo se le ocurre dejarte a cargo de leyla? Nosotros podríamos haber
buscado alternativas, como hacer una reforma rápida en el salón y dividirlo en
dos habitaciones, o comprar un sofá cama. Sé que no es lo más cómodo y que
necesita tener su espacio, pero, por lo que más quieras, tú no puedes cuidar ni
de una mascota.
Alcé una ceja un poco indignado.
—De hecho, tengo una perrita.
Mi mamá me miró sorprendida.
—Ah, sí, ¿y cómo se llama?
—No tiene nombre. Aún.
En realidad, no era «mi perrita», yo no era muy dado a tener seres vivos
«en propiedad», pero, de vez en cuando, una gato n***o delgaducha y con
cara de odiar a todo el mundo aparecía en mi terraza trasera pidiendo comida
y yo le daba las sobras del día. Algunas semanas se pasaba tres o cuatro
veces, y otras ni siquiera se molestaba en acercarse.
—Esto va a ser un desastre.
—Mamá, tengo casi treinta años, carajo, puedo cuidar de ella. Es lo más
razonable. Nosotros estáis todo el día en la cafetería, y cuando no es así,
tienes que quedaros a cargo de los gemelos. Y no va a dormir durante un año
en el salón.
—¿Qué comeré? —insistió.
—Comida, chispas.
—Esa boca, hijo.
Me di la vuelta y salí de la cocina. Volví al coche, recogí el paquete de
dulce arrugado que guardaba en la guantera y me alejé un par de calles.
Sentado en el bordillo de una acera baja, me encendí un cigarro con la mirada
fija en las ramas de los árboles que agitaba el viento. Aquel no era el barrio en
el que habíamos crecido, ese en el que nuestras familias se entrelazaron hasta
convertirse en una sola. Las dos propiedades se habían puesto a la venta; mis
papás se habían mudado a una casa pequeña de una sola habitación en el
centro de nueva York, quedaba muy cerca de la cafetería que habían abierto
más de veititres años atrás, cuando nos asentamos aquí. Tampoco tenían
ninguna otra razón por la que seguir viviendo a las afueras cuando Juárez y yo
nos habíamos ido, habían perdido a sus vecinos, y orlando y leyla se habían
trasladado a la casa que él había alquilado al independizarse poco después de
que los dos volviésemos de la universidad.
—Pensaba que ya no comía dulce.
Entrecerró los ojos por el sol cuando levanté la cabeza hacia orlando.
Expulsé el dulce de su boca mientras él se sentaba a mi lado.
—Y sigo sin hacerlo. Un par de dulces al día no es nada. No como el
resto de la gente que sí lo hace, al menos.
Él sonrió, me quitó uno del paquete de tabaco y se lo encendió.
—Te he metido en un buen lío, ¿no?
Supongo que estar de repente a cargo de una chica de 24 años que
no se parecía en nada a la niña que había sido, sí, podía considerarse «un lío».
Pero entonces recordé todo lo que orlando había hecho por mí. Desde
enseñarme a montar en bicicleta hasta dejar que le partiesen la nariz cuando se metió en una pelea por mi culpa mientras estudiábamos en Bernini.
Suspiré y apagué el cigarrillo en el suelo.
—Nos las arreglaremos bien —dije.
—leyla puede ir al instituto en coche azul, y el resto del tiempo lo suele pasar
encerrada en su habitación. No consigo sacarla de allí, ya sabes…, que todo
vuelva a ser igual. Y tiene algunas normas, pero ya te lo explicaré más
adelante. Yo vendré todos los meses y…
—Tranquilo, no suena tan complicado.
No lo sería para mí, no en el mismo sentido en que lo había sido para él.
Tan solo tendría que acostumbrarme a convivir con alguien, algo que no
ocurría desde hacía años, y mantener el control. Mi control. El resto lo
solucionaríamos sobre la marcha. Después del accidente, Orlando se había visto
obligado a renunciar a ese estilo de vida despreocupado en el que habíamos
crecido para hacerse cargo de la tutela de su hermana y empezar a trabajar en
algo que no le gustaba, pero que le daba un buen sueldo y una estabilidad.
Mi amigo tomó aire y me miró.
—Cuidarás de ella, ¿verdad?
—carjo, claro que sí —aseguré.
—Vale, porque Leah…, ella es lo único que me queda.
Asentí y sobró una mirada para entendernos: para que él se quedase
tranquilo y supiese que iba a hacer todo lo que estaba en mi mano para que
leyla estuviese bien, y para que yo fuese consciente de que probablemente era
la persona en la que orlando más confiaba.
Sonriendo, orlando alzó su copa en alto.
—¡Por los buenos amigos! —gritó.
Brindé con él y le di un trago al cóctel que acababan de servirnos. Era el
último sábado antes de que orlando se marchase a Sídney y lo había
convencido a base de insistir para que saliésemos un rato por ahí. Habíamos
acabado donde siempre, en la cabaña, un local al aire libre, casi a las afueras
y cerca de la orilla de la playa. El nombre del sitio era el de la población
aborigen de la zona y significa «lugar de encuentro», lo que en esencia
resumía el espíritu y la identidad de nueva York. La caseta en la que servían
las bebidas y las pocas mesas que había estaban pintadas de un azul morado
muy en sintonía con el tejado de paja, las palmeras y los columpios colgados
del techo que servían de asientos alrededor de la barra.
—No puedo creer que vaya a irme.
Le di un codazo y él se rio sin humor.
—Solo será un año y vendrás todos los meses.
—Y leyla…, carajo, leyla…
—Yo cuidaré de ella —repetí, porque llevaba diciéndole esa misma frase
casi todos los días desde la mañana que le abrí la puerta y trazamos el plan.
Es lo que hemos hecho siempre, ¿no? Salir a flote, seguir adelante, esa es la
clave.
Él se frotó la cara y suspiró.
—Ojalá aún fuese igual de sencillo.
—Lo sigue siendo. Eh, vamos a divertirnos. —Me levanté tras dar el
último trago—. Voy a por dos copas más, ¿te pido lo mismo?
Orlando asintió y yo me alejé de la mesa haciendo un par de paradas para
saludar a algunos conocidos; casi todos teníamos relación en una ciudad tan
pequeña, aunque fuese superficial. Apoyé un codo en la barra y sonreí cuando
Madison hizo un mohín tras servirles dos copas a los clientes que estaban al
lado.
—¿Vienes a por más? ¿Estás intentando emborracharte?
—No lo sé. Depende. ¿Te aprovecharás de mí si lo hago?
Madison reprimió una sonrisa mientras cogía la botella.
—¿Tú querrías que lo hiciera?
—Sabes que, contigo, siempre.
Me tendió las copas mirándome fijamente.
—¿Te espero o tienes planes?
—Estaré por aquí cuando termines.
Orlando y yo pasamos el resto de la noche entre copas y recuerdos. Como
esa vez que llamamos a su padre porque estábamos bebidos en la playa, y en
vez de recogernos y llevarnos a casa, decidió pintarnos en su cuaderno,
tirados en la arena de mala manera, para después fotocopiar el dibujo y
pegarlo por las paredes de mi casa y de los Jones como recordatorio de lo
idiotas que habíamos sido; dana Juárez tenía un humor muy especial. O esa
otra vez que terminamos metidos en un buen lío en York un día que
vimos maría, tomamos hasta que yo perdí la cabeza y, entre risas, lancé al
mar las llaves del apartamento que teníamos alquilado. Orlando fue a buscarlas
y se metió vestido en el agua, colocado, mientras yo me reía a carcajadas
desde la orilla.
Por aquella época nos habíamos prometido que siempre viviríamos así,
como en el lugar que nos había visto crecer, que era tan sencillo, relajado,
anclado en la esencia del mar y la contracultura.
Miré a orlando y reprimí un suspiro antes de acabarme el trago.
—Voy a irme, no quiero dejarla sola más tiempo —me dijo.
—De acuerdo. —Me reí cuando vi que se tambaleaba al levantarse, y él
me enseñó el dedo corazón y dejó un par de billetes encima de la mesa—.
Hablamos mañana.
—Hablamos —respondió.
Estuve un rato más por allí con un grupo de amigos. Gorly nos habló de
su nueva novia, una rubia que había llegado tres meses atrás y, al final, se
quedaría por tiempo indefinido. Jack nos describió cuatro o cinco veces el
diseño de su nueva tabla de surf. Tomás se limitó a beber y a escuchar a los
demás. Yo dejé de pensar mientras el local se vaciaba al caer la madrugada.
Cuando el último se marchó, rodeé la caseta, abrí la puerta de atrás y me colé
dentro.
—Recuérdame por qué tengo tanta paciencia.
Meydi me sonrió, cerró la persiana y avanzó hacia mí con una sonrisa
sensual curvando sus labios. Sus dedos se colaron por el doblado de mis
Pantalones y tiraron de mí hasta que nuestros labios chocaron entreabiertos.
—Porque te compenso bien… —ronroneó.
—Refrescarme un poco la memoria.
Le quité el pequeño top. No llevaba sujetador. Meydi se frotó contra mí
antes de desabrocharme el botón del pantalón y arrodillarse con lentitud.
Cuando su boca me encogió, cerré los ojos, con las manos apoyadas en la pared de enfrente. Hundí los dedos en su pelo, instándola a moverse más
rápido, más profundo. Estaba a punto de correrme cuando di un paso hacia
atrás. Me puse un preservativo. Y luego me hundí en ella contra la pared,
insistiendo con fuerza, agitando cada vez que la oía gemir mi nombre,
sintiendo aquel momento; el placer, el amor, la necesidad buena. Solo eso. Muy perfecto.