La misma mañana
En las cercanías de San Petersburgo, Rusia
Anastasia
Mi padre repetía que no existe seguridad en nada, ni en nadie, pero es nuestra decisión confiar aun viendo las señales de peligro. Era un hombre sagaz, visionario y con un instinto nato para descifrar a las personas, ante todo era prudente, no como yo, porque soy incapaz de guardar lo que pienso y en mi posición es un mal defecto, tampoco me interesa ser diplomática, ni dejarme ser pisoteada. Sin embargo, el ofrecimiento de este hombre de escoltarme con sus soldados alegando el peligro por un oso me dejo en una posición peculiar, sumada a la forma de abordarme es inquietante. No sería sensato confiar en las intenciones de un desconocido, pues no soy una simple mujer, sino la reina de Bulgaria y cualquiera puede secuestrarme para sus propios propósitos. Busco descifrar lo que ocultan sus ojos profundos, cada gesto que pueda decirme sus verdaderas intenciones, pero es como caminar en círculos, entonces forzada le responderé a su ofrecimiento rompiendo el breve silencio del que somos presos con mi voz en el ambiente.
–Caballero, su tranquilidad no es mi problema, tampoco me interesa deberle favores a un extraño, entonces declino su propuesta y le ruego continuar su camino– replico con mi pose formal, pero su sonrisa traviesa y su mirada desfachatada me descoloca.
Al parecer es como incentivarlo con mi actitud distante y agresiva, ni siquiera entiendo porque este hombre que apenas conozco puede inquietarme de esta manera. Aprieto mis puños, levanto mi mirada altiva ocultando mis nervios, intentando bajar el ritmo de mis latidos por su proximidad y vuelvo a escuchar su voz grave.
–No puedo aceptar su respuesta, mi consciencia no me permite dejar a una damisela a la merced del peligro que significa un animal amenazante como un oso herido, entonces insisto en escoltarla, ¿Me deja ayudarla? – argumenta con una sonrisa burlona en sus labios y comprimo mi rostro.
Volvemos a cruzar miradas como si fuera una lucha de poderes, también surge una extraña conexión que desencadena un mar de sentimientos que se arremolina dentro de mí, pero es más fuerte el deseo por conocer más de este hombre, y también asoma la incertidumbre por su insistencia.
–No soy una damisela en peligro, tampoco existe un rastro del animal, solo sus conjeturas, además sino lo ha notado no estoy sola. Me escoltan mis sirvientes…–señalo con mi voz irritada y sus ojos destellan un brillo desconcertante, seguido por su sonrisa retorcida, pero nuestra pequeña disputa es interrumpida por unos pasos acelerados.
Aparto mi mirada para conocer lo que sucede a nuestro alrededor contemplando a Lazar a la distancia, quien camina apresurado, con su rostro envuelto en preocupación, pero antes de anular distancia el rugido del oso resuena en el aire, mezclado con gritos y caos que nos rodean. Aunque intento mantener la compostura.
–Ahora sí eres una damisela en peligro– dice el otomano con sus palabras, cargadas de urgencia, resuenan en el tumulto de sonidos que nos envuelve. Siento su mano sobre la mía, una conexión repentina que me toma por sorpresa. Sin resistencia, me dejo llevar para montar su caballo y después también hacerlo él.
La escena transcurre a una velocidad vertiginosa con los gritos de fondo de los soldados, las órdenes de Lazar y el rugido persistente del oso. Mientras montados en el caballo, el viento azota mi rostro, y cada latido acelerado de mi corazón marca el ritmo de la huida.
Las manos fuertes del otomano sostienen las riendas con firmeza, su cuerpo fornido compartiendo el mismo espacio que el mío. La proximidad entre nosotros se vuelve palpable, y aunque la adrenalina corre por mis venas, también experimento una extraña mezcla de vulnerabilidad y excitación.
Mis sentidos se agudizan con cada segundo que pasa. Escucho la respiración agitada del otomano cerca de mi oído, siento el calor de su cuerpo, y su aroma masculino se mezcla con el perfume de la naturaleza que nos rodea. Cada movimiento del caballo resuena en mi cuerpo tenso, mientras la urgencia de la situación se refleja en la velocidad con la que galopamos. El bosque, antes sereno, se convierte en un laberinto de sombras y hojas movidas por la brisa. La incertidumbre del peligro acechante se entrelaza con la tensión entre nosotros.
Unos minutos más tarde
Aunque no conozco estos territorios puedo repetir que estamos muy lejos del camino a San Petersburgo, incluso apostaría que nos encontramos perdidos, pues es la tercera vez que observo el mismo árbol caído y hueco en el suelo. También es cierto que los bosques son un enorme laberinto donde el más experimentado explorador puede perderse, pero ahora necesito un descanso pues la inclemencia del clima me está afectando y como si leyera mi mente el otomano tira de las riendas para detener el caballo.
–Debes estar cansada y afectada por la humedad del clima. Descansemos un rato para después continuar nuestro camino– menciona con una voz serena que rompe el silencio del bosque. Mi escepticismo se refleja en una mueca.
En un instante, desmonta del caballo con una destreza que denota su experiencia en la equitación. Su mano se extiende para ayudarme a descender, y aunque levanto la ceja en señal de intriga ignoro su petición.
–Vamos, no muerdo. No soy el oso, ni un animal peligroso– presiona con un tono ligero que intenta disipar la tensión. Trato de no sentirme vulnerable ante su mirada profunda y su sonrisa juguetona.
–Eres mucho más peligroso que el oso. Incluso este debe ser un ardid tuyo para retenerme contra mi voluntad. Es la tercera vez que rodeamos ese árbol. ¿Qué buscas de mí? –exclamo con irritación en mi voz, cruzando los brazos en un gesto de defensa.
–Te equivocas, no soy un hombre peligroso, y tampoco tengo segundas intenciones contigo. O tal vez sí– dice, recorriendo mi figura con una mirada lujuriosa y una sonrisa traviesa desata mi ira.
Ante su provocación, desmonto del caballo sin su ayuda. Camino unos pasos y le clavo mis ojos desafiantes llenos de rabia. Pero en lugar de una respuesta, recibo su sonrisa traviesa y su mirada profunda.
–¡Desgraciado! ¿Cómo te atreves a mirarme de esa forma? Eso no son modales de un caballero– le reclamo indignada, y él reduce la distancia entre nosotros, dejándome con el corazón acelerado.
–Bajaste del caballo– repite con tono triunfal, y su jueguito frustra mis intentos de mantener la compostura. –Mejor, porque necesitamos buscar un lugar para refugiarnos de la lluvia y de la manada de osos que nos sigue– añade en un susurro y abro mis ojos de par en par ante su revelación.
Avanza unos pasos para sujetar las riendas del caballo y continúa en marcha, indicándome que lo siga.
–¡Mientes! No lloverá, y no hay más osos siguiéndonos– le increpo con voz irritada, y busca el gris de mis ojos.
–¿Crees que miento? Quédate y descúbrelo por tu cuenta, pero esas huellas cerca del árbol son de varios osos por el tamaño. No deben estar lejos, y por esa razón tuve que confundirlos volviendo al mismo lugar– informa con voz desafiante teniendo que apresurar mis pasos para alcanzarlo.
Mis opciones se despliegan ante mí como un abanico incierto: ser presa fácil para los osos, enfrentarme a forajidos, quedarme a la intemperie esperando un milagro, o aceptar la ayuda del otomano. Aunque la tensión entre nosotros me aturde, y no me gusta sentirme a la deriva de este hombre ni toda la revolución que provoca con su manera de actuar. Sin embargo, algo en su mirada eclipsa mi resistencia, impulsándome a seguir, a desentrañar su identidad y comprender lo que ocurre entre nosotros. Estudio sus gestos, su andar, sus palabras, como si bastaran para saciar mi curiosidad. No obstante, he perdido la noción del tiempo, envuelta en mi propia burbuja, vuelvo a la realidad por las primeras gotas de lluvia que caen sobre nosotros.
–Apresurémonos, porque creo que logro vislumbrar una cabaña a unos metros adelante para refugiarnos de la lluvia– su voz agitada suena a través de la lluvia incipiente, y vuelvo a sentir el contacto de su mano con la mía. Asiento con la cabeza ante sus palabras.
Mi respiración se agita con cada paso en el intento por cubrirnos de la lluvia, pero las gotas de agua con persistencia y fuerza caen sobre nosotros mojando nuestras ropas, ensuciando mis botas y humedeciendo mi rostro. En breve estamos delante de la cabaña rustica y el otomano golpea con desesperación la puerta de manera, aunque no obtiene respuesta y fuerza la entrada con el peso de su cuerpo.
Con un gesto de su mano me indica ingresar primero observando el lugar casi en ruinas, el interior revela la historia gastada del tiempo, el suelo de madera, gastado por el constante caminar de generaciones pasadas, cruje bajo cada paso como si recordara historias susurradas en sus vetas. Unas pocas tablas flojas amenazan con ceder ante la presión, recordando la fragilidad del tiempo. Una fina capa de polvo danza en el aire, capturando la luz dispersa y dotando al ambiente de una melancólica belleza.
Una mesa de madera desgastada se encuentra en el centro de la única habitación, flanqueada por sillas que, aunque tambaleantes, parecen esperar a sus ocupantes. En una esquina, una chimenea de piedra, ahora cubierta de telarañas y vestigios de ceniza antigua, cuenta historias de noches cálidas y acogedoras, aunque mi mirada se pierde en lo que parece una cama, cuando mis pensamientos se ven interrumpidos por la voz ronca del otomano.
–No es el mejor lugar para una damisela, pero sirve para protegernos. Encenderé la chimenea, traeré unas mantas que tengo en mi caballo y te recomiendo quitarte esas ropas mojadas para evitar que te enfermes, ¿Necesitas algo más? –sentencia con su rostro sereno y trago saliva ante su propuesta sumergiéndome en mis pensamientos.