La cena levantó los ánimos de la familia Pušnik, en especial el de Ivania, que disfrutó de las empanadas como si fuera su última cena.
En un momento Verania se puso seria y miró a todos los presentes. Sin ningún tipo de preámbulo soltó:
—En esta casa hay algo extraño. Puedo sentirlo. Hoy en el pueblo varias personas me dijeron lo mismo: la mansión está maldita.
—Uy, qué originales —dijo Mileva, al mismo tiempo que agarraba otra empanada de la bandeja—. Una mansión embrujada. Es lo típico de todos los pueblitos, tía. Si hay una casa abandonada, tarde o temprano todos van a creer que está maldita o algo así.
—Este caso es diferente. Hablan de una maldición que empezó hace mucho, cuando la habitaba la familia Val Kavian.
—¿Y qué sugerís que hagamos? —Preguntó Kalina, muy seria. Las gemelas miraban con los ojos desencajados, en especial Ivania.
—Me hablaron de alguien que puede ayudar; pero… no pude averiguar mucho. Nadie se animó a decirme el nombre de esta persona.
—Bueno, nos da un punto por donde empezar —dijo Radek—. Tenemos que averiguar quién es esta persona y cómo podría ayudarnos.
—¿De verdad, Radek? —Preguntó Mileva, con incredulidad—. ¿Vos también te vas a creer lo de la mansión embrujada?
—Eso me da igual —dijo, encogiéndose de hombros—. Pero sé que para la tía y para mamá es un asunto importante, y no me cuesta nada ayudarlas.
—Es cierto, averigüemos quién nos puede ayudar, porfis —dijo Ivania.
—Uf… está bien, hagan lo que quieran —Mileva puso los ojos en blanco, sabía que ésta era una batalla perdida—. Pero no cuenten conmigo, no pienso perder el tiempo con estas estupideces.
—En algún momento vas a tener que recordar que somos una familia —dijo Kalina—, y que nos ayudamos mutuamente. No podemos andar por la vida con esa perspectiva tan individualista.
—Tampoco vendría nada mal que reces de vez en cuando —sugirió Verania.
—Ah, no… eso sí que no. Podría llegar a ayudarlos, si es que con eso se calman. Pero no me pidan que rece. Ya lo dije una y mil veces: Dios no existe. No pienso hablarle a un “amigo imaginario”. ¿Ustedes son creyentes? Bien, se los respeto. Yo soy atea. Aprendan a respetar eso.
Verania se persignó. El resto de la cena transcurrió en absoluto silencio.
* * *
Mileva guardó su nuevo cuaderno de notas en la mochila, junto con varias lapiceras. Le gustaba tener repuestos por si alguna no funcionaba o se perdía.
—¿A dónde vas? —Le preguntó Radek, cuando la vio colgándose la mochila en el hombro.
—Al pueblo, quiero averiguar quién es esa persona que nos puede ayudar… antes de que mamá y Ivania tengan una crisis de nervio.
—Te acompaño.
—No hace falta. Puedo cuidarme sola. No necesito un guardaespaldas pegado a mí todo el tiempo. Y vos tenés cosas más importantes que hacer ¿no le prometiste a mamá que le ibas a acondicionar el estudio hoy mismo? Lleva varios días sin pintar nada, y ya sabés cómo se pone cuando eso pasa.
—Sí, tenés razón. Tengo que ponerme con eso ahora mismo. Bueno, andá sola… pero tené cuidado con las zonas de maleza. No te olvides que acá prácticamente estamos en una selva.
—¿Algún otro consejo, hermanito? —Preguntó, con tono irónico y una bella sonrisa.
Radek le miró los pechos disimuladamente, quiso decirle que tenía un escote demasiado grande; pero no se atrevió. Mileva no suele vestirse de forma provocativa, y si está usando eso debe ser porque hace mucho calor.
—No, nada más. Que te diviertas… y ojalá descubras algo.
—Eso espero, sino acá no va a haber quien duerma.
Mileva bajó por el camino serpenteante de la colina en la que estaba situada la mansión y llegó directamente a la entrada del pueblo. Esta vez decidió ignorar la carnicería, ya se había convencido de que ese tipo no era de mucha ayuda. Además, en todo pueblo hay un bar… incluso en uno tan remoto como en este. Ese sería el mejor lugar para comenzar.
Paseó por calles de tierras en las que había casas sencillas, pero bonitas. Todas de techo plano. La mayoría estaban bien pintadas, con colores vivos como rojo, amarillo o verde. Los jardines estaba bien cuidados, lo que le daba al pueblo un aspecto entrañable, como de cuento.
“Al menos esto no está tan mal, no todo es una ruina absoluta, como la mansión”, pensó mientras saludaba con un leve gesto de la mano a una señora que podaba una ligustrina bien cuidada que separaba su casa de la calle.
Le preguntó dónde podía encontrar un bar, y luego de explicarle que ya tenía edad suficiente para comprar bebidas alcohólicas, recibió indicaciones. No estaba lejos. Le bastaron cinco minutos y un par de giros en esquinas para llegar.
El bar era sencillo, pero encantador (como la mayor parte del pueblo). Había un cartel de madera, que necesitaba una restauración, donde podía leerse: El Perro Ciego.
Mileva entró, el sitio no era muy grande, apenas había cuatro mesas del lado derecho y otras cuatro al izquierdo. Solo una estaba ocupada, por dos hombres que al verla entrar se quedaron boquiabiertos y con el vaso de ginebra suspendido en el aire. Ignorándolos se acercó a la barra. Era pequeña, como para cuatro o cinco personas sentadas una al lado de la otra. Completamente de madera y parecía bastante antigua, aunque estaba mejor cuidada que el cartel. Mileva golpeó sus manos y esperó a que alguien la atendiera, podía sentir la mirada de los dos tipos en su nuca… y en otras partes de su cuerpo.
—Linda ¿vos no sos de por acá, cierto? —preguntó uno de los hombres.
Ella tenía ganas de mandarlo a la mierda y pedirle que no se metiera en sus asuntos… y que dejara de mirarle el culo. En cambio giró la cabeza, sonrió y dijo:
—Acabo de mudarme con mi familia. Ahora vivimos acá.
Supuso que empezar discutiendo con la gente local no sería una buena forma de obtener ayuda.
— ¿Y dónde viven? —Preguntó el otro tipo.
—En la mansión Val Kavian, ¿cierto? —La que respondió fue una mujer que apareció detrás de la barra, como por arte de magia—. Hola, mi nombre es Alison Medina, bienvenida a el Pombero… y a mi humilde bar.
La sonrisa pareció algo forzada y el discurso ensayado, pero aún así Mileva entendió que esa mujer estaba intentando ser respetuosa. Le pareció muy bonita. Cuando su madre le dijo que irían a vivir a un pueblo perdido en el medio de la nada, tuvo un fuerte prejuicio del que no se siente orgullosa. Creyó que se encontraría con gente fea, grotesca… sin dientes, seres que parecerían orangutanes que se fugaron de un zoológico. En cambio toda la gente que vio en El Pombero era “de muy buen ver”. Hasta esos dos tipos que tomaban ginebra tenían relativamente buen aspecto. Uno era rubio y llevaba un espeso bigote, y el otro tenía el pelo n***o y unos llamativos ojos grises.
—Esos dos de ahí son Guillermo Garay —el rubio levantó una mano con cortesía—, y Mauricio Celatti —éste saludó con una ligera inclinación de la cabeza—. Son buenos tipos, si es que van por la primera ginebra. Después no respondo por ellos. —Los aludidos se rieron por lo bajo.
— ¿ Vos sos la dueña del bar?
—Así es. Lo heredé de mi padre.
A Mileva le costaba creer que una mujer se hiciera cargo de un bar, en especial siendo una tan hermosa. Alison Medina tenía el cabello ondulado de un castaño oscuro, con un ligero tono cobrizo; labios sensuales; una mirada inteligente y penetrante, con cejas angulosas; y, quizás su rasgo más llamativo, unos pechos firmes y redondos, de buen tamaño, los cuales lucía por el amplio escote de la musculosa negra que llevaba puesta.
— ¿Y por qué se llama El Perro Ciego? —Preguntó Mileva, pensó que un poco de conversación trivial ayudaría a romper el hielo.
—Cuando mi papá abrió el bar, hace ya muchos años, no tenía nombre. La gente lo ubicaba como el bar de Romeo, por mi papá, o el bar del perro ciego. Porque en la puerta dormía un perro que era prácticamente ciego. No tenía un dueño oficial, le gustaba quedarse siempre cerca del bar, esperando que alguien le tire algo de comer.
—Oh… pobrecito. Hey, esperá… ¿como sabés que vivo en la mansión?
—Porque los rumores en un pueblo tan chiquito viajan más rápido que la luz —Alison le mostró una radiante sonrisa—. Vos debés ser Mileva Pušnik ¿cierto? —Mileva asintió con la cabeza, le resultó un tanto incómodo que la gente del pueblo ya supiera su nombre—. No debe ser fácil vivir en una casa tan vieja.
—No lo es, para nada. La estamos restaurando. Necesitamos ayuda.
—Si necesitás mano de obra, acá siempre hay gente dispuesta a trabajar.
—Sí, puede ser… eso nos va a venir bien algún día, porque hay que hacer demasiadas cosas. En realidad me refiero a otro tipo de ayuda.
—Yo te ayudo con lo que quieras, corazón —dijo Guillermo, mientras su amigo se reía por la ocurrencia—. Solo decime lo que necesitás.
—Che, dejenla en paz —intervino Alison—. Por culpa de ustedes el bar está siempre vacío. Me ahuyentan los clientes.
—Querrás decir que gracias a nosotros el bar siempre tiene al menos una mesa ocupada —acotó Mauricio, y se tomó el resto del vaso de ginebra de un trago.
—No te preocupes por ellos, son dos borrachos inofensivos —dijo Alison—. ¿A qué tipo de ayuda te referís?
—Emm… quizás les parezca una estupidez. Estoy buscando a alguien que me pueda ayudar con “eventos paranormales”. —La sonrisa de los presentes se borró, como si se les hubiera volado con la brisa—. Sé que es una tontería. Yo no creo en esas cosas; pero mi familia sí. Y si ellos no pueden dormir en paz en esa casa, entonces yo tampoco podré hacerlo. A mi tía le comentaron que hay alguien en el pueblo que se puede encargar de esto, aunque no le dijeron quién puede ser esa persona.
—La bruja —dijo Guillermo, con semblante serio. Tomó un buen sorbo de ginebra.
—¿Quién es “la bruja”?
—Se refiere a Narcisa —respondió Alison—. Aunque técnicamente ella no vive en el pueblo.
—¿Y dónde vive? Me gustaría hablar con ella.
—Olvidate, es prácticamente inaccesible para alguien que no esté familiarizado con la zona —le dijo Alison—. Además, lo mejor que podés hacer es mantenerte alejada de esa mujer. En el pueblo todo el mundo la evita.
—Le tienen miedo —dijo Mauricio—. Y no los culpo, se dice que esa mujer tiene poderes oscuros.
—Ajá, si… bueno, me dan igual sus poderes. Solo necesito que hable con mi familia, que los tranquilice y que los convenza de que no hay nada que temer en la mansión.
—Lo siento mucho —dijo Alison—, yo no te puedo ayudar con eso. ¿Se te ofrece algo para tomar?
—Emm, no por el momento.
—Entonces… que tengas buenos días. Espero verte pronto en el bar, la primera bebida te la dejo gratis. Hasta luego.
Se despidió con una ensayada sonrisa cordial y se perdió por la puerta que está detrás de la barra.
Mileva agachó la cabeza y empezó a caminar hacia la salida, cuando Guillermo le dijo:
—Si querés nosotros te podemos llevar hasta la casa de la bruja. Estamos familiarizados con la zona, nos criamos acá.
—Mmm… ¿de verdad?
—Sí, pero no es una tarea sencilla —agregó Mauricio.
—Puedo pagarles. El precio no es problema.
—Muy bien, eso cambia las cosas —Guillermo sonrió y aprovechó para dar un buen vistazo a su escote—. Pero antes tenemos que mostrarte algo.
—¿Qué cosa?
—Acompañanos —dijo Mauricio, mientras salía del bar. Guillermo apuró su vaso de ginebra y se unió a su compañero.
— ¿Qué es lo que me quieren mostrar? —Preguntó Mileva, caminando detrás de ellos.
—Lo vas a saber cuando lo veas —le aseguró Mauricio.
—Esperen, no los conozco… tampoco los voy a seguir adonde sea solo porque me lo piden.
—Ah, ya veo… sí, es típico de la gente de la ciudad desconfiar de todo el mundo —Guillermo mostró una sonrisa, que con su bigote rubio parecía muy simpática—. Acá en el pueblo es distinto, estamos acostumbrados a ayudarnos los unos a los otros… a confiar en la gente. Al menos en casi toda la gente.
—Claro, siempre y cuando no seas bruja, o algo por el estilo —dijo Mauricio, con una risita—. Solo queremos mostrarte el camino, para que juzgues por vos misma. No va a ser un viaje fácil y es mejor que estés preparada.
—Mmm, entiendo… está bien. Muéstrenme el camino.