Ismael
Mi prometida, sus celos, un gran obsequio, el significado de la nueva esperanza y la desesperante forma de hacer lo posible para permanecer no una vida, sino unas horas más a mi lado, fue la combinación perfecta que hizo Bárbara provocándome un descomunal impulso por besarla, por devorar esos labios que han despertado tantas sensaciones en mi cuerpo sin control alguno desde la adolescencia y que hoy, dos décadas después estando separados, demuestra que nuestra llama no ha podido extinguirse sin importar el tiempo, el espacio, los golpes de la vida ni la compañía en nuestras camas, pues cuando estamos juntos, somos nosotros dos y el levantarla acomodándola sobre la barra de la cocina mientras sus manos abren mi camisa con la misma desesperación que mi boca seduce su cuello succionando los puntos que tanto la hacen vibrar, son la prueba fehaciente del hecho.
Si bien es cierto, jamás me hice un experto en modas como ella, pero de lo que sí soy experto, es de apreciar la obra que ella crea sobre su cuerpo con cada tela y accesorio formando una pieza clave que sabía lucir a la perfección, una pieza que era la única que llevaba en su piel y pude bajar con mis dedos sobre sus hombros y con mi boca en su escote… Ese escote… Si pudiese describir lo que sus cuarenta años han hecho en ese escote, un diccionario no me alcanzaría para todos los adjetivos, así como tampoco parecía alcanzarme el cuerpo para soportar un minuto más separado de ella, y tampoco ella de mí.
Con las piezas fuera del mapa y sus piernas abriendo las puertas del único edén que consideré mi hogar en la carne de una mujer, me adentré en cuerpo y alma invadiéndome el éxtasis de su aterciopelada tez morena, un color que contrastaba con el de sus ojos, los míos, y aun así, dicha mezcla combinada con la furia con la que empotraba tan ardiente coño energizaba mi deseo por poseerla, pero no como lo hice en la adolescencia, tampoco como lo hice cuando terminamos definitivamente nuestra relación, ni mucho menos a como lo hicimos hace unos años antes de mi exilio cuando mi hermano Oz hizo una jugada magistral reencontrándonos pese a estar nuestras respectivas parejas en el mismo lugar, sino que esta vez la poseía en cada golpe de nuestras caderas que se humedecían con sus fluidos desprendiendo una sola cosa… esperanza.
Bárbara, con el mismo dominio en las artes de las telas, se dejó caer como estas del mesón dándome la espalda, levantó su pierna izquierda apoyándola en el mármol y su mano envolvió mi nuca atrayéndome a sus labios mientras yo buscaba de nuevo unirme a ella, así que abrí levantando bien su firme trasero y con mis pulgares separé los labios que a ratos pretendían jugar conmigo al hacerme resbalar, pero no les di tregua y volví a ingresar penetrándola con toda la energía que tenía.
Los dos sabíamos que no necesitábamos siempre un preámbulo, pues una mirada, una sonrisa, unas palabras o un simple beso en la mejilla podía despertarlo todo, desde la carne hasta la esencia del alma, ese era el secreto que nos había enseñado Oz en la juventud, un secreto que nosotros y nuestros hermanos: Livi y Marcus, también aprendieron descubriendo cada uno la forma de entregarnos en cada encuentro sin hacerlo aburrido y con la conexión al máximo, pues una ley suya es: Folla como si fuese la última vez que le fueses a ver, folla sin culpa, sin pena ni restricciones, excepto el cuidarse si no se desea un resultado catastrófico.
Ojalá hubiese recordado esa última parte antes de ingresar en ella, pero joder, con esa mujer tendría veinte hijos si la vida me lo permitiese y sería el hombre más afortunado del mundo al seguirla amando, y lo mejor era que su amor al parecer seguía siendo mío al hacérmelo saber en cada gemido agudo y ronco que emanaba de su vibrante garganta que suplicaba por oxígeno en nombre de sus pulmones, pulmones que no sabía si eran los que explotarían o eran el par de tetas que le colgaban brincando sin un sentido lógico más que el del ritmo que yo le daba.
—Ven —ordené a ronca voz en su oído succionando ese pequeño punto de unión entre su cuello y su hombro.
Nos dirigimos a la sala acomodándome a sus pies, ella intentó descender, pero antes quise saborear el néctar que se deslizaba entre sus piernas manchando las mías, unos segundos fueron más que suficientes para desprender dos pequeños gritos, dos corrientes que la hicieron brincar al mordisquear suave su clítoris, entonces, la senté sobre mí para que ella hiciera conmigo lo que deseara, y vaya que lo recordaba. Las lecciones de Oz quedaron grabadas en ella al igual que los movimientos que tanto me enloquecían, recordaba bien cómo presionar la carne invasora que se incrustaba en ella, sabía cuánto me encantaba que marcase mi espalda con sus uñas mientras esa mirada felina brincaba sobre la mía igual que un puma a su presa.
Si bien reconozco he tenido muchas amantes que me han complacido en cientos de formas y una esposa que también supo darme gratos recuerdos en el lecho matrimonial, solo Bárbara conocía los misterios del erotismo para seducir cada fibra de este hombre, así como también sabía enfundar cada arma conmigo yendo entre mis manos a un mundo ajeno de todo lo que había a nuestro alrededor, sus grandes curvas fueron hechas en la medida perfecta para mis alargadas manos que se emocionaban por recorrerla, por estrujarla y complacerla a la par de su exquisito danzar africano sobre mí.
—Maldición, si sigues así ganarás la partida…
—Eso quiero —afirmó perversa incrementando el meneo de su cadera.
Con un impulso generado por su provocación, envolví su cintura con mi brazo acostándola en el suelo dispuesto a poseerla con mayor ímpetu, pero cuando estaba a punto de hacerlo, me vi obligado a detenerme en seco evidenciando el problema que me aquejó de repente.
—¡Isma! ¿Estás bien?
—Sí, tiré mal la pierna y un jodido calambre apareció en el peor momento.
—Eso te ganas por bajarme —bromeó haciéndonos reír, aunque el dolor era bastante molesto—. Traeré una crema que tengo, te ayudará a disminuirlo.
—Descuida, ahora pasará, igual no es grave o estaríamos en urgencias.
—Espero que no, no quisiera terminar… allá… —nos quedamos viendo con, quizás, un mismo pensamiento pecaminoso—. Estar en una de esas camillas no nos caería mal.
—No, y hoy Oz tiene turno nocturno así que…
—No, olvídalo, si vamos con él terminaremos como monos de feria.
—Eventualmente terminaremos así con él, sabes que a ese demente no se le escapa nada cuando se trata de sexo.
Me acomodé bocarriba y la atraje a mi pecho en lo que el calambre disminuía de a poco al hacer leves estiramientos que ella apoyó al masajear el muslo, sus caricias eran confortables y sus besos un bálsamo que me hacían olvidar todo dolor o incomodidad.
—Quién diría que terminaría firmando esa compra contigo.
—Te la mereces.
—No importa si lo merezco o no, es tu aparición lo que me sorprende, pero, Barb, no quiero que gastes tu dinero en mí y menos esa cantidad.
—No vas a devolvérmelo, tengo los recursos para adquirirla y me sentiría feliz si aceptas este obsequio.
—¿Crees que no tengo los recursos?
—Sé que sí o no lo habrías visto, pero igual acéptala —se acomodó mejor sobre mí colocando las manos entre mi pecho y su barbilla—, este lugar es increíble y ni qué decir de la vista.
—¿Volverás a Nueva York?
—Solo si tengo un lugar en dónde quedarme, en especial cuando quiera escapar de mi hermana —volteó con falso fastidio su mirada.
Esas dos son una historia completa, pero me alegra que Livi me hiciera dejar esas cosas en su hotel, así como también me alegra que Dior se escapara y fuese rescatado por Barb, de lo contrario no estaría inundado en esta indescriptible felicidad que solo ella me producía.
—¿Y qué hay de Oz?
—Tiene una mejor visitante que yo, en especial ahora que su chica ha vuelto —no tenía que nombrarla para saber de quién se trataba.
—Siendo el caso, entonces tendrás una copia de la llave.
—¿¡Cómo crees!? Sería demasiado atrevido de mi parte.
—Ya deja de hacerte la digna que no tenemos dieciocho años.
—No, pero tampoco me regalaré de buenas a primeras —el ego de los Clyde es una cosa seria, pero me encanta.
—Jamás te has regalado conmigo y lo sabes.
—Creo que eres tú el que no lo acepta —se inclinó besándome con dulzura, mis manos la envolvieron y en un suave meneo volví a quedar en su entrada disfrutando su calor en el exterior—. ¿Qué pasará ahora?
—Lo que quieras que pase, sabes que siempre fue así entre nosotros.
—Excepto por las dos veces que nos separamos.
—Y aun así aquí estamos —otro casto beso e hice a un lado un mechón de su cabello que se había ondulado en la punta por el sudor—. Disfrutemos los encuentros, piensa lo que quieres, tómate el tiempo para sanar la herida que te dejó Bonetti y sin importar lo que decidas después, las puertas de esta casa estarán abiertas para ti.
—¿Y… tu corazón?
—Es todo tuyo, siempre ha sido tuyo.