—Llévala al correo tú misma— dijo—, y así sabrás que he cumplido mi palabra. Marisa miró el gran sobre blanco, dirigido a la señorita Whitcham, al cuidado de Su Señoría, el Duque de Milverley, Castillo de Vox, Kent. —¿Me harás saberlo en cuanto recibas una respuesta?— preguntó—. ¿Vas a volver a Berrington?— preguntó la Condesa. —No tengo deseos de quedarme en Londres. Esperaré hasta oír noticias tuyas y entonces vendré a recoger los vestidos que me has prometido. Su tía se quedó sentada, mirándola con aire reflexivo. —¿Sabes, Marisa?— dijo—, si te preocuparas de ti misma, podrías tener un gran éxito. No es que sea yo cruel al negarme a ser tu dama de compañía. Es simple instinto de conservación. ¡Eres demasiado bonita! Y, aunque no tengas dote, estoy segura de que te sería fácil conse