CAPÍTULO I ~ 1890-2

2005 Words
Se detuvo y, con una mirada oblicua y extremadamente traviesa, añadió: —Desde luego, la alternativa sería que accedieras a ser mi dama de compañía, al menos por una temporada. ¡Podría entonces conocer a todos tus amigos elegantes! Pudo advertir la expresión de horror del rostro de su tía cuando añadió: —Estoy segura de que el tío George comprendería. Después de todo, tú y él se cambiarán pronto, supongo, a Berrington Park, así que yo no tendré ya un hogar. —¡No seré tu dama de compañía! No lo haré, diga lo que diga George— protestó Lady Berrington disgustada—, soy demasiado joven para ese papel, Marisa, y para sentarme con todas las viejas viudas en un palco. ¡Además, tú eres demasiado bonita, y lo sabes muy bien! —Me alegra parecerme tanto a mi madre— dijo Marisa—. Aparentemente, todos pensaban que ella era muy hermosa, aunque la señora Featherstone-Haugh, cuando fue nuestra huésped, solía decirme que mamá era ya una “mujer fatal”, desde el momento en que salió del salón de clases. —¡La señora Featherstone-Haugh!— exclamó Lady Berrington con un gesto de disgusto—, si hubo alguna vez una mujer chismosa y perversa, fue ella. Siempre me odió y siempre habló mal de todos. Si has estado tomando información de esa fuente sobre la sociedad, te puedo asegurar, Marisa, que estará muy malvadamente exagerada. —La señora Featherstone-Haugh era ciertamente divertida— dijo Marisa sonriendo—, solía reservarse los más escandalosos rumores para contárselos a papá, y desde luego, él la escuchaba. Creo que fue la única mujer, además de mamá, en la que él se interesó alguna vez, pero ella sabía que su dominio sobre él dependía en gran medida, de sus servicios como fuente de información. —Debes comprender, Marisa, que el odio que tu padre tenía hacia la sociedad, causado por la forma como lo trató tu madre, era anormal— repuso Lady Berrington—, pero, se supone que tú eres inteligente. Así que ahora que tu padre ha muerto, debes olvidar ese odio fanático con el que él vio al mundo durante tantos años. —Mamá se fugó cuando yo sólo tenía cinco años— dijo Marisa—, así es que, tuve mucho tiempo para que papá me inculcara sus ideas. Después de todo, tía Kitty, nadie se ha preocupado mucho por mí hasta la fecha. —Yo siempre pensé que eras feliz en Berrington Park— murmuró la Condesa incómoda. —Te convenía pensarlo así— dijo Marisa con suavidad, sin resentimiento. —Por favor, Marisa, renuncia a esta idea ridícula— suplicó Lady Berrington—. Te prometo que conseguiré que tu tío te asigne una mensualidad. Después de todo, si tu padre no hubiera muerto, sin duda habrías dispuesto de suficiente dinero para vivir con ciertas comodidades. Lady Berrington suspiró. —Aunque no disponemos de suficiente dinero para todas nuestras necesidades, George no sólo te dará la suma que precises para que puedas vestirte adecuadamente, sino que yo encontraré algún sitio agradable donde puedas vivir. Estoy segura de que tu prima Alice estaría encantada de tenerte con ella. Marisa se echó a reír. —Si imaginas, tía Kitty, que querría vivir en ese mausoleo en Brighton y pasarme el resto de mi vida sacando a pasear al perro de la prima Alice, te equivocas. No, ya decidí lo que voy a hacer, y si quieres que sea discreta y que, de ningún modo, perturbe el elegante y exclusivo círculo en que te mueves, entonces debes ayudarme. —¡Eso es chantaje, Marisa! —Algo a lo que la mayor parte de la gente recurre cuando requiere salirse con la suya— replicó Marisa. —¡Te digo que es imposible! ¿Te imaginas que la Duquesa de Richmond, la Duquesa de Portland, o Lady Brooke, contratarían a alguien con tu aspecto para cuidar a sus hijos? Para empezar, eres muy joven. —Diré que tengo veinticinco años, y si me estiro el cabello hacia atrás, puedo verme muy respetable. —Se detuvo un momento antes de añadir—, desde luego, puedo pintármelo. —¡No seas absurda!— exclamó Lady Berrington—. El cabello teñido siempre tiene un aspecto artificial y eso haría que te vieras más peculiar aún de lo que te ves ahora. Puedes amenazarme cuanto quieras, Marisa, pero te he dicho que no hay nadie, nadie… Se detuvo de pronto. —Tengo una idea— dijo—, pero, no… ¡es imposible! —¿Por qué es imposible? —Porque no eres la persona adecuada para ser la institutriz de ninguna criatura, ni siquiera de la hija de Valerius, quien creo que está medio loca. —¡Valerius!— contestó Marisa con voz extraña—. ¿Te refieres al Duque de Milverley? —Sí, por supuesto. Fuimos invitados al Castillo de Vox hace dos semanas y alguien me dijo, no recuerdo quién, que la niña es incontrolable. Sólo tiene nueve o diez años y ha tenido docenas de institutrices. Ninguna de ellas dura mucho. —¿Qué le pasó a la Duquesa?— preguntó Marisa. —Murió— contestó la Condesa—, era una extraña criatura neurótica y falleció al nacer la niña. No existía la menor probabilidad de que Valerius y ella se hubieran entendido jamás. —Entonces, ¿por qué se casaron? —¡Oh! Es una larga historia. El Duque se enamoró, al convertirse en hombre, de la hermosa y dictatorial Condesa de Grey. Obviamente, él no podía casarse con ella, porque era casada, y se murmuró que fue muy cruel con él, ya que estaba enamorada de un hombre mayor que el Duque, que era muy joven entonces. —Desde luego, de un hombre que no era su marido— dijo Marisa con sarcasmo. —¡Por supuesto que no! Tengo entendido que, por despecho, el Duque cayó en una trampa que le tendieron y que lo obligó a proponerle matrimonio a la hija del Marqués de Dorset, una criatura histérica que lo detestaba tanto, como él a ella. Bajó la voz. —Todos oímos hablar de sus riñas y peleas. Ella solía levantarse de la mesa a la mitad de una cena y marcharse furiosa porque él había dicho algo que no le gustaba. De cualquier modo, cuando murió, fue un gran alivio para todos, pero parece que la niña es igual a ella. —Pero, tú que has estado en Vox, ¿no la has visto?— preguntó Marisa. —Valerius nunca la mencionó en mi presencia— contestó la Condesa—, y yo te aseguro, Marisa, que tengo cosas más interesantes que hacer que entrar en la sección de niños de una casa ajena. Ya tengo bastantes problemas con mis propios hijos. —¿Y si tú me recomendaras al Duque, diciendo-le que yo podría ser la institutriz adecuada para su hija? —Por supuesto que no le escribiría a él— dijo Lady Berrington con brusquedad—. Todos los arreglos de su casa se hacen con una tal señorita Whitcham, que es su secretaria y ha estado en Vox desde hace mucho tiempo. Trabajó por años con la madre del Duque. —Entonces, escríbele a ella. Después de todo, no tienes nada que perder. Si ellos han tenido tantos problemas con las institutrices, probablemente les gustará tener a una persona sensata, para variar. —¡Sensata tú!— exclamó Lady Berrington—. ¡Si te juzgas sensata, Marisa, debes ser ciega, sorda y tonta! Pero, si logro que te acepten, te darás cuenta de lo terrible que es lidiar con los hijos de otra persona. —¿De verdad escribirás y me recomendarás?— preguntó Marisa. —Escribiré, ¡y te servirá de mucho!— contestó Lady Berrington con voz desagradable. —Entonces, hazlo ahora. Temo que cambies de opinión en cuanto me haya ido. —Marisa, eres la chica más exasperante que he conocido en mi vida. Todo lo que puedo pedir, es que el libro que estás escribiendo revele un poco más de paciencia y comprensión que las que en realidad posees. La Condesa se detuvo y miró pensativamente a su sobrina. —¿Por qué te muestras tan hostil con el mundo social?— preguntó—, puedo comprender la actitud de tu padre. Después de todo, a ningún hombre le gusta aparecer como un tonto, porque su esposa ha decidido que otro hombre es más atractivo que él. Pero tú nunca has tenido oportunidad de que te destrocen el corazón. Entonces, ¿qué es lo que te hace tener esa actitud ante la vida? —No creo que lo comprenderías si te lo dijera— contestó Marisa evasivamente—, escribe esa carta, tía Kitty, por favor, y entonces desapareceré. No quiero que tío George me encuentre aquí y comience a hacerme preguntas acerca de lo que voy a hacer con mi vida. Sonrió. —Te sugiero que le digas que me he ido a pasar una temporada con unos amigos al norte de Inglaterra, si se tomara la molestia de preguntar… cosa que pongo en duda. —Tu tío George siempre te ha querido mucho— dijo Lady Berrington con absoluta falta de convicción. Se sentó ante el escritorio. —¿Qué cualidades diré que posees?— preguntó—, supongo que tienes algunas. —Hablo francés e italiano. Además, leo latín y toco el piano. —No creo que una criatura de nueve años necesite saber más que eso. Siempre he dicho que es un error educar a las niñas— dijo Lady Berrington con brusquedad—. Puedo asegurarte que las mías aprenderán tan poco como sea posible. Si hay algo que un hombre evita a cualquier precio es a una mujer lista. —Como yo deseo que los hombres me eviten, me parece muy bien— dijo Marisa. Su tía la miró, de pie junto a la ventana. La luz del sol brillaba sobre su hermoso cabello rojo, bajo un sombrero n***o poco elegante. Sus ojos se veían enormes en su rostro pálido. Pero su vestido era de sarga corriente y muy mal hecho. Fue tal vez un cierto remordimiento lo que hizo a Lady Berrington decir: —Necesitarás ropa si vas a Vox. Aunque sólo vayas a ser la institutriz, tendrás que acompañar a la niña cuando baje al comedor. De cualquier modo, te aconsejo que no sigas usando ropa negra. —Pensé que sería muy apropiado, aunque papá siempre decía que el luto era una costumbre pagana que debía desecharse. —Con tu cabello y con tu piel, el n***o resulta demasiado sensacional— dijo Lady Berrington—, yo tendré que usarlo, desde luego, cuando menos unos nueve meses… George insistirá en eso. Pero nada puede ser más molesto para mí, ya que acabo de comprar varios vestidos muy atractivos, que habrán pasado de moda cuando pueda usarlos. Así que será mejor que te los regale, Marisa. Somos más o menos de la misma talla. El rostro de Marisa se iluminó con una sonrisa. —¿Lo dices en serio, tía Kitty? ¡Te lo voy a agradecer muchísimo! Aparte de que no tengo dinero para gastar en ropa, detesto permanecer horas de pie, mientras me prueban los vestidos y los prenden con alfileres. —Tu problema, Marisa— dijo su tía—, es que no tienes atributos femeninos. A las mujeres les gusta la ropa, les gusta ir a bailes y a fiestas, anhelan casarse y no piensan en escribir libros. —¿Puede un leopardo cambiar sus manchas?— preguntó Marisa riendo—, mi carácter ya está formado tía Kitty, y si mi padre me educó así, los parientes no tienen nada que ver en el asunto. ¿Sabes que cuando mi papá murió, el mes pasado, hacía más de dos años que ninguno de sus familiares se había comunicado con él? —¿Y de quién era la culpa? Le escribíamos a tu padre, pero, o no nos contestaba, o lo hacía en forma muy poco amable. —De cualquier modo, creo que él, con frecuencia, se sentía muy solo. Hubiera querido ver a su hermano y le habría gustado que alguien lo tomara en cuenta, aparte de mí. —Ya es demasiado tarde— dijo Lady Berrington con ligereza—. Aquí está la carta, Marisa, y Dios nos proteja si me fallas. —No lo haré, te lo prometo— dijo Marisa—. Y, a propósito, creo que seré una buena institutriz. Hasta es posible que logre meter algunos conocimientos en la cabecita de esa pobre niña a quien nadie parece querer. —¡Yo no dije tal cosa!— exclamó Lady Berrington—, sólo quise señalar que el Duque nunca la menciona. Es posible, desde luego, que quiera mucho a la criatura. Es difícil saberlo. Siempre está con el Príncipe y debo decir que Su Alteza Real quiere mucho a los niños. Como sabes, Emily es su ahijada. Lady Berrington tomó una fotografía del piano, y se la mostró a Marisa. —Esta es una foto de Emily— dijo—, fíjate qué linda se está poniendo. Marisa contempló la fotografía estereotipada de una niña que miraba a la cámara, obviamente vestida de gala. Se preguntó si era imaginación suya encontrarle cierto parecido con el heredero del trono. Tenía los ojos ligeramente saltones y una boca de labios gruesos. Recordaba que, cinco años antes, su padre había dicho algunas cosas despreciativas sobre las atenciones del Príncipe de Gales hacia su atractiva cuñada. Era extraordinario cómo su padre, que vivía tranquilamente en Berrington Park, parecía saber siempre lo que estaba sucediendo en el alegre círculo que rodeaba al Príncipe y a su encantadora esposa danesa. Lady Berrington selló la carta, le puso las estampillas necesarias y se la entregó a Marisa.
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