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Lección de Amor

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Lady Marisa Berrington había decidido escribir un libro, divertido y escandaloso, que pusiera en su lugar a la decadente sociedad eduardiana. ¿Y qué mejor lugar para reunir información que el Castillo de Vox, que el hogar del Duque de Milverley, atractivo viudo famoso por sus amoríos? Con tal propósito, obtuvo el puesto de institutriz, usando un nombre ficticio, pero su intención de no enamorarse jamás, se vino a tierra, cuando conoció al noble caballero, por quien también se sintió cautivado por Marisa. Un día, el Duque descubrió el manuscrito, y se llenó de furia, ordenando que se marchara de su casa. Marisa comprendió entonces, que había perdido a su único y verdadero gran amor

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CAPÍTULO I ~ 1890-1
CAPÍTULO I ~ 1890—No quiero ser grosera— dijo la flamante Condesa de Berrington—, pero me parece que, como sólo tengo treinta y cinco años, no sería apropiado que yo le sirviera de dama de compañía a una jovencita. Miró a su sobrina política en forma casi desafiante, pero ambas sabían que Lady Berrington cumpliría muy pronto los cuarenta. —No tienes por qué preocuparte, tía Kitty— contestó Marisa—. No tengo la menor intención de lanzarme al mundo social. Lo intenté una vez y te aseguro que fue la experiencia más desagradable de toda mi vida. —¡Tonterías!— exclamó Lady Berrington—, debes haber disfrutado de tu primera temporada en Londres. —¡Detesté cada minuto de ella!— contestó Marisa casi con pasión—, la prima Octavia, es cierto, hizo lo mejor que pudo por mí. Me llevó a baile tras baile, a Hurlingham, a Henley y a Ranelagh. Me senté en el palco real en Ascot y fui presentada a la Reina en el Palacio de Buckingham. Se detuvo y sus ojos brillaron intensamente. —Su Majestad me miró por encima de la nariz y mi reverencia fue tan torpe que estuve a punto de rodar a sus pies. —Tenías sólo diecisiete años entonces— dijo Lady Berrington—. Ahora sí disfrutarías de Londres. La única dificultad es encontrarte una dama de compañía. —Ya te he dicho— protestó Marisa—, que no tengo el menor deseo de venir a Londres. Pero necesito tu ayuda, tía Kitty. —¿Mi ayuda?— preguntó Lady Berrington con asombro y elevó las cejas. Aquel era, como bien sabía, uno de sus amaneramientos más atractivos, que admiraban los apuestos jóvenes que frecuentaban su casa. Estos eran admitidos en su hogar sin que su bonachón marido hiciera la menor protesta. —Necesito tu ayuda, tía Kitty— explicó Marisa—, porque intento convertirme en institutriz. —¿Institutriz? —La Condesa de Berrington no se habría sentido más asombrada si una bomba hubiera explotado en la habitación. —Pero, ¿por qué? ¿Cuál es el motivo? Sorprendida, observó que su sobrina miraba por encima del hombro para asegurarse de que nadie la escuchaba. —Si te confío un secreto, tía Kitty, ¿me juras no decírselo al tío George, ni a nadie? —Sí, desde luego— contestó Lady Berrington—, pero no puedo imaginarme cuál puede ser ese secreto. —Estoy escribiendo un libro— dijo Marisa. —¿Un libro?— de nuevo las lindas cejas oscuras se elevaron asombradas—. ¿Quieres decir, una novela? —No, claro que no— contestó Marisa con firmeza—, estoy escribiendo sobre los escándalos de la sociedad. —¡Marisa, debes estar bromeando! Y es una broma de muy mal gusto, por cierto. —No, hablo en serio. El señor Charles Bradlought, antes de convertirse en m*****o del Parlamento, preparó un panfleto titulado “Acusación contra la Casa de Brunswick”. A papá le divirtió mucho, pero me pareció que estaba escrito en una forma demasiado pomposa para causar verdadera impresión. —¿Qué quieres decir con eso?— preguntó Lady Berrington. —Quiero decir, que yo voy a escribir un libro divertido, escandaloso, lleno de chismes, que todos leerán y que mostrará a la alta sociedad tal como es. —¿Y cómo es la alta sociedad?— preguntó Lady Berrington divertida. —En mi opinión, es un invernadero donde se cultivan la inmoralidad, la extravagancia y la irresponsabilidad. La Condesa echó hacia atrás la cabeza, riendo, pero, al mismo tiempo, sus ojos se llenaron de inquietud. —Debes estar jugando una broma, Marisa. No puedo pensar, ni por un momento que seas capaz de hacer algo tan escandaloso, tan bien calculado para alterar a tu tío George y a mí. Me incomoda hasta el oírte hablar de esa manera… no digamos que llegaras a escribir ese libro. —Hablo muy en serio, pero te prometo, tía Kitty, que ni tú ni tío George se verán involucrados. Naturalmente, escribiré el libro con un nombre ficticio. —Eso ya es algo, desde luego— dijo la Condesa—, pero de todos modos, la idea es completamente ridícula. ¿Qué sabes tú sobre la sociedad? —Si estás interesada, te lo diré— contestó Marisa—. Cuando estaba revisando los papeles de la familia, descubrí los diarios de la tía abuela Augusta. —¿Quién era ella?— preguntó Lady Berrington, arrugando su blanca frente. —Vivió hace cien años, cuando el Príncipe de Gales, quien fue después el Rey Jorge IV, provocaba un escándalo tras otro, cuando se consideraba elegante ser excéntrico y las extravagancias de los jóvenes aristócratas que frecuentaban la Casa Carlton contrastaban con la degradante miseria que se veía en las calles de Londres. —¿Y qué tenía que ver tu tía abuela Augusta con todo eso? —Escribió un diario muy gráfico y muy divertido sobre lo que ocurría entonces en los círculos sociales y tengo la intención de usarlo para revelar la conducta, no sólo de los personajes reales, sino de la sociedad en que se desenvolvían, hasta nuestros días. —No sabes nada de lo que sucede ahora— dijo Kitty Berrington con voz aguda. —Te sorprendería saber lo que se aprende con sólo leer las páginas del Times— contestó Marisa—. Mira lo que estaba sucediendo en 1860. ¿Qué me dices del sobrino y heredero del Conde de Wicklow que murió en un burdel y cuya esposa trató de hacer pasar un hijo adoptivo como su sucesor legítimo? Y papá conoció a Lord Willoughby d’Erresby, Gran Chambelán hereditario adjunto de Inglaterra, que estafó miles de libras a su amante francesa… ¡y después se fugó con su doncella! —¡No lo creo!— replicó la Condesa con voz ahogada. —Te aseguro que es cierto— contestó Marisa—, y Lord Euston, hijo y heredero del Duque Grafton, hizo un matrimonio desastroso con una mujer muy vulgar y pensó que se había librado de ella cuando descubrió que era bígama, sólo para enterarse después de que estaba legalmente casado, porque el primer marido de ella también había sido bígamo. —¡No me imagino de dónde sacas tales historias!— exclamó Lady Berrington—. Y, de cualquier modo, todo eso pertenece al pasado. —¿De veras? ¿Qué me dices del enamoramiento del Príncipe de Gales por la señora Lily Langtry? ¿Y las cartas que el Príncipe le escribió a Lady Aylesford y que Lord Randolph Churchill amenazó con publicar? ¿Y el escándalo de Tranby Croft, este año, en que Su Alteza Real estuvo a punto de ser llamado al banquillo de los testigos? ¡Y debes haber leído lo que los periódicos publican sobre los amigos del Príncipe, que juegan baccarat! —¿Quieres callarte?— empezó a decir Lady Berrington. —Y nadie debe conocer mejor que tú, tía Kitty— continuó Marisa implacable—, las habladurías que corren acerca de la pasión de Su Alteza Real por la fascinante Lady Brooke. —¡No voy a escuchar nada más!— gritó Lady Berrington furiosa—. ¿Te das cuenta, Marisa, de que si se supiera una sola palabra de esta conversación en la Casa Marlborough, quedaríamos arruinados para siempre? Bajó el tono de voz al continuar diciendo: —No se nos volvería a invitar a ninguna de las casas que visitamos ahora, y el Príncipe se negaría a que nos incluyeran en ninguna cena donde él estuviera presente. ¡Con toda seguridad, te detendrían por difamación, y nosotros veríamos nuestro nombre vulgarmente enlodado por los periódicos! —Te aseguro, tía Kitty, que mi libro será demasiado astuto para que suceda algo así. Usaré puntos suspensivos para evitar mencionar nombres completos, pero todos sabrán a quién me estoy refiriendo en cada caso. Y es muy poco probable que nadie venga a discutir mis declaraciones, cuando la mayor parte han sido ventiladas en público. —¿Estás loca?— exclamó Lady Berrington—. ¡Yo me lavo las manos en este asunto! Todo se debe a la influencia que ejerció tu padre sobre ti. George ha dicho muchas veces que si su hermano no hubiera sido Conde, probablemente habría sido un revolucionario o un anarquista. Marisa se echó a reír francamente divertida. —Nosotros nos llamamos radicales. Pero mi querido papá era un hombre de ideas revolucionarias y odiaba a la alta sociedad. —Por muy buenas razones— dijo Lady Berrington, con cierto desdén. —Si te refieres a mamá— dijo Marisa—, por supuesto que papá estaba celoso y se alteró mucho cuando ella huyó con Lord Geltsdale. Pero, después de todo, como mi padre se negó a divorciarse de ella, no fue el tipo de escándalo que tú temes, con grandes encabezados en la prensa. —Pero todos lo supieron, ¡desde luego que lo supieron! ¡George se sintió profundamente humillado al escuchar lo que dijeron al respecto en los clubs que frecuentaba! Tu madre causó un terrible escándalo familiar, Marisa, y parece que tú tratas de hacer algo semejante. —Al menos puedo asegurarte algo— contestó Marisa—. Yo jamás me fugaré con nadie y, como no intento casarme jamás, no necesitas temer que te avergüence al presentarme en el tribunal de divorcios. —¿Qué quieres decir con eso de que no intentas casarte?— preguntó Lady Berrington molesta—. ¡Si es lo mejor que te podría suceder! Cásate, Marisa, con el primer hombre que te lo pida, y olvídate de esas tonterías de escribir libros que nos destruirán a todos. —Quieres decir, que destruiría tu vida social— dijo Marisa con frialdad—. En fin, si me ayudas, tía Kitty, te prometo que tendré el mayor cuidado para no hacer nada que pudiera perjudicarlos, a ti o al tío George, —¿Qué quieres que haga?— preguntó Lady Berrington con visible temor. —Que me consigas un puesto de institutriz en alguna casa realmente importante. Quiero ver por mí misma cómo actúan sus dueños. Necesito estar completamente segura de que las historias que me han contado son ciertas y de que papá no exageraba. Sabes bien cómo se oponía a la nobleza, representada, desde luego, por Lord Geltsdale. —Tu padre era un fanático en ese aspecto— repuso Lady Berrington visiblemente molesta. —Papá solía decir que Guy Fawkes había cometido un grave error. No debió haber tratado de hacer volar la Casa de los Comunes, sino de demoler la Casa de los Lores. —Por favor, Marisa, renuncia a esa ridícula idea— suplicó la Condesa, esforzándose por mostrarse conciliatoria—, tira todos los diarios de la tía abuela Augusta y lleva una vida normal, como cualquier chica de tu edad. Después de todo, sólo tienes veintiún años y todos tenemos ideas locas cuando somos jóvenes. —¡Pero a mí me gusta escribir!— insistió Marisa—. Lo siento, tía Kitty, si eso te altera. Tal vez hubiera sido mejor no decírtelo, pero realmente necesito tu ayuda si quiero conseguir un puesto en una casa importante, como me propongo. —¡Ayudarte!— exclamó Lady Berrington con voz ahogada—. Siento que voy a desmayarme de horror. En cuanto a conseguirte un puesto en la casa de un amigo, ¿no comprendes que se darán cuenta de quién está escribiendo sobre ellos? —¿Por qué habrían de hacerlo? No estoy loca para tomar un puesto de Institutriz con mi propio nombre. He decidido adoptar el apellido Mitton. —¿Por qué Mitton? —Creo que Marisa Mitton suena severamente modesto, muy propio de una institutriz. Después de todo, difícilmente podría esperar que alguien me empleara si digo que soy Lady Marisa Berrington-Crecy. Lo considerarían embarazoso. —Considerarían siempre embarazoso emplearte, en cualquier circunstancia— dijo Lady Berrington disgustada. Se levantó de su silla al decir esto y caminó a través del salón, que estaba decorado con elegantes mesitas llenas de figuritas de porcelana y una gran variedad de objetos en exhibición, con el piano, sobre el que podían admirarse numerosas fotografías en marcos de plata, y con las cortinas de brocado de seda. Lady Berrington, se veía muy bonita en su vestido de seda negra, con bandas de crepé que bordeaban la amplia falda. Llevaba el cabello rubio elegantemente peinado en el estilo impuesto por la Princesa Alejandra, bajo un pequeño sombrero del que se desprendía un pesado velo también n***o. La Condesa acababa de llegar de un paseo en coche cuando le anunciaron la visita de su sobrina y ahora, muy agitada, se quitó los largos guantes negros de cabritilla y se retorció febril las manos mientras decía: —Simplemente no puedo creer lo que me dices, Marisa. Lo que me pides es imposible. Además, mi querida niña, ¿quién te emplearía a ti como institutriz? ¿Te has visto en un espejo? Al decir esto, se volvió a mirar fijamente a su sobrina, contemplando su cabello, de un tono rojo veneciano con reflejos dorados, que enmarcaba una pequeña cara puntiaguda y una piel increíblemente blanca. Observó también, con mal disimulado disgusto, los grandes ojos verdes de Marisa, bordeados por largas pestañas oscuras, y su boca provocativamente roja, que no conocía de ningún artificio. —Eres la viva imagen de tu madre— dijo con desagrado—. Desde luego, yo era sólo una niña cuando la conocí, pero recuerdo que su cabello era como el tuyo y su cara, te lo aseguro, habría desalentado a cualquier dama con sentido común de contratarla como Institutriz. —¡Pero yo tengo que ser Institutriz!— insistió Marisa—. ¿No te das cuenta, tía Kitty, de que sólo existen dos carreras para una dama? O trabaja de institutriz, o como dama de compañía. Esto último no me conviene, pues me quedaría encerrada con alguna anciana en algún remoto lugar de la campiña y no me enteraría de nada.

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