Había pasado una hora de aquel accidente, y las luces del hospital brillaban intensamente con el aire cargado de incertidumbre. Jennifer yacía inconsciente en una habitación fría y esterilizada, rodeada de monitores que emitían pitidos constantes y a su vez, vías intravenosas. Su rostro, pálido y delicado, mostraba los estragos de su agonía y la herida en su frente era un recordatorio doloroso del trágico accidente. A su lado, un equipo médico luchaba por mantenerla estable, sin tener idea de quién era ni cómo contactar a sus seres queridos.
El doctor de guardia, con sus cejas fruncidas y su mirada preocupada, se acercó a la enfermera de turno y le dijo lo siguiente:
―¿Alguna señal de los familiares de esta mujer? ―preguntó el doctor, con su voz cargada de ansiedad.
La enfermera negó con la cabeza, y su expresión reflejaba la misma preocupación que el personal médico y con su voz llena de compasión respondió:
―Nada, doctor. No hay ninguna identificación de ella. Estaba sin nada y no tenía zapatos. Aunque por su ropa se ve que es de clase alta, pero nadie ha preguntado por ella, esperemos a ver si en el transcurso del día alguien pregunta por ella.
En ese momento, el doctor suspiró, recorriendo la habitación con la mirada mientras agarraba su estetoscopio con fuerza.
―Tenemos que encontrar a sus familiares lo antes posible y más decirle que sufrió un aborto, por suerte el accidente no fue fatal y solo se fracturó un brazo con varias magulladuras. Haré algunas llamadas y quizás podamos obtener más información a través de las autoridades locales o el registro de accidentes.
Como acto seguido, tanto el medico como la enfermera caminaron hacia el pasillo del hospital y se vio cuando un hombre de estatura baja y cuerpo rechoncho preguntaba por una mujer a la de la recepción.
―Disculpe, quiero saber acerca de una señora de cabello rojo que tuvo un accidente en horas del mediodía…¿Se encuentra bien?
Era innegable que aquel hombre de baja estatura no podía ser otro que Hermes, el leal asistente de Stavros, quien había llegado al hospital siguiendo las órdenes de su jefe. La presencia de Hermes despertó la curiosidad y sorpresa tanto en el médico como en la enfermera, quienes ansiaban descubrir qué relación existía entre aquel hombre y la mujer inconsciente en la habitación. Fue entonces cuando el médico que la atendía se acercó a él y se atrevió a preguntar:
―Disculpe, ¿es usted un familiar? Porque si no lo es, no podemos brindarle información alguna sobre ella.
Hermes, siempre usando sus gafas oscuras, bajó la mirada por un instante, reflexionando en silencio:
«Vaya, ¿qué debería hacer ahora? Ummm, creo que tendré que mentir...»
Consciente de que, como fiel sirviente de Stavros, tenía la responsabilidad de transmitir al jefe las novedades sobre aquella mujer como parte de su encargo, Hermes decidió, con aparente calma, recurrir a la mentira.
―¡Oh, bueno... soy un amigo de ella! Me encantaría saber cómo está su salud para... informar a sus familiares. ¿Podría decirme si ella vivirá?
Al observar el interés de aquel hombre por Jennifer, al médico no le quedó más opción que compartirle lo que sabía.
―Bien, la señora se encuentra bajo observación, pero sigue viva. Estamos haciendo todo lo posible para mantenerla estable, señor ya que… sufrió un aborto.
Hermes abrió su boca sorprendido y le respondió:
―¿Un aborto?
―Si… la mujer estaba embarazada. Pero bueno gracias por venir ya que hasta ahora... nadie de su familia se ha contactado con nosotros. ¿Sabe usted su nombre?
Hermes, un hábil manipulador de situaciones, le respondió con calma:
―Por supuesto, sí lo sé ―tomó su teléfono celular―. Pero antes… déjeme avisarles a sus familiares que vengan... a verla y avisar lo del aborto… ―se alejó con algo de prisa―. Con su permiso, jeje.
Así que, sin perder tiempo, Hermes se dirigió a un rincón apartado y comenzó a llamar a Stavros.
―Bueno, es hora de informarle al jefe.
En otro rincón de la ciudad...
El apuesto y ardiente moreno se encontraba sentado en el borde de la cama, con el pecho descubierto y mostrando su torso escultural. Sus intensos ojos azules penetraban en la figura de la prostituta, quien se despojaba lentamente de su ropa, consciente de que este era un día crucial para demostrar si merecía su compañía carnal durante todo el mes. El ambiente en la habitación era intenso, cargado de mucho deseo.
De repente, la mujer se acercó a él, rozó sus grandes pechos sobre el rostro del moreno y luego se sentó en sus piernas. Seguidamente, se acercó despacio para darle un beso en los labios, pero en un movimiento brusco, Stavros la detuvo con una mano antes de que sus labios se encontraran, empujándola haciendo que la mujer cayera al suelo de inmediato.
―¡Ah!―exclamó la mujer, sintiendo el impacto. Por suerte cayó en un gran cojín que estaba en el suelo.
Stavros la miró con furia y dejó escapar sus palabras con un tono muy despectivo:
―¿Acaso no comprendiste que los besos en la boca están estrictamente prohibidos? ¿O acaso no leíste mis reglas? ¡No quiero besos!
La mujer, con temor evidente en su expresión facial, tragó saliva y, desde su posición en el suelo, respondió con voz temblorosa:
―Lo... lo siento, no volverá a pasar, señor.
―Levántate y toma esa cuerda allí, ¡date prisa!
Sin embargo, ese momento fue interrumpido por el sonido vibrante del celular de Stavros, que estaba apoyado a un lado de la cama. Miró la pantalla y vio que era Hermes quien estaba llamando en ese preciso instante. Si lo llamaba era que la situación era crucial. Stavros tomó el teléfono y contestó con voz seria:
Llamada telefónica:
―¿Qué sucede? ¿La mujer ha fallecido?
―No, señor. Aún está viva. Estoy en el Hospital Mount Sinai, pero se encuentra inconsciente y bajo observación, según lo que me informó el médico. Sin embargo, hubo un pequeño inconveniente...
Stavros frunció más el ceño y respondió mirando como la prostituta le entregaba la cuerda.
―¿Y cuál?
―Bueno... sufrió un aborto, señor. Perdió a su bebé. Aún no han aparecido sus familiares. Me hice pasar por un amigo para obtener información sobre ella, pero hasta ahora nadie ha venido a visitarla.
―Mmmm, ¿Un aborto?―alzó una de sus cejas.
―Si señor.
―Mmmm, bueno... entonces… tenemos que cubrir los gastos ocasionados por ese idiota del chofer, Giro. Paga por su estadía en el hospital. Depende el monto… Giro lo va a pagar luego.
―Entendido, señor.
Minutos más tarde...
Llamada telefónica.
―Espero que esto sea importante. Si no lo es... ―comentó Stavros desde el otro lado aún desnudo con tono amenazante.
Hermes, visiblemente temeroso, respondió con su voz ligeramente temblorosa:
―¡Por supuesto, señor, disculpe las molestias. Sé que está con April, la chica de este mes, pero... el hospital solo acepta efectivo y yo solo tengo tarjetas de crédito. Les dije que era una locura, pero así son las políticas del hospital. ¿Será posible que pueda enviar quince mil dólares de la caja fuerte con alguno de los chicos?!
Stavros, desde el otro lado se quejó mientras respondía:
―Ah...está bien. Enviaré el dinero.
Pasaron unos cuarenta minutos más…
Los ojos de Hermes se abrieron de par en par cuando vio a su jefe entrar en el hospital vestido de negr0 con una elegante bolsa de terciopelo negr0. Todos los presentes, tanto el personal médico como los pacientes, no pudieron evitar prestar atención a aquel hombre alto y de tez bronceada que siempre imponía su presencia. Hermes corrió hacia él y le preguntó agitado:
―¡Jefe, ¿qué hace aquí? Se supone que debería estar con... la mujer!
Stavros, de manera seca, respondió:
―Vine a traer el dinero. Tus interrupciones me quitaron las ganas obviamente.
Hermes tragó saliva y se disculpó rápidamente:
―¡Oh, perdón jefe, no fue mi intención. Usted me dijo que lo llamara si algo importante sucedía... Iré a cancelar!
Hermes intentó quitarle lentamente la bolsa de dinero de las manos, pero Stavros lo detuvo y, con ceño fruncido, dijo:
―Déjame ver a esa mujer primero. ¿Dónde está?
―¿Quiere verla? ―Hermes preguntó sorprendido.
Stavros con su cara seria le respondió:
―Pues, ya estoy aquí. Me mata la curiosidad.
―¡Bueno, entonces... sígame, señor!
Los dos se dirigieron a paso lento y cauteloso hacia la fría habitación de hospital, cuando de repente, la puerta de madera se abrió de par en par y de ahí salía Jennifer, tambaleándose, con su mirada perdida y desorientada. Aún bajo los efectos de la sedación, se había arrancado las vías intravenosas y salía de su habitación. Un recuerdo angustiante de la traición vivida entre su hermana y su esposo en las primeras horas de aquel fatídico día se apoderaba de su mente.
En ese preciso instante, Jennifer chocó violentamente con Stavros, quien, sorprendido por la repentina aparición, la sujetó con rapidez para evitar una caída desafortunada. Sin poder ocultar su asombro ante este inesperado encuentro, Stavros mantuvo una expresión incertidumbre en su rostro.
―¿Es esta la mujer?―preguntó desconcertado sosteniendo a Jennifer.
―¡Si señor es ella!
Sin embargo, el peor de los escenarios estaba por desplegarse ante ellos. Aún mareada y desconcertada, Jennifer dirigió su mirada hacia Stavros con una mezcla de ira y desesperación en sus ojos y sin titubear, le propinó una sonora bofetada que resonó en toda la sala.
―¡Malditos hombres! ―exclamó Jennifer con voz entrecortada, dejando en el aire su profundo resentimiento hacia el género masculino el día de hoy.
Mientras tanto, Hermes, observaba en silencio toda la escena desplegarse ante sus ojos, sus manos instintivamente se fueron hacia su propia cabeza en señal de temor.
«¡Ay dios, le pegó al jefe!»―pensó Hermes ahora con su boca cubierta por sus manos en una vana tentativa de contener su angustia.
Desafortunadamente para Stavros, aquellos que osaban agredirlo de cualquier forma terminan pagando un alto precio. Sin embargo, Jennifer, aún aturdida, continuó sus acusaciones, elevando su dolor y decepción con palabras cargadas de desesperación.
―¡Idiota! ―le espetó con voz temblorosa― ¿Cómo pudiste traicionarme con mi propia hermana?
Stavros, aun sosteniéndola firmemente, frunció el ceño en un gesto de incomodidad. Pero el destino aún les tenía reservada una última cruel sorpresa.
La repentina sensación de náuseas se apoderó del cuerpo de Jennifer, y sin previo aviso, vomitó sobre el impecable traje oscuro de Stavros, manchándolo por completo en un nauseabundo espectáculo. Hermes, presenciando sin poder hacer nada aquel desafortunado desenlace, se agarró desesperadamente de sus propios cabellos, incapaz de soportar el horror del momento.
―¡Oh mier...!―exclamó Hermes horrorizado.
Stavros en ese momento abrió su boca impactado por todo lo que sucedía sujetando aún a Jennifer.
Nota de la autora Lily Andrews.
Ay no, que horror Jennifer cacheteó a Stavros y encima le vomitó ¿Que pasará? pues deber ir al otro capitulo :O