Capítulo 5: Cuando quieras, dónde quieras.

1941 Words
Franco Rossi, inmóvil como una estatua, yacía frente al enorme ventanal de su oficina, contemplaba la ciudad, permanecía con la mano izquierda en el bolsillo de su fino pantalón y en la otra sostenía una copa de brandy. Su mente se hallaba inmersa en descubrir si la mujer que estaba en la suite decía la verdad. «¿Estaré haciendo lo correcto?», se cuestionó, dubitativo, soltó un bufido, él era un hombre que siempre conseguía lo que quería, y en el tema de mujeres no era la excepción; sin embargo, jamás imaginó que Sarah, su novia de siempre, lo rechazara. La mirada se le oscureció por completo. —Me las vas a pagar Sarah —gruñó bebiendo otro sorbo de licor—, vendrás a mi arrepentida. —Enseguida pensó en Susan, la muchacha era joven y muy hermosa, así que sabía que apenas su ex se enteraría de su nuevo amorío, volvería a la pelea, y él la iba a humillar de la misma forma que ella lo hizo al rechazarlo, y luego cuando la tuviera suplicando, volvería a su lado, y dejaría en paz a Susan. Al menos esos eran los planes que tenía en mente. De pronto la puerta del despacho se abrió, enseguida un hombre de su misma edad, de impecable apariencia, de cabello rubio, y ojos azules, sosteniendo en sus manos un maletín de cuero, entró a la oficina. —Franco, buenas tardes —saludó con cortesía, lo trataba por el nombre, pues se conocían hacía algún tiempo—, me tomé el atrevimiento de entrar, no vi a Margaret afuera. —Hola Mike, tranquilo, mi asistente está cumpliendo una misión —informó, lo invitó a sentarse, haciendo un gesto con su mano. —¿Qué noticias tienes de George Miller? —La chica no te mintió, en efecto el papá está preso acusado de fraude —informó y se acomodó en una de las sillas—, el hombre jura ser inocente, el problema es que varios documentos que firmó tienen estampado su nombre. Franco rascó su barbilla, pensativo. —¿Crees que miente? Mike se aclaró la garganta. —Un hombre acusado de fraude tendría muchas propiedades a nombre de otras personas, y dinero en el exterior, pero él no. Tiene inversiones en el extranjero, en proyectos inmobiliarios, siempre se ha manejado con decencia, parece ser un hombre correcto. Franco recordó las palabras de Susan. «¡Tayler le puso una trampa a mi papá!» —¿Crees que le hayan puesto una trampa? —Es posible, su mano derecha es un hombre que vivió años con él en su propia casa, lo crio como hijo, y es quién lo ha denunciado, se llama Tayler Jones —indicó. Franco asintió, recargó su cabeza en su reclinable sillón. —Investiga al tal Tayler, y hazte cargo del señor Miller, ¿puede salir con fianza? —Sí, tiene derecho a fianza, la suma es fuerte, él no cuenta con dinero, este hombre Tayler se quedó con todo. Franco se rascó de nuevo la barbilla. —¿Por qué un hombre al que le dieron todo, haría eso? —cuestionó, pensativo, arqueando sus pobladas cejas. —No lo sé, tengo que entrevistarme con el señor George Miller —indicó Mike. —¿Y te sirve el testimonio de la hija? —cuestionó Franco. —Por supuesto —respondió Mike. Franco carraspeó, tomó su móvil y llamó a su asistente. —Margaret dile a Susan que en veinte minutos subo con el abogado, que esté lista. —Sí señor —contestó la muchacha. Mike miró con atención a Franco, se quedó pensativo. —Puedo preguntar, ¿cuál es el interés en la familia Miller, en especial en esa mujer: Susan? Franco se puso de pie, le sirvió un whisky a su amigo. —Entre menos sepas mejor, solo puedo decirte que son negocios, por cierto quiero que prepares un pagaré por cinco millones de dólares, la deudora es Susan Miller. —¡Cinco millones! —exclamó Mike, casi se atragantó con el trago. —Son medidas preventivas. —Ladeó los labios. **** En la suite mientras Franco había bajado a su oficina, Margaret se había encargado de llamar a una exclusiva tienda de ropa femenina para que le trajeran a Susan varios modelos de atuendos. Para Susan todo aquello no era nada del otro mundo, pues su madre solía pedir que le llevaran la tienda completa a casa, y ahí en el jardín, bebiendo champagne escogía sus mejores galas. Susan no quiso abusar de la generosidad del señor Rossi, escogió tan solo lo necesario. —¿Es todo? —preguntó Margaret frunciendo el ceño—, a mi jefe no le va a gustar que solo hayas escogido eso. —Señaló con su mano. —No necesito más —contestó Susan, miró a la chica del almacén y le sonrió—, eso es todo, gracias. La muchacha miró a Margaret, esperando alguna orden, entonces pidió que se retiraran, y cuando sacaban las perchas móviles, el móvil de la mujer sonó. —Sí señor, ya le aviso. —Colgó, enseguida miró a Susan—. En veinte minutos sube el abogado, debes vestirte. Susan soltó un suspiro esperanzador, ansiaba escuchar buenas noticias, recogió las bolsas con las prendas, y se retiró a la alcoba. **** Unos minutos después Susan en la alcoba escuchó voces masculinas en la sala, supo que Franco y el abogado habían llegado, inhaló profundo, mientras se miraba una vez más al espejo, entonces salió a recibirlos. Franco servía dos tragos de brandy cuando escuchó el taconeo en el pasillo, volteó a mirar, y sus labios se separaron, se quedó estático contemplando su belleza. Susan lucía unos pantalones de mezclilla celeste, pegados a su esbelta figura, combinaba su atuendo con una blusa de seda blanca, que le quedaba entallada a su delgado torso, los botones los tenía abiertos a la altura del busto, además se veía mucho más alta sobre esos stilettos beige de tacón de aguja, su largo cabello castaño caía sobre su espalda, no estaba maquillada, pero no le hacía falta, era hermosa sin necesidad de producirse demasiado. «¡Es bellísima!», pensó Franco, sin dejar de recorrerla con los ojos. —Buenas tardes —saludó, el tono de su voz era suave. Mike recorrió a la muchacha con discreción, Susan era muy hermosa, y demasiado joven para los gustos de su amigo. Arqueó una ceja y observó a Franco embelesado con la muchacha, enseguida sacó sus propias conclusiones. Franco se aclaró la garganta para que ella notara su presencia, Susan giró su cabeza, lo miró y su atención volvió a centrarse en el hombre extraño, que se suponía era el abogado. —Él es Mike mi abogado personal, está aquí para hablar contigo sobre el caso de tu padre. La mirada de Susan se iluminó, y el corazón le latió con fuerza. —¿Pudo verlo? —cuestionó con ansiedad. —Aún no señorita, no había tomado el caso aún, solo fui hasta la fiscalía a empaparme de la acusación. —Mi papá es inocente —dijo Susan con firmeza—, fue Tayler, él es el culpable. Mike se aclaró la voz, tomó en sus manos el vaso con whisky que le sirvió Franco. —¿Por qué estás tan segura que fue ese hombre el que planeó todo? —averiguó Rossi, con su voz gruesa y varonil que erizaba la piel de Susan. La mujer se sentó en uno de los sillones, frente a ambos caballeros, se sentía intimidada, como si fuera ella la acusada, las miradas de ambos sobre su piel, la estremecía. —Tayler me dijo que mi papá fue el causante de la ruina de su familia, pero eso tampoco es verdad —enfatizó Susan—, nuestras familias eran muy unidas, mis padres eran mejores amigos de los de él, por eso cuando se suicidaron y lo dejaron solo, nosotros nos hicimos cargo de él. —La voz se le quebró, y contuvo las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos. —¿Alguna vez sospecharon sus intenciones? —preguntó Mike. Susan negó con la cabeza. —¡Jamás! —respondió la joven, limpió con el dorso de su mano sus lágrimas—, siempre se mostró muy leal a nosotros, mi papá lo quería como a un hijo, por eso confiaba ciegamente en él. —Sollozó—, qué nos íbamos a imaginar que todo era mentira, que durante años estaba fraguando este plan para destruirnos. —¿Por qué no hizo una denuncia si tenía esas sospechas? —cuestionó Franco a Mike. —Parece tratarse más de una venganza, necesito entrevistarme con el señor Miller, y conocer más a fondo los hechos —comunicó. —¿Puedo verlo? —cuestionó Susan con desesperación, sus ojos estaban llenos de lágrimas, y miró al abogado, ansiosa. —Es tarde, y no creo que le permitan visitas —comunicó el abogado. Susan inclinó su cabeza, asintió, sintiendo un ardor en su pecho. Franco miró la expresión llena de tristeza en el rostro de la mujer, y como gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas, inhaló hondo. —Consigue un permiso especial, tú puedes hacerlo —ordenó a Mike. Susan levantó su rostro, sus ojos parpadearon, observó a Franco de una manera especial, los ojos de él se cruzaron con los de ella, y esa mirada llena de ternura lo conmovió, luego sacudió su cabeza, y centró su atención en otra parte. Mike se puso de pie. —Voy a hacer una llamada, denme unos minutos. El abogado se retiró, Susan entrelazaba sus manos esperando una respuesta positiva, Franco no emitía una sola palabra, solo bebía de su whisky, entonces unos diez minutos después Mike volvió al salón. —Puedes verlo Susan —comunicó—, debemos irnos, ya. Susan sintió que el corazón se le iba a salir del pecho, se puso de pie de un solo golpe, corrió a la habitación por su bolso, y en cuestión de segundos salió. —Estoy lista —indicó, y pensó que solo ella y el abogado irían, pero no fue así. —Yo los acompaño —dijo Franco con su voz fuerte y varonil. —Me adelanto —avisó Mike. Entonces Susan recordó gracias a quién podía visitar a su papá, y antes de salir se aproximó a Franco. —Gracias —le dijo, lo abrazó sin darle tiempo a él de reaccionar, y luego besó la mejilla de él con ternura—, esto es muy importante para mí, mi papá lo es todo en mi vida —confesó. Franco se quedó estático, se estremeció por completo, como jamás antes ninguna mujer lo había logrado, las palabras de Susan lo conmovieron, pues compartían un sentimiento en común, el amor a sus padres. —No tienes nada de que agradecer —expuso él con amabilidad, el tono de su mirada se suavizó, y ella sintió que las piernas le temblaron. —Ya hablaremos sobre esto —expresó ella casi balbuceando y se retiró de golpe al darse cuenta de la cercanía de sus cuerpos, y de que lo tenía abrazado a ella—, yo… —Se mordió el labio inferior—, fue la emoción, lo lamento, no debí tocarte. Franco ladeó los labios, posó su profunda y fría mirada en ella, pero esta vez, con un brillo que la estremeció. —No tenemos reglas, puedes tocarme todo lo que quieras, cuando quieras, y como desees —habló con la voz ronca—, así como yo, puedo hacerlo contigo. —Y esa última frase sonó a sentencia.
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