Al día siguiente. Los primeros rayos de sol se colaban por el ventanal de la habitación en la cual Susan dormía plácidamente, y de pronto el fuerte azote de la puerta, hizo que la chica se incorporara de un solo golpe. El corazón de Susan latía con fuerza descomunal, producto de la impresión, y ahí frente a ella, al borde la cama, tan pétreo como una estatua estaba él: Franco Rossi, enfundado en un impoluto traje de diseñador verde oliva, emanando una seductora fragancia amaderada y cítrica. «¿Es que nunca puede verse mal?», pensó Susan en su mente, y mientras él estaba impecable, ella, por el contrario, estaba vuelta un desastre, con el cabello enmarañado, varios mechones cayendo por su rostro. —Firma eso —ordenó él con voz grave, y lanzó sobre la cama un folder. Susan se talló