«¿En verdad te interesa Franco Rossi?» La pregunta dio miles de vueltas en la cabeza de Susan. Fingió una sonrisa, ante la mirada atenta de los ojos de su padre sobre ella.
—Si papá —contestó—, ese hombre me interesa —mintió, todo era parte de un acuerdo, y nada más.
El señor Miller dejó escapar un suspiro.
—Me da gusto saber eso —comunicó, le brindó una cálida sonrisa a su hija, se aproximó a ella, la abrazó—. No hagas nada de lo que a futuro puedas arrepentirte —recomendó.
Susan se aferró al cuerpo de su padre, se quedó abrazada a su pecho por varios segundos.
—Siempre seguiré tus consejos —murmuró, y besó la mejilla del señor Miller, entonces el guardia le indicó que se había acabado el tiempo—. Mañana vendré por ti, serás libre —comunicó.
—Pero no inocente —susurró, decidido a demostrar que jamás había hecho negocios sucios.
*****
En el pasillo Franco Rossi permanecía de pie, recargado en un muro, mirando atento su móvil, cuando escuchó el taconeo de los zapatos de Susan, no se inmutó, siguió concentrado en su tarea.
—Gracias, ya podemos irnos —habló ella con voz suave.
—Bien —contestó él en tono seco, la expresión de su rostro, mostraba preocupación—, iremos de vuelta a la empresa, yo debo trabajar y tú puedes irte a descansar.
«¿Qué hombre trabaja hasta la media noche?» Se preguntó Susan en su interior, pero no hizo ningún comentario, no tenía derecho a hacerlo, era una empleada más. Inhaló profundo.
—Sé que es tarde y eres un hombre ocupado, pero me gustaría conocer la villa que rentaste, y si es posible quedarme ahí.
—Tú lo has dicho, es tarde —espetó con voz gruesa—, mañana la vas a conocer, antes debes firmar nuestro acuerdo, y mi asistente te va a hacer una entrevista.
Susan frunció el ceño, sin comprender.
—¿Entrevista? ¿Tu asistente te escoge hasta las novias? ¿No eres capaz de hacerlo por ti mismo? —inquirió, lo miró a los ojos sin titubear.
Franco bufó, sonrió con cinismo.
—No eres mi novia, solo una sustituta.
Susan apretó los labios, no dijo más, giró y caminó directo a la calle, subió al vehículo, y en todo el camino no pronunció palabra alguna, cuando llegaron al edificio, ella directo se metió al elevador, y cuando Franco lo iba a hacer, ella le cerró las puertas.
El hombre gruñó, aplastó el botón del elevador varias veces, pero fue inútil.
«Ragazza capricciosa. (Muchacha caprichosa)» pensó en su mente, resoplando.
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Susan llegó a la suite, y frunció los labios en una fina mueca, pateó la puerta del apartamento, recordando que el único que tenía llaves era Franco Rossi.
—M@ldita suerte la mía —rugió, y el elevador se abrió, y detrás de ella sintió la presencia de él. Se estremeció cuando percibió los pasos de él, tras de su cuerpo.
—¡Nunca más vuelvas a hacer lo que hiciste! —gruñó vociferando, su mirada estaba oscura, la observó ceñudo, la tomó del brazo con rudeza, y la giró, plantó sus ojos en ella.
Susan tembló; sin embargo, no se iba a dejar intimidar por él. Ya no podía ser la misma chica de antes, a quién su padre sobreprotegía y cuidaba, ahora debía empezar a hacerlo sola.
—¡Suéltame! —espetó ella con firmeza—, nadie dijo que las cosas serían sencillas entre nosotros —murmuró—, o me tratas como a un ser humano, o me vas a conocer bien: Franco Rossi. —Irguió su rostro y lo observó sin miedo.
El hombre arrugó el entrecejo, su mandíbula se tensó, la soltó, gruñendo.
—Soy tu jefe, y debes hacer lo que yo te diga —gritó.
—Aún no he firmado nada —respondió ella con altivez—, y en este acuerdo no hay jefes, somos socios, porque tú me necesitas a mí, tanto como yo a ti, así que no me das órdenes, ni tampoco tengo que inclinar mi cabeza y hacer lo que pides, si tu ex era así, yo no —vociferó—, y si deseas aún estás a tiempo de pensarlo y conseguir otra novia sustituta.
Franco Rossi, abrió sus ojos con sorpresa, en sus treinta años, jamás alguna mujer le había hablado de esa manera, ninguna. Sarah siempre hacía lo que él decía, entonces comprendió que con Susan las cosas no serían nada sencillas, era altiva, arrogante, pero él le iba a bajar esos aires de grandeza. La observó con la mirada oscurecida, se acercó más a ella.
Susan por instinto retrocedió, y de nuevo su espalda chocó contra la puerta.
«¡Mierd@!», gruñó en la mente, de nuevo estaba atrapada.
—Vas a doblegar tu orgullo Susan Miller, terminarás haciendo lo que yo pida —susurró muy cerca de los labios de ella.
Susan lo observó con profunda seriedad.
—Quizás sea al revés, y el que te termine haciendo mi voluntad seas tú —contestó ella.
Franco soltó una sonora carcajada, bufó.
—Una chiquilla, insolente y sin experiencia, va a doblegarme —expresó con cinismo, sonriendo de lado en tono burlesco.
Susan logró empujarlo, se alejó.
—No me retes, no sabes de lo que puedo ser capaz —contestó ella, irguiendo su postura, altiva y desafiante.
—Veremos quién se rinde primero —mencionó la recorrió de pies a cabeza—, estarás en mi cama por voluntad propia, suplicando porque cada noche te haga mía.
Susan abrió sus labios, jadeó al escucharlo, su piel se erizó, sin embargo, entendió que ese era parte del plan de él, seducirla, intimidarla.
—Cometí ese error una vez, porque estaba ebria, pero en mis cinco sentidos jamás me volverás a tener en tu cama, y menos suplicando por ser tuya —contestó con soberbia.
Franco ladeó los labios, con esa expresión de cinismo tan propia de él, la agarró del brazo, y la pegó a su cuerpo, la miró a los ojos, y luego sus carnosos labios, se mojó los de él, ansiando por probarlos, entonces agarró a Susan por la nuca, la besó con fiereza, intentó abrirle la boca, pero lo que recibió de parte de ella fue un rodillazo en su entrepierna.
Franco la soltó, cayó de rodillas gruñendo adolorido, su rostro mostraba expresión de verdadero sufrimiento.
—¡No vuelvas a besarme a la fuerza! —advirtió Susan—, recibirás un golpe en ese mismo lugar. —Señaló con su mano la entrepierna de Franco—, cada vez que lo intentes —sentenció respirando agitada.
—Me las vas a pagar —musitó él, apretando los dientes.