Franco caminó con Susan en brazos por los relucientes pasillos de la gran mansión, cuando llegaron a la alcoba, con algo de dificultad él giró la cerradura, empujó con la punta del pie la puerta, y lanzó a la chica a la cama. —¡Oye! —Se quejó Susan, frunció el ceño. —¿Qué te pasa? —¿Y todavía lo preguntas? —rugió él, enfurecido, la vena de su frente saltó a la vista, sus ojos chispeaban, y su respiración era agitada—, llevas aquí unas horas y ya apareces ebria —gritó. —¿Piensas hacer con mi hermano, lo mismo que conmigo? —vociferó iracundo. Susan abrió sus labios con gran sorpresa, y su cuestionamiento le pareció tan ofensivo, arrugó el ceño, se puso de pie, y sin pensarlo dos veces lo abofeteó. —A mí me respetas, no soy una cualquiera, no ando embriagándome para acostarme con el pr