Una fuerte lluvia azotó la ciudad. La ropa de Susan estaba empapada, divisó a lo lejos un centro comercial, entró ahí para protegerse del torrencial aguacero. Frotaba sus brazos a cada instante sintiendo que el frío calaba sus huesos, no había comido nada desde la noche anterior, aun su cuerpo sentía los estragos de la borrachera. En el bolsillo de su chaqueta tenía unas cuántas monedas, no se había llevado el dinero que dejó aquel hombre en el hotel, se acercó a una de las islas y solicitó un café, el más sencillo, era para lo único que le alcanzaba, entonces se sentó en una silla frente a una mesa, colocó sus dedos sobre el envase caliente para abrigarse, tiritaba.
«¡Qué voy a hacer!», se preguntó mientras bebía a sorbos pequeños el café. Entonces recordó la tarjeta que le dejó aquel misterioso hombre. Se llevó la mano a la frente, la había dejado en casa, en su bolso.
—Maldición —rugió.
De pronto sus ojos se enfocaron en la enorme pantalla del centro comercial, ahí la espalda desnuda de una mujer aparecía, con esa marca en forma de flor, y en la parte de abajo había un anuncio que decía.
«Vuelve a mí, búscame»
Susan parpadeó, volvió a mirar con atención, se dio cuenta de que era ella, se llevó la mano a la boca, sorprendida.
—Ese hombre me está buscando, puede ser mi salvación —se dijo, entonces memorizó la dirección que salía en ese anuncio, debía caminar unas cuantas calles, pero pensó que si ese hombre la buscaba era por algún motivo, y quizás si le explicaba su situación la ayudaría a salvar a su padre y recuperar la fortuna.
Enseguida se puso de pie, la lluvia ya no caía con la misma fuerza de antes, pero aun las gotas se hacían presentes, así Susan caminó durante cuarenta y cinco minutos, y llegó a ese enorme edificio. Tomó una gran bocanada de aire, preguntó por la oficina de Franco, y cuando supo en donde estaba subió en el elevador.
Un par de minutos después descendió de la cabina, miró una larga fila de chicas, esperando que él las recibiera, todo eso parecía como el cuento de la cenicienta y la zapatilla de cristal.
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Franco apretaba constantemente los puños, negaba con la cabeza, cada mujer que entraba a su oficina diciendo ser la chica que él buscaba, era una impostora, cuando les preguntaba cómo se conocieron, todas respondían: en un bar, en un restaurante, nos presentó una amiga, en la casa de la abuela, ninguna decía lo que él esperaba, y empezó a impacientarse.
—Ya no quiero recibir a nadie —avisó a su asistente—, despide a todas esas mujeres —ordenó—, jamás pensé que quisieran verme la cara de pendejo —musitó gruñendo.
—Como usted ordene —dijo la asistente se retiró, y llegó al pasillo—. El señor Rossi ya no piensa atender a nadie más, retírense.
—¿Por qué? —preguntó Susan.
—No tenemos por qué darles explicaciones —indicó la asistente con seriedad.
«¡No me pienso mover de aquí!», sentenció Susan, se quedó recargada en el pasillo, observando como el sitio se iba despejando.
Un par de minutos después la asistente notó que esa muchacha no se había marchado, y marcó a seguridad, en un par de minutos un par de hombres vestidos de negros se aproximaron a Susan.
—Señorita debe irse —dijo uno de ellos.
—No, yo necesito hablar con el señor Rossi, no me pienso mover de este lugar —comunicó con firmeza, irguió la barbilla.
—Usaremos la fuerza. —Los hombres la agarraron de los brazos decididos a sacarla.
—¡Franco Rossi! —gritó Susan con todas sus fuerzas. —¡Yo soy la mujer que buscas!
Franco en su despacho sobaba sus sienes, el día había sido agotador, entonces escuchó la voz de una mujer, resopló, apretó los puños, y salió decidido el mismo a echar de la empresa a la impostora.
—¿Qué pasa? —cuestionó con su voz varonil, y su acento italiano.
Susan abrió sus labios, sus ojos recorrieron la escultural figura de aquel imponente hombre de piel bronceada y mirada profunda, sintió un cosquilleo cuando él la miró de frente.
—Yo soy la chica del lunar —musitó con la voz temblorosa.
Franco rodó los ojos, bufó.
—¿Por qué debo creerte? —cuestionó frunciendo los labios, la miró de pies a cabeza y no parecía ser la bella chica de la noche anterior, Susan se veía fatal con la ropa mojada y el cabello vuelto un desastre, sin embargo, el rostro de ella, sus finas facciones, y esos ojos cargados de inocencia, lo pusieron a dudar.
—Puedo mostrarte la marca de nacimiento, solo que tiene que ser en privado —solicitó—, anoche yo llevaba un vestido rojo vibrante, de lentejuelas, tenía una abertura en la pierna derecha —indicó.
Franco recordó con claridad aquel sensual vestido que ella lucía, y que lo enloqueció por completo.
—¿Qué más?
—El número de la suite era la 336, yo me equivoqué buscaba la 363, y entré por error, te confundí con otra persona. —Negó con la cabeza, cerró los ojos, avergonzada.
Franco la miró con seriedad, aún dubitativo.
—Suéltenla —ordenó a los guardias y se dirigió a la chica—. Ven a mi oficina —ordenó a Susan.
Ella con las piernas temblorosas lo siguió, él caminaba muy seguro, imponente, y ella se sentía tan insignificante a su lado.
—Quiero ver la marca —ordenó.
Susan cerró sus ojos, volteó dándole la espalda, se abrió la blusa, y la dejó caer hasta la cintura, entonces la mirada de Franco se posó en aquella marca de nacimiento.
«Sí es ella» Suspiró profundo.
—Bien —carraspeó.
Susan de inmediato volvió a colocarse la blusa, giró para verlo a los ojos.
—¿Para qué me estás buscando? —indagó sin dejar de mirarlo.
Franco alzó ambas cejas, la recorrió con sus ojos, y Susan sintió como si esa mirada tuviera fuego, se estremeció.
—Quiero proponerte un trato —mencionó.
—No soy ninguna prostituta —aclaró Susan—, anoche estaba ebria, te aprovechaste.
Franco ladeó los labios.
—No querida, fuiste tú, la que quiso todo conmigo.
—Porque te confundí con otra persona —gritó ella, agitada. —¿Cuál es el trato?
—Quiero que reemplaces a mi novia, mi papá y el resto de la familia me presiona para que me case, hace poco terminé con mi pareja —comentó con toda la tranquilidad del mundo—, necesito una novia sustituta hasta recuperar a Sarah, y tú me pareces la candidata ideal. ¿Aceptas el trato? —cuestionó.