Nathan salió caminando del despacho, cuando las empleadas lo vieron se quedaron gélidas, no porque les sorprendiera que caminara, eso ya lo sabían, todos en esa mansión sabían que Nathan Pinheiro recuperó el movimiento de sus piernas hace años. Lo que las dejó aturdida es que, lo hiciera en pleno día, con aquella muchachita caminando por la casa sin nadie que la vigilara.
La puerta de la habitación de Adamari se abrió lentamente, aquellos verdes ojos hicieron un recorrido por la habitación como un faro; firme y solo moviendo el círculo de los ojos.
Ingresó dando pisada suave, lenta y cautelosa, llevó la mano a la manija de la puerta del vestidor, abrió sigilosamente, cuando no la encontró en el vestidor, prosiguió con la del baño.
El rock estaba a full volumen, tanto que los oídos de Nathan dolieron. Sus ojos se posaron más allá del cristal vaporizado; en la esbelta figura moviéndose divinamente al ritmo de la música. Estiró su largo brazo y los definidos dedos apretaron la tecla de apagado.
Ante la repentina detención de la música, Adamari se congeló, sus ojos se agrandaron, y sus piernas temblaron.
Estuvo sin reacción por un minuto, y cuando lo hizo, llevó la mano al cristal, limpió una pequeña parte y a través de eso lo vio.
Pasó gruesa saliva al ver a su esposo parado tras el vidrio —Señor Pinheiro, ¿qué… que hace aquí? —Lo veía como demasiado alto para estar en la silla de rueda.
—¿No saldrás? —, Ada mordió su labio.
—Si, solo que primero debe salir usted—, el hombre de fuera soltó una sonrisa. Sin decir más, dio media vuelta y salió. Llegó al balcón, sacó un tabaco y lo encendió. Mientras esperaba a Adamari lo fumó lentamente.
Cuando esta salió y lo vio parado, sus labios se abrieron, pero cuando esos ojos la miraron los cerró.
Nathan dio la última inhalada, aplastó la escotilla en el cenicero y se dirigió a ella. Caminó lentamente bajo la mirada de asombro de Adamari. Una vez que se detuvo en frente, enganchó sus dedos en la barbilla de la mujer que era una cabeza menos que la suya, y tenía la mirada clavada en sus piernas.
—Usted…
Le regaló una media sonrisa, la cual se disipó segundos después y fue reemplazada por una mirada feroz.
Adamari tembló cuando ese hombre la lanzó en la cama, más cuando lo vio acercarse. Retrocedió como un cangrejo hasta que su espalda y cabeza chocó contra el espaldar de la cama.
—¡No sé atreva! —, Nathan arqueó una ceja cuando la gatita asustada se transformó en una leona y agarró una lámpara con la cual lo amenazó —Un paso más, y le quiebro esto en su perfecta cabeza, luego le arranco la otra y la cuelgo en los cables de electricidad.
Aquellos finos labios se curbaron, seguido refutaron —Muy osada, gatita. ¿Sabes lo que te podría pasar si me haces un rasguño? No, claro que no lo sabes, por eso expulsas amenazas…
—¡No son amenazas! ¡Son advertencias! No dejaré que nadie me toque sin mi consentimiento, puede ser el mismo rey, pero no me tocará sin que yo lo permita. ¡Y no le tengo miedo, señor Pinheiro!, ¡no lo tengo! —, aseguró, aunque por dentro temblaba.
—¡Pues deberías temerme! —, salió del colchón, arregló su traje de última marca, hecho a su medida —Te espero en el despacho, quiero que me aclares unas cuantas cosas.
Una vez que el alto hombre, de figura perfecta salió, Adamari corrió a la puerta, la cerró y colocó seguro. Dejó las manos afirmadas en la madera, fue inclinando las rodillas hasta que llegó al suelo, inhaló y exhaló con rapidez y gritó mientras mordía sus labios. Ni una lágrima cayó de sus ojos, no podía soltar las lágrimas, siempre lograba controlarlas.
Una vez calmada bajó, pero antes de salir de la habitación agarró una tijera y la metió en sus bolsillos. Se había colocado un abrigo grande que pasaba las rodillas, y cubría su cuello. Caminó hacia el despacho con las manos guardadas en los bolsillos. Empujó la puerta con una mano, la cerró con la misma, se giró en dirección al hombre que ni la miró cuando ingresó.
Nathan tenía la mirada clavada en la pila de documentos que reposaba sobre el escritorio, sin mover la cabeza levantó las pestañas y la observó ir hacia él. Le regaló una sonrisa y ordenó.
—Quítate el abrigo, cuélgalo en el colgante—, seguido bebió de la copa diminuta que tenía en su mano izquierda.
—Tengo frío.
—¿Piensas que con eso lograrás herirme? —, Ada frunció el ceño —Sé lo que cargas en ese suéter.
—¿Cómo lo supo? —, sonrió y le indicó la silla.
—Toma asiento—, no quería perder más tiempo en niñerías, se notaba que esa joven no pasaba de los veinte —Voy hacer directo porque no me gustan los rodeos—, empujó la pila de documentos —Tienes cinco minutos para contarme la verdad. Si no lo haces, si te atreves a mentirme, no tendrás para contarla.
—¿Verdad? ¿Qué verdad? —, Nathan sonrió forzadamente, humedeció los labios y refutó.
—Tienes una sola oportunidad para remediar tu error. Si no lo haces, ve despidiéndote de este mundo, porque no lograrás ver la luz del sol, ni siquiera podrás despedirte de tu madre.
—Adamari dejó rodar la gruesa saliva —Si, tu madre, esa que está en el hospital—, la joven apretó los labios —Ahora mismo vas a decirme, ¿Qué te llevó a ocupar el lugar de Luzmila? Más te vale que tenga una buena excusa, porque si no lo hay, no tendré compasión—, los ojos de Adamari se abrieron con asombro cuando vio la mano de Nathan hecho puño y de la palma de esta chorreaba sangre. Había quebrado la copa en su mano y los cristales rompieron su corteza—¡Estoy esperando! —, Ada saltó, su respiración se aceleró, apretó los labios y organizó las palabras. No sabía por dónde empezar, ni siquiera sabía si lo que iba a decir le salvaría, por un momento sintió miedo de no volver a ver a su madre, de dejarla sola y muriendo sin nadie a su lado.
Una lágrima brotó de su ojo, la cual no cayó puesto que la limpió de inmediato. Inhaló profundo y conectó la mirada con la de él —Me obligaron.