—¿Quién eres? —preguntó la niña, retrocediendo, más asustada que por haber asesinado a sus padres.
El hombre frente a ella bajó el arma y la guardó en la parte trasera de su pantalón.
—Ven conmigo —dijo, extendiendo la mano. Su voz era suave y amable—. Te sacaré de aquí.
—No —la niña retrocedió más—. ¿Eres un ladrón? No te conozco.
—Mira a tu alrededor —le indicó él. La niña, con el cuerpo tembloroso y aún aferrada al cuchillo, miró su habitación. Estaba desordenada, con sangre esparcida sobre la cama y el piso. El cuerpo sin vida de su madre yacía a sus pies, mientras que el de su padre estaba al otro extremo. Ella misma estaba empapada con ese líquido carmesí.
Instintivamente, soltó el cuchillo, asustada, como si recién se diera cuenta de lo que había hecho. Su pecho comenzó a subir
