Capítulo V: Un consejo para James

1660 Words
Ayudado por el jardinero, pudieron subir a James a la recámara principal, estaba tan ebrio que no podía moverse, Samuel se quedó preocupado. Lo dejó dormir, era inútil, estaba atormentado por Mérida, encontraron su auto chocado en la carretera de Manises, pero no había rastro de ella, temían un posible secuestro, había podido detener el informe a la prensa amarillista, y su esposa aun no lo sabía, tampoco los Britter, solo Ethan que la buscaba en cada hospital. No quería decírselo a James, sería demasiada mala suerte que perdiera a la única mujer que lo amaba. Respiró incrédulo, atinó a marcar el móvil de Mérida, se sorprendió cuando por fin, la llamada conectó —Hola —escuchó su voz clara desde la bocina —¡Mérida! ¡Por Dios, hija! ¿Cómo estás? ¿Dónde estás? Estábamos muy preocupados. —Lo siento, Sam, en realidad tuve un accidente… —¡Lo sé! La policía encontró tu camioneta, temimos lo peor, ¿Dónde estás? —Estoy bien, tuve un accidente, pero un buen samaritano me ayudó, pero por la tormenta no pude ir a casa, tampoco tenía recepción en el móvil, fue complicado, ¿Y James? Dime, ¿Está preocupado? —¿James? Sí, lo está, estaba preocupado, claro —dijo titubeante, ella supo que mentía. —¿Él está bien, Sam? —Si, cariño, pero… tuvo un pequeño problema con su auto, y estamos en Novoa, él va a quedarse hasta que reparen su auto aquí, así que, ve a casa, no lo esperes, al menos unos días. —Ah, ¿Sí? Entiendo, Sam, no te preocupes, mira, dile que, no se preocupe por mí, estoy bien, dile que, espero que su auto tenga arreglo y que lo veo en casa, ¿Vale? También, avísale que, debo ir a Bahía Blanca, debo visitar a mi hermana Pilar por el cumpleaños de su esposo, pero que nos veremos. —Claro, Mérida, y por favor, hija, cuídate mucho. —Lo haré, querido Sam —Mérida colgó la llamada, sin saber que parte de la conversación había sido escuchada atentamente por Max. Cuando entró en la cocina un olor a dulce y a café la impregnó —¿Quieres un poco de café? —ella asintió, bebió, era delicioso, observó su rostro, era un hombre gentil —Gracias por la ayuda, de verdad, lamento que casi te golpeaba. Él rio —No te preocupes. Un silencio los envolvió. Él observó la sortija en su dedo, no la había notado, y sintió un hueco en su estómago, su mirada parecía decepcionada, aunque intentaba fingir —¿Ya llamaste a tu esposo? —preguntó, ella lo miró confusa, él apuntó a su dedo anular, ahí estaba la sortija de bodas de oro blanco, brillando en su dedo junto al rubí que adornaba su anillo de compromiso —Ah, sí, claro. —Debe estar muy preocupado —¡Para nada! —esbozó con naturalidad, como si hablara con Farah y de pronto se dio cuenta de que hablaba con Maximus Vertes, un desconocido que no sabía de su trágico matrimonio, la miraba con sorpresa, arrugando su gesto—. Mi marido es un hombre muy ocupado, no da importancia a estás nimiedades, a eso me refiero. —¿Nimiedades? No, Mérida, pudo ser un grave accidente, además, yo jamás dejaría que mi mujer estuviera sola en un accidente, y menos que terminara en casa de otro hombre, que no sea yo. Ella sintió sus mejillas rojas, sonrió leve. Él la admiró, intuyó que estaba ante una mujer insatisfecha en su matrimonio, bebió su café, y sintió la esperanza crecer en él. —¿Y a que te dedicas? —Bueno, mis padres eran dueños de unos viñedos, por desgracia fallecieron hace dos años, y yo me encargo de verificar la administración, pero a lo que me dedico es a ser embajador de buena voluntad de la Cruz Blanca, que ayuda a los desvalidos. Mérida lo miró con emoción —¿De verdad? ¡Es maravilloso! Mi amiga Farah y yo estamos emprendiendo un proyecto para hacer una filial de una fundación mundial, nos gusta ayudar a las personas, somos trabajadoras sociales de profesión —Max estaba sonriente, no podía creer que Mérida fuera tan afín a sus creencias, él dedicaba su vida a ayudar a otros. —Lo hago desde que tenía quince años, he estado en África, Oriente medio y Latinoamérica para ayudar a los necesitados, es mi pasión. Ella estaba feliz. Cuando recordó y observó la hora sabía que era tarde, debía irse —Debo irme. Max sintió el deseo de retenerla, quería hablar más. —¿Crees que pueda tener tu número de teléfono? ¿Quizás cuando tú y tu amiga hagan su proyecto social pueda ayudarles? Mérida sonrió, le dictó su número y él lo grabó en su móvil —Déjame llevarte. —No. Será mejor que vaya en taxi, por favor —quiso insistir, pero no quiso parecer desesperado, aceptó. El taxi llegó y ella se fue. No apartó los ojos de ella hasta que ya no estuvo ahí. Max sonrió a sus adentros, sintió que, por primera vez en la vida, encontraba a un alma perfecta para él. James abrió los ojos, la cabeza se le partía en dos por el dolor. Observó a Samuel frente a él, se enderezó confundido —¿Qué haces aquí? —dijo al notar el dolor y frustración en su padre —James, estabas tirado en el jardín, creí que morías, no puedes seguir así, hijo. James bajó la mirada —No estoy para sermones, Samuel, ni siquiera quiero verte aún, por favor, vete, ¿Qué demonios haces aquí? —He venido por lo de Mérida, pero ahora estoy angustiado por ti. James le miró perturbado —¿Qué le pasó a Mérida? —preguntó con el corazón angustiado. —¿No lo sabes? —dijo el padre con cierto placer—. Tuvo un accidente en carretera. James se levantó como un resorte, se puso los zapatos, parecía tembloroso, ansioso —¡¿Qué demonios ocurrió?! ¡¿Cómo está?! —exclamó —¡Cálmate! Ella está bien, no fue nada grave, alguien la ayudó, está fuera de cualquier peligro. Esas palabras le volvieron el alma al cuerpo se sentó y lanzó un suspiro —¿Estás seguro? ¿Hablaste con ella? —Sí, yo mismo hablé con ella, me aseguré de que está bien. Pero, mírate, ¿Creí que ella no te importaba? Alzó la vista, tragó saliva, se sintió confuso, era cierto, Mérida no le importaba, o al menos eso creía, pero habían vivido bajo el mismo techo durante ocho años, habían pasado muchas cosas juntos, y entre ellas vivieron cosas muy buenas. Tocó su entrecejo con desespero —Claro que me importa, la conozco desde hace mucho tiempo, que no sea mi mujer no significa que le deseé el mal. —Creo que te importa más de lo que tu ego está dispuesto a admitir. ¡Vamos, James! Tienes cuarenta años ahora, deja de jugar a ser un adolescente de corazón roto, la vida se acaba, hijo, ahora puedes ser feliz, lo tienes todo. James le miró con saña y rabia —¡¿Qué tengo?! ¿¡Que tengo?! —Tienes todo; eres millonario, tienes salud, y por si fuera poco tienes una esposa hermosa que te ama. ¡Tienes la suerte del mundo y no lo ves! Pero, si pierdes uno de esos tesoros, te aseguro que te arrepentirás; el dinero viene y va, la salud es una gema que todos anhelamos, pero cuando estás enfermo, quien te ama está ahí, hasta el último momento, pero, si pierdes el amor, ni el dinero lo comprará, y estando saludable, te sentirás enfermo. —¿Qué quieres, padre? —Piénsalo, es lo único que quiero de ti. Debo irme, tu madre me espera. Samuel dio media vuelta y se marchó de ahí. James volvió a quedar solo. Caminó por la habitación, se asomó a la ventana, el sol brillaba, pero había vestigios de la tormenta, huellas del dolor, sus ojos se nublaron, tomó su teléfono, lo encendió, tenía llamadas perdidas de un número desconocido. Llamó y del otro lado contestó un hombre —Habla James Epstein, tengo una llamada perdida de este número, ¿Quién habla? —Buenos días, habla Maximus Vertes, en realidad… ¿Usted es familiar de Mérida Britter? —¿Britter? —preguntó con voz firme, el rostro de James se volvió serio—. Es Mérida Epstein, ¿Por qué? ¿Le pasó algo? —Ayer tuvo un accidente, pero está bien, ella está mejor ahora. —¿Dónde está? —Bueno, creo que iba a casa. ¿Quién es usted? ¿Es su esposo? James colgó la llamada, Maximus se quedó perplejo, creyó que había colgado por accidente, pero al intentar llamar sonó ocupado —Hola —respondió Mérida a través del teléfono móvil —¿Estás bien, Mérida? —ella se quedó aturdida, había ansiedad en la voz de James —Sí, estoy bien ¿Y tú? —Estoy en Novoa, voy a quedarme aquí, un tiempo… —la voz de James le sonó rara, tranquila, casi cálida, era extraño —Entiendo, bueno, yo iré a Bahía Blanca, es el cumpleaños de Jorge, así que… nos veremos después James —intentó colgar —¡Mérida! —Dime. —Cuídate mucho, conduce con cuidado, o pide al chofer que te lleve —ella se quedó pasmada, no podía creer lo que escuchaba —¿Por qué, James? No me digas que te remordió la conciencia, no me digas que te pesó decirme que anhelabas mi muerte, no te preocupes, querido, Dios no cumple antojos, ni endereza ramas torcidas, adiós —colgó la llamada con demasiado placer, pero le dolía el alma, antes se hubiese ilusionado con esas palabras, pero ahora, ya no era tan ingenua, y pensó que, entre más años pasaban perdía más inocencia.
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