CAPÍTULO II —Maldita sea… que su alma se pudra en el Infierno! ¡Que se lo lleve el Diablo! ¡Mil veces maldito! El Marqués se dejó caer pesadamente sobre los cojines del carruaje, mientras los juramentos brotaban de sus labios, cada vez más profanos, más violentos, más obscenos. Pasaron algunos minutos sin que recobrara el control de sí mismo, hasta que percibió cerca de él la pequeña figura que permanecía sentada, erguida e inmóvil. Se le ocurrió por un instante que cualquier otra mujer habría gritado ante sus blasfemias o se habría tapado los oídos para no escucharlo. Las palabras murieron en sus labios y, a la luz de la linterna, observó con detenimiento a la figura silenciosa que se encontraba a su lado. «¡Cielos!» pensó en silencio, «parece apenas una sirvienta de cierta categoría,