—George, ¿qué estás diciendo?— exigió—. ¿Te has vuelto loco? Te aseguro que el Marqués no ha estado en mi habitación… aunque no imagino qué está haciendo aquí.
Miró a su alrededor con genuina sorpresa.
—Querida mía— contestó el Duque—, esta pequeña y doméstica escena ha sido preparada, estoy seguro, sólo para mi beneficio. Vi a Lynche con toda claridad y ello confirma mis sospechas respecto a su conducta en lo que a ti se refiere. Como hombre de honor que soy, lo he retado a un duelo, y como él también lo es, ha aceptado.
La Duquesa golpeó el suelo con un pie.
—¡No lo permitiré!— exclamó—. ¡No lo permitiré, George¡ ¿Es que quieres arruinarme? La Reina ha prohibido en forma terminante los duelos, como bien sabes. Si matas a Su Señoría, tendrás que irte al exilio. Y yo detesto la sola idea de tener que vivir en Francia o en Italia. Además, tendría que renunciar a mi puesto en la Corte.
—Eso es algo en que debiste pensar hace algunas horas— dijo el Duque con desprecio.
—Y si el Marqués te mata— continuó la Duquesa, como si no lo hubiera escuchado—, ¿imaginas lo que sería mi vida? Al quedar sola, me vería obligada a vivir en la residencia de las viudas, mientras ese odioso y despilfarrador sobrino tuyo heredaba todo lo demás.
—Sería muy lamentable, en verdad— aceptó el Duque—, pero no creo que Lynche me mate, querida mía.
—Pero si lo matas, como acabo de decir, también no será bueno— insistió la Duquesa—, las cosas no serán mejores. ¡No voy a permitir que peleen por mí! Además niego terminantemente tu acusación. Sólo imaginaste lo que dices haber visto. ¿No es así, milord?
La Duquesa le dirigió al Marqués una mirada desesperada, y aquel gesto la hizo verse tan bonita que hubiera sido necesario tener un corazón de piedra para negarle nada.
—Ya he informado a Su Señoría— contestó el Marqués lentamente—, que llevo aquí más de una hora hablando con mi prima Druscilla. En realidad, fue para mí una gran sorpresa descubrir esta tarde que era huésped de esta casa.
—¿Huésped?— preguntó el Duque—. La señorita Morley es, si no me equivoco, la institutriz de mi hija. Y como institutriz, señorita Morley, ¿acostumbra recibir a caballeros, aunque pretendan ser primos suyos, en la madrugada y charlar con ellos en un vestuario tan poco adecuado?
La voz del Duque pareció vibrar a través de la habitación. La sangre subió al rostro de Druscilla por un momento y a continuación se puso muy pálida.
—No, Su Señoría— respondió en voz baja—, no acostumbro recibir a caballeros de esta manera, pero mi primo Stephen es diferente. Nos criamos juntos, de niños, y estábamos recordando los viejos tiempos.
El Duque miró el reloj.
—¿A las dos de la madrugada, señorita Morley?— preguntó.
La insinuación implícita en su tono hizo a Drusilla contener el aliento.
—Es cierto— exclamó la Duquesa—, puedes estar seguro, George, de que Su Señoría tenía algo muy importante que decirle a su prima. Ahora, ¿estás satisfecho ya?
—Tal vez yo sea muy tonto para otras cosas, pero no para ésta, querida mía. Mi oferta sigue en pie, Lynche— dijo el Duque
—No, no puede ser… no puedes…— declaró la Duquesa, volviéndose hacia él y tomando a su esposo de las solapas de la chaqueta, para obligarlo a mirarla—, es cierto, es cierto, milord, el Marqués, me había hablado de la gran simpatía que tenía por su prima. Me comunicó insistentemente que deseaba conversar con ella. Yo lo sabía todo, te lo aseguro… ¿Cómo puedes ser tan incrédulo?
A continuación, la Duquesa se volvió hacia el Marqués.
—Milord— suplicó—, convénzalo de que es cierto. Sabe bien lo desastroso que sería un duelo para mí. Hágale ver a mi esposo que no estaba usted conmigo esta noche, como él continúa creyendo, aparentemente.
Asomaron lágrimas a los ojos azules de la Duquesa y su boca temblaba. El Marqués la miró y luego se volvió hacia el Duque.
—Siento mucho— dijo—, que Su Señoría no dé crédito a lo que he dicho, y tal vez sería un poco más comprensivo si le informara que he venido aquí esta noche, a tan altas horas, para pedirle a mi prima que me conceda el honor de ser mi esposa.
Por un momento, reinó un profundo silencio en la habitación. Todos se habían quedado estupefactos al escuchar las palabras del Marqués.
Entonces, con un leve movimiento de los labios, el Duque dijo:
—Así que el codiciado Marqués ha sido pescado al fin. ¿Puedo preguntar lo que la dama en cuestión, la señorita Morley, tiene que decir al respecto?
Tres pares de ojos se volvieron hacia Druscilla, la Duquesa, suplicándole que apoyara la mentira; los del Marqués ordenándoselo casi y los del Duque llenos de sospecha, acusadores.
Todos esperaban sus palabras, que escaparon al fin, a través de sus labios resecos.
—Tan sincero ofrecimiento ha merecido mi atención… lo he pensado bien… y naturalmente, acepto con placer la petición de mi primo de convertirme en su esposa.
—Entonces, eso lo arregla todo— dijo la Duquesa—, vamos, George, supongo que estarás satisfecho.
—Naturalmente, querida mía— exclamó el Duque y mientras los demás recuperaban la calma, añadió—, pero, como padre de familia y guardián de la moral y de las buenas costumbres de esta casa, no puedo perdonar que la señorita Morley haya aceptado, tan incorrectamente vestida, algo tan importante como una oferta de matrimonio . Por lo tanto, considero mi obligación cuidar de que esta boda se realice lo más pronto posible. Haré despertar a mi capellán. Ustedes, milord y la señorita Morley, serán unidos en matrimonio dentro de una hora.
—¡Casados!— exclamó el Marqués.
—¿Qué quieres decir, George?— preguntó la Duquesa con voz chillona.
—Quiero decir, querida mía— dijo el Duque—, que tu amigo el Marqués debe demostrar que es verdad la versión que me ha dado acerca de este asunto para que yo lo crea. ¿Y qué cosa podría ser más convincente que estos dos seres se casaran ahora mismo y que tú y yo fungiéramos de testigos, en esta pequeña ceremonia?
—¡Es imposible— exclamó el Marqués con violencia.
—Entonces queda en pie mi oferta original— replicó el Duque—, elija usted las armas.
—¡No, no¡— grito la Duquesa—. ¡Todo esto es ridículo, insensato! ¡Piensa en lo que dirán los demás!
—No hay razón para que nadie lo sepa— replicó el Duque—, a menos que tú lo digas, querida mía. Y pienso que no lo harás.
—Un matrimonio así no sería legal— dijo el Marqués rápidamente—. Se necesitaría una licencia especial.
—Esto les va a parecer sorprendente— dijo el Duque, sacando un papel del bolsillo interior de su chaqueta de viaje—, la razón por la que tuve que ir a Oxford y no estuve aquí, desafortunadamente, para recibir a mis invitados, fue que me enteré de que mi sobrino estaba a punto de hacer un matrimonio, desastroso con la hija de un comerciante. Había llegado hasta el punto de procurarse una licencia especial, y se la quité, para asegurarme de que no la usaría en cuanto yo volviera la espalda. La tengo aquí, en mi mano.
El Duque bajó la mirada hacia el papel.
—Los nombres, desde luego, tendrán que ser cambiados, pero como Su Señoría, el arzobispo de Canterbury es un pariente lejano, no dudo de que, cuando le explique las circunstancias, no objetará lo que hice.
—¡Maldita sea! Tiene usted todos los ases, ¿verdad?— exclamó el Marqués.
—Es inteligente de su parte reconocerlo— contestó el Duque. Se volvió hacia Druscilla.
—Señorita Morley, le suplico que se vista en forma decente. Me imagino que si le concedo una hora para hacerlo y para hacer su equipaje, será suficiente.
—¿Hacer mi equipaje?— preguntó Druscilla.
—Por supuesto— contestó el Duque con voz muy suave—. Estoy seguro de que querrá marcharse con su esposo. El tampoco tendrá dificultad alguna para estar listo también en ese tiempo. La Capilla, como supongo que ya sabe, se encuentra en el ala izquierda del edificio. Los esperaremos allí. Y ahora, querida mía— dijo, tomando el brazo de la Duquesa—, tú y yo nos marcharemos a nuestras habitaciones.
—¡Es una locura, George, una absoluta locura!— exclamó la Duquesa.
—Lamento mucho que lo consideres así— contestó el Duque—. En realidad, creo que es una forma sensata y civilizada de resolver algo que, desde tu punto de vista, pudo haber concluido en una tragedia.
La Duquesa no se atrevió a añadir una sola palabra. Se dejó conducir con mansedumbre fuera del salón de clases, dirigiéndose al Marqués una última mirada suplicante.
El los vio marcharse, hasta que se perdieron de vista. Luego se volvió hacia Druscilla, que lo miraba pálida y temblorosa.
—¡Cielos! ¡Qué lío tan monstruoso!— exclamó—. ¿Por qué diablos no me rechazaste tú, estúpida muchachita?