—Bueno, entonces debemos alegrarnos de que el señor Duque no esté en casa— comentó Druscilla.
—¡Por supuesto! Todos sabemos el carácter tan terrible que tiene milord,
cuando se enfada. Uno de los cocheros estaba diciendo el otro día que el señor Duque es hombre de temer cuando se enfurece… alguien con quien él no quisiera encontrarse en una noche oscura.
Druscilla se echó a reír alegremente.
—¡Oh, señorita Deane, qué divertida es usted!
—Bueno, no puedo quedarme aquí hablando con usted. Hay todavía una docena de cosas que hacer y estamos cortos de gente, con Ellen ya en la cama. Buenas noches, señorita Morley, y cierre con llave su puerta.
—Por supuesto que lo haré. Y gracias de nuevo por traerme la cena— dijo Druscilla.
Cuando la doncella salió de la habitación Druscilla cerró la puerta y, al ver salir al Marqués del dormitorio , lo recibió con una sonrisa.
—¡Druscilla, pequeño diablillo!— dijo él en voz baja, con aire acusador—. ¡La hiciste hablar sólo para incomodarme! ¿Hablan siempre así, debajo de la escalera?
—Por supuesto. Nada escapa a los ojos de las doncellas. Ni siquiera unas manos unidas debajo de la mesa.
—¡Maldita sea!— exclamó el Marqués—. Me hace sentir como un tonto.
Recuerda que sólo son sirvientes ; sé tolerante. Y ahora, por lo que más quieras, vete antes que alguien te encuentre aquí. Ya oíste lo que le pasó a la señorita Lovelace.
—Supongo que fue la última Institutriz.
—Yo tomé su lugar— dijo Druscilla, con la voz repentinamente seria—, pobrecilla. Me pregunto qué habrá sido de ella. Sin referencias, es casi imposible conseguir empleo.
El Marqués se acercó a la puerta y la abrió con sigilo.
—Buenas noches, Druscilla— dijo—, me has dado mucho en qué pensar. Y ésta no es la última vez que sabrás de mí.
—Entonces, me sentiré decepcionada— dijo ella con disgusto—. No puedes hacer nada por mí, mi querido primo, excepto dejarme en paz.
Él le sonrió y ella se vio obligada a reconocer que era un joven muy atractivo.
No era de maravillar que tantas mujeres tontas arriesgaran su reputación por él, pensó mientras escuchaba cómo se alejaban sus pisadas por el corredor.
Volvió a cerrar la puerta con llave y se instaló una vez más ante la mesa con su labor. Miró hacia la bandeja que la señorita Deane le había llevado y vio que contenía un muslo de pollo, de aspecto nada apetitoso, un pedazo de queso y un trozo de pan cortado a toda prisa.
La comida no era, en términos generales, tan escasa ni tan mal servida, pero, cuando había una gran reunión en la casa el personal era sometido a terribles tensiones a fin de poder realizar todo el trabajo extra.
Había oído decir a la señorita Deane esa mañana que hospedarían a unos veinticinco invitados.
Pero no eran las dificultades de la casa las que ocupaban los pensamientos de Druscilla, cuando de nuevo tomó su bordado y miró a través de la habitación.
Pensaba en el Marqués y en cuán diferente se veía ahora respecto a aquel chiquillo, demasiado alto para su edad, que ella viera por última vez.
Corría ahora el año 1802, así que él debía tener unos diecisiete años el último verano que ella pasó en Lynche, pensó Druscilla. Ella entonces, tenía diez años.
El estaba muy aburrido, porque su madre estaba enferma y no había reuniones en la casa, por lo que le divertía tener como compañera a una niñita que lo seguía a todas partes con ojos admirados, dispuesta siempre a hacer cuanto él le pedía.
Él se burlaba de ella, porque tenía cabello rojo. “Anda, vamos, Zanahoria”, o “¿En dónde te habías metido, Jengibre?”, solía decirle.
A ella le encantaba. Ella se sentía feliz de seguirlo por el bosque cuando iba a cazar pichones, orgullosa de que él le permitiera cargar el botín.
A veces se robaban los mejores melocotones de los Invernaderos, cuando el jardinero no los veía, y se sentaban al sol a comerlos, con un delicioso sentimiento de culpa.
A caballo, por seguirlo, Druscilla realizaba saltos que jamás se habría atrevido a hacer sola, pero que se sentía impulsada a intentar por temor de que él la considerara una cobarde, y luego, cuando su Padre renunció al nombramiento que tenía en Lynche, Druscilla se había sentido desesperada al pensar que nunca volvería a ver a su primo Stephen.
Y ahora, pensó, había crecido y lo veía convertido en un hombre como aquellos que conoció desde que salió de casa: vestidos con exagerada elegancia, altivos, vanidosos, interesados sólo en perseguir a las mujeres y en hacer la vida insoportable a sus inferiores.
—¡Lo odio!— dijo en voz alta. Le enfadaba que la hubiera alterado, arrebatándole la paz que había encontrado en el salón de Clases y trayéndole, en cambio, el recuerdo de todos los terrores que había soportado en esos dos años y medio, desde que murió su padre.
Debido a que había crecido en una Vicaría, su inocencia le hizo considerar las atenciones de los hombres como algo no sólo desagradable sino diabólico.
El pánico invadió su alma muchas veces, hasta el punto de sentir que la vida era demasiado aterrorizante y que no valía la pena vivirla. Luego, en forma gradual, su desprecio por los hombres que la insultaban le hizo cobrar fuerzas para oponerse a ellos.
Sentía, sin embargo, un tipo de temor muy diferente cuando se decidió a ir al Castillo, para implorarle a la Duquesa que le diera un puesto entre su servidumbre y como no tenía referencias, no había podido lograr, hasta entonces, que una sola oficina de empleados domésticos la aceptara en sus libros. Angustiada, se enfrentaba a la realidad de que, tal vez muy pronto, tendría que rendirse ante uno de los caballeros que la importunaban sin cesar.
Entonces, había decidido correr un riesgo y encomendarse a la piedad de la Duquesa. Ello significó gastar todo el dinero que le quedaba en conseguir un asiento en la diligencia que pasaba frente al Castillo.
La casualidad quiso que la señorita Lovelace, acabara de ser despedida y que la Duquesa no tuviera a nadie para sustituirla. Druscilla había sido franca respecto a las dificultades que había encontrado en sus empleos anteriores y la Duquesa, a su vez le habló con la mayor sinceridad.
—La emplearé con la estricta condición, señorita Morley, de que no habrá galanteos en esta casa. Ni Su Señoría ni yo lo toleraríamos jamás.
—No sucederá nada semejante, milady— había replicado Druscilla con firmeza, pensando, al decirlo, en lo que le había sucedido en el empleo anterior… en los hombres que se deslizaban de noche, furtivamente, en el salón de clases.
Hombres que llegaban a quitarle la llave para que ella no pudiera cerrar su puerta; hombres de expresión lasciva, que trataban de tocarla, de besarla.
—¡Hombres, hombres, los odios a todos— se dijo—, y Stephen es como todos los demás!
Con un leve suspiro, se dio cuenta de que el traje de la Duquesa no estaría listo para la mañana siguiente si no se ponía a trabajar. No era obligación de una institutriz bordar para Su Señora, ni hacer ningún otro trabajo que correspondía a la doncella personal de aquélla, pero como la Duquesa había descubierto lo hábil que era Druscilla para el bordado, le encomendaba esas labores.
Y tal vez, pensó Druscilla, como lo había ya hecho otras veces con tristeza, sería una razón para que la Duquesa la conservara a su lado. Comenzó a dolerle la espalda, y su corazón continuaba latiendo con mayor celeridad que de costumbre, porque Stephen había estado en el salón de clases y despertado en ella el temor de que fuera descubierto.
Aquel pensamiento la estremeció. Temblando de frío, se dirigió al dormitorio y se quitó el vestido, poniéndose un camisón de dormir y una tibia bata de franela.
Luego, deshizo el apretado nudo que sujetaba el cabello en la nuca y éste rodó como una cascada de oro rojizo sobre sus hombros, deslizándose hasta llegar más abajo de su cintura.
Atravesando por el dormitorio, con pasos silenciosos, para no despertar a la niña dormida, tomó un cepillo y salió hacia el salón de clases.
Se cepilló el pelo hasta hacerlo brillar y se lo recogió hábilmente en una trenza, atándolo con una cinta verde en un pequeño lazo, al modo de una colegiala.
Se encontraba ya lista para continuar su labor y, sin embargo, aún persistía su turbación. Al mirar su cena, en la bandeja, decidió que no valía siquiera la pena probar el pollo frío.
Se cortó un pedazo de queso; untó con un poco de mantequilla una pequeña tajada de pan y trató de comer, sin conseguirlo. Desalentada, colocó la bandeja en el extremo opuesto de la habitación y se instaló en la mesa.
Le faltaban aproximadamente quince centímetros de bordado y se preguntó qué tanto tiempo le tomaría terminar su labor.
Había trabajado unas dos horas, cuando escuchó de pronto un ruido de pisadas en el pasillo de afuera.
El salón de clases estaba tan silencioso que Druscilla, desconcertada, levantó la cabeza. Los pasos se detuvieron frente a su puerta. Se oyó un golpe… y luego otro.
Druscilla permaneció sentada, como si se hubiera vuelto de piedra. Entonces oyó una voz, apenas más fuerte que un suspiro, que murmuraba:
—Druscilla, soy yo… Stephen. ¡Por amor de Dios, abre la puerta!
Su instinto le dijo a Druscilla que debía negarse, y sin embargo, casi como si estuviera actuando contra su voluntad, se levantó de la mesa y se aproximó a la puerta.
—¿Qué pasa?— preguntó.
—Déjame entrar, te lo suplico. ¡Por favor, Druscilla!
De nuevo, Druscilla pensó en negarse, pero el urgente tono de él la obligó a obedecer. Dio vuelta a la llave. El entró rápidamente, casi tirándola al suelo.
—¡Pronto… vuelve a la mesa!— dijo él—. Si llegara alguien, dirás que llevo aquí más de una hora, hablando de los viejos tiempos. ¿Entiendes?
—¿Qué ha sucedido?
—Sólo tú puedes ayudarme. Te lo suplico, Druscilla. Estoy desesperado, o de lo contrario no habría recurrido a ti.
Ella vaciló, pero en aquel momento ambos oyeron ruidos en la distancia.
—Pronto, haz lo que te digo— murmuró él—. No puedes fallarme… ¡nunca lo has hecho!
Fueron las últimas palabras las que hicieron decidirse a Druscilla. Con asombrosa rapidez, volvió a la mesa y tomó de nuevo su bordado.
Mientras lo hacía, Stephen empujó una silla frente a la mesa, se sentó en ella y levantó los pies en otra.
En aquel momento, Druscilla advirtió que llevaba la chaqueta en él brazo y que no llevaba puesta corbata. Su camisa blanca estaba abierta en el cuello, y su cabello, tan meticulosamente arreglado cuando ella lo vio por primera vez esa noche, en el estilo natural que había puesto de moda el Príncipe de Gales, estaba ahora desordenado.
No hubo tiempo de decírselo. El arrojó la chaqueta y el chaleco en el piso y empezó a abotonarse los puños y, en aquel momento, se abrió la puerta con violencia. El Duque de Windleham se encontraba frente a ellos.
Su Señoría tenía puesto un traje de viaje, y sus pulidas botas de montar estaban ligeramente manchadas de lodo. Druscilla se puso de pie automáticamente al verlo entrar, advirtiendo, mientras se le encogía el corazón, que el Duque estaba sufriendo uno de sus repentinos ataques de furia. Lo confirmaba el brillo de sus ojos oscuros y su ceño fruncido.
El Marqués no se movió de su cómoda posición, pero Druscilla comprendió que estaba muy tenso, cuando lo vio levantar la vista y fijarla en el Duque.
—¿Está listo para pelear conmigo, Lynche?— preguntó el Duque—. ¿O llamo a mis lacayos para que lo echen de mi casa en forma ignominiosa?
El Marqués se puso de pie con mucha lentitud.
—Estoy, desde luego, dispuesto a complacerle, Windleham—dijo con suavidad—, pero me gustaría conocer el motivo.
—Creo que es evidente, ¿no?— preguntó el Duque y su voz sonó como un latigazo—, lo vi salir de la habitación de mi esposa cuando yo me acercaba.
—¡Mi querido Windleham, pero qué acusación tan insensata!— replicó el Marqués—, le aseguro que llevo aquí más de una hora hablando con mi prima Druscilla y ella le confirmará que es verdad.
—Prefiero, Lynche, creer lo que yo he visto con mis propios ojos— contestó el Duque—. ¿Pelea conmigo o llamo a mis lacayos?
Casi no había terminado de hablar cuando se escuchó un grito y la Duquesa entró en la habitación. Llevaba un diáfano camisón de gasa azul zafiro pálido, y su cabello dorado le caía sobre los hombros. A pesar de la angustia de su rostro, se le veía encantadora.