Regla número 4: La sinceridad es la cara del alma.

2140 Words
Ariadna.   Me despierto con el sonido incesante del vibro del móvil contra la madera de mi mesita de noche. Parpadeo enfocando la vista hacia la luz proveniente del cacharro infernal. No quiero cogerlo. No quiero hablar con nadie. Tiro un cojín al suelo y pongo el móvil encima para evitar el molesto ruido y vuelvo a cerrar los ojos. Dios mío. ¿En qué momento mi vida se fue a la mierda? Ah, sí. Justamente ayer, a las 11:02 de la mañana. Lo sé porque el reloj que tengo colgado en la pared era lo que más miraba mientras analizaba la conversación que mi prometido exponía con cautela y abatimiento.     “ —Lo siento, cariño. Pero estoy muy agobiado, estresado, necesito un poco de tiempo. Un colega me ha ofrecido colaborar en un proyecto y le he dicho que sí. Tal vez estos días en Nueva York me ayuden a despejarme la cabeza. Me limpio las lágrimas.      —Pero... ¿agobiado de qué? Yo también estoy agobiada y no te pido tiempo de nuestra relación. —Me levanto de golpe incapaz de seguir mirándole por un segundo más. Ando por el salón.      —Princesa, todo saldrá bien, confía en mí. Solo serán unas semanas, te lo prometo —Me acaricia los brazos hacia abajo donde me rodea la cintura—. No quiero ir al altar con este cacao mental, es solo eso. —Deposita un beso en mi cabeza. Me tapo la cara con las manos al caer de pronto.      —La boda... —lloriqueo.      —Yo me ocupo de todo. —Vuelve a susurrar.”   El teléfono ilumina la habitación con otra llamada. Miro el identificador. Es Gia. No puedo, la verdad. No quiero hablar con nadie. Cuando la llamada finaliza le mando un mensaje diciéndole que estoy ocupada, que la llamaré en cuanto pueda. Anoche envié un e-mail a mi ayudante informándole que no iría. No tengo cabeza para nada. Que Oliver se haga cargo de lo haya. Me levanto, salgo a rastras de la cama en dirección a la ducha. Intento no pensar en nada. Pero me es imposible. ¿Un tiempo? Hay otra, ¿no? Suspiro. La boda es dentro de poco. ¿Cómo me hace esto ahora? Salgo de la ducha y me visto con unos pantalones blancos con el dobladillo de encaje y una camiseta a juego. Me cepillo el pelo, pero no me lo seco. Reparo en mi anillo de compromiso el cual me quedo mirando. Y lo miro. Y lo miro. Recuerdo el día que me lo puso. Recuerdo que lo hizo en el Rosaline. Un elegante y lujoso restaurante donde cenamos de maravilla. Cuando llegó el postre brindamos con champán y el anillo estaba en la copa. Me río. Que cursi me pareció todo aquello. Pero casarme es mi mayor deseo desde pequeña y la verdad es que no reparé a pensar en su ñoña proposición. Suspiro. Necesito té. No, un café. La verdad es que no me gusta mucho el té. Pero Paul insistía en que era mucho mejor.   Mientras espero que la cafetera haga su trabajo, me quedo con la mirada perdida hacia la ventana de mi cocina con vistas al jardín de atrás. Pienso en que todo ha pasado. Un tiempo... Bueno, igual es verdad que está estresado. El timbre suena, aún sumida en mis pensamientos voy a abrir.      — ¿Pero ¿qué...? —Me quedo sin aliento al verle de nuevo parado en mi puerta. Me mira tenso de arriba abajo durante unos segundos antes de sonreír.      —Hola, Ariadna —me saluda animado—. Vengo a que me invites a un té. —No puedo evitar que una estúpida sonrisa tense mis labios cuando levanta una caja de mi pastelería favorita y la abre dejándome ver donuts de chocolate.      —Hola, Oliver. —Me hago a un lado para que entre—. Sabes que mi té está horrible. —Me quejo. Él suelta una risilla encantadora. ¿Qué? ¿Encantadora? ¿Kane-Encantador? ¡Un momento! ¿Qué coño pasa aquí? —Aunque acabo de hacer café si te apetece —le ofrezco. A diferencia de Paul, Oliver, es un cafetero sin remedio.      —Es verdad, la cocina no es lo tuyo, nena. Pero ese café huele que alimenta. Te agradezco la invitación. Me quedo sin aliento.      — ¿Quién eres tú? ¿Y qué has hecho con mi jefe gruñón y borde? —me mira fingiendo ofenderse.      — ¡Oye! Yo no soy borde. —Levanto una ceja y él sonríe—. Quizá un poco —admite. Me dedica una altanera sonrisa mientras se quita la americana de su traje n***o hecho a medida. La deja perfectamente colocada en el sillón. Entra en la cocina tomando asiento en uno de los taburetes altos.    —¿Es posible hacer mal algo tan sencillo como calentar aguar y echar dos cucharadas de té? —pregunta burlón. Me concentro en la tarea de servir dos tazas generosas de café. Sé que en la oficina lo toma solo y cargado por la mañana. Justo igual que yo. De manera que preparo dos iguales. Paul odia el café, cuando se queda en casa evito hacerlo. Con el tiempo he llegado a tolerar esa bebida aguada que llaman té.      —La verdad es que nunca me ha gustado el té. Yo soy más de café —murmuro. Tomo asiento en el taburete a su derecha atrayendo con mi mano un delicioso donut. Muerdo con gusto, saboreando el delicioso chocolate belga.      —Lo sé. —Creo escuchar—. ¿Por qué no has ido a la oficina? —pregunta cerniéndose sobre la mesa para coger una servilleta. Me quedo helada contemplando su poderoso perfil. Tiene el pelo perfectamente cortado, muy corto por la nuca y más largo por arriba, de un color rubio ceniza muy acorde con el tono cálido de la piel de cuello que se ve suave... ¿Piel? ¿Suave? ¡¿Qué mierda estás diciendo, Ariadna?!      —No me encuentro bien. Lo tengo todo en orden y he preferido descansar un poco. —Me escuso en voz baja, rezo para que no lleguemos al meollo de la cuestión—. ¿Te molesta? Se gira rápidamente clavando esa mirada gris de acero en mí.      —No, si estas enferma debes descansar. —Vuelve a su lugar clavando una indescifrable mirada en mí—. Seguramente luego vendrá Paul para cuidar de ti —deduce. “Pum” Sus palabras son como una bala. Me quedo helada. Agarro mi taza caliente solo por el placer de sentir algo de calor en mis manos.      —Oliver... —Me tenso cuando pone los dedos en mi barbilla y me levanta la cabeza. Aprieto los labios cuando siento que me tiemblan.      — ¿Qué te ocurre?  —Pregunta con calidez. En eso momento todo cae sobre mí. Me echo a llorar—. Ari... —Me abraza rodeándome con sus enormes brazos. Me hago una pequeña bolita contra su pecho y lloro bajito. Oliver me mece despacio, me arrulla como si fuese una niña pequeña a la vez que susurra palabras de aliento. Acaricia mi espalda con sus manos reconfortantes dándome calor, haciéndome sentir...protegida. A salvo.      —Dios... Lo siento, Kane. —Me aparto rápidamente, avergonzada—. No debería... Yo... —Me sujeta las muñecas y se cierne sobre mí con todo su cuerpo pegándome a la barra de la cocina. Se me encoge el estómago. Se me altera aún más la respiración.      —Tranquila, Ariadna. ¿Dime qué te ocurre? Niego y bajo la mirada, y como estamos tan cerca, mi frente choca contra su pecho. Me invade el olor de su perfume. Agua fresca. Cuando tengo que ir a su oficina me quedo embelesada con el olor. Sus labios se posan en mi cabeza dejando un pequeño beso. Aprieto los ojos con fuerza intentando respirar hondo entrecortadamente.      —Es...Paul —le digo. Suelta mis muñecas no antes de ponerlas contra su pecho de cemento. Flexiono los dedos notando la calidez de su piel aún tras la camisa de algodón—. Me...me ha pedido tiempo. —Sus brazos me vuelven a rodear manteniéndome protegida. Pasa los dedos suavemente por mi espina dorsal. Consigo regular mi respiración ya más tranquila. Apoyo la mejilla contra su pecho oyendo su corazón e inexplicablemente le cuento todo a mi más arduo enemigo…      —Asique, se ha ido. Dice que está agobiado, que necesita pensar y que aplazará la boda unas semanas —suspiro las últimas palabras de mi relato.      —Vaya... No sé qué decir —susurra contra mi pelo. Permanecemos abrazados mientras me desahogo con el en medio de mi cocina.      —Ya somos dos —concuerdo en voz baja.      — ¿Qué vas a hacer? —pregunta. Quedarme aquí. Así. Para siempre. Me siento tan bien. Me remuevo un poco para que me suelte aterrada por el rumbo de mis pensamientos y por la intensidad de mis sentimientos.      —Te he manchado la camisa, perdona —me disculpo al ver la prenda blanca llena de manchas de lágrimas.      —No pasa nada. Tengo algunas en la oficina. Asiento sin poder mirarle. Me siento en el taburete cogiendo la taza de café, dándole un sorbo. Mmm... Está muy bueno.    —Tómate los días que necesites para descansar. No te preocupes por eso. Olivia y yo nos ocuparemos de todo. —Aprieto lo labios al oír ese nombre. Que mal me cae Olivia.    —Creo que lo que necesitas es poner en orden tus ideas —aconseja amable.      —No sé nada ahora mismo. —Vuelvo a beber del café que calienta mi cuerpo—. ¿Tú sabes que le pasa? —Me giro para mirarle. Él niega impasible. Mete un mecho de mi pelo detrás de la oreja y su mirada se dulcifica.      —No sé qué es lo que le pasa por la cabeza. No creo que esté siendo muy inteligente al pedirte esto ahora. Bajo la mirada abatida. Cuando menos lo espero su cuerpo vuelve a estar sobre mí. Sus brazos me rodean con fuerza y su piel calienta la mía. De nuevo respiro hondo su olor. Su olor me encanta.      — ¿Hay otra? —La pregunta sale disparada de mi boca.      —Eh... No lo sé. Eso es algo que deberías preguntarle a él, Ari. Suspiro.      —Sabes que odio que me llamen Ari —le recuerdo sin ningún atisbo de enfado. Él se ríe un poco. Sonrío ensimismada cuando se inclina volviendo a besar mi cabeza.      —Sabes que me encanta llamarte así —susurra en voz tremendamente baja que me acaricia el cuerpo entero. Cierro los ojos. Le encanta...    —Es un nombre dulce y encantador, como tú.     Oliver.   Me subo en el coche y arranco el motor poniendo rumbo a mi empresa. Tengo una reunión dentro de cuarenta y cinco minutos. El teléfono suena por el manos libres y lo cojo.      —Oliver, ¿qué tal? —Es Paul.      —Bien, ¿y tú? Suspira.      —Esta tarde hemos quedado, a ver qué pasa. Respiro hondo.      — ¿Qué piensas decirle? —Me detengo en un semáforo. Cuando giro la cabeza veo una floristería—. Llévale flores —propongo con un tono burlón.      — ¿Para qué me las tire a la cabeza? —Sonrío al ver la imagen en mi mente. Ojalá—. Siempre ha sido tan volátil. Espero que los años la hayan aplacado un poco —dice entusiasmado.      —Suerte, entonces.      —He hablado con Ariadna. El semáforo se pone en verde y sigo adelante.      —Si le has pedido tiempo no creo que sea bueno que la llames. La vas a confundir —le recrimino molesto.      —Ya lo sé. Pero... j***r, es que... Aprieto los puños al volante. ¿Es que qué?      —Oye, esta mañana he ido a verla, estaba hecha polvo y no ha venido a trabajar. No quiero ser su puto pañuelo de lágrimas y comerme todo el trabajo en la empresa mientras tú no estás. No la confundas —espeto.      —Tío, Ariadna es una mujer increíble. No quiero que sufra, solo quiero asegurarme que si las cosas salen mal aquí... —se calla. Aprieto los dientes con rabia.      —Tío, me da igual que quieras tener ambas barajas a la mano, pero soy yo quien se está comiendo el marrón de tu prometida. Y te recuerdo lo mal que nos llevamos. Haz lo que tengas que hacer rápido y deja que yo vuelva a mi vida. Suspira.      —Lo sé. Esta tarde veré que pasa con Jodi. Entonces decidiré algo.      —Bien. Adiós. —Cuelgo la llamada justo cuando vuelvo a pararme en otro puto semáforo. Mi teléfono vuelve a sonar. Es Marián.      —Hola, guapo...
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