Freya estaba sentada en la pequeña mesa de la cocina, su libreta abierta delante de ella, los dedos temblorosos sosteniendo un bolígrafo mientras anotaba rápidamente lo que había escuchado detrás de la puerta de la oficina de Damon. Sus palabras seguían frescas en su mente: la abuela exigiéndole matrimonio con Ivy, la presión del legado familiar, y la amenaza de tomar medidas si Damon no obedecía. Era justo lo que Jack necesitaba saber.
Su corazón latía con fuerza mientras escribía, temiendo que alguien pudiera sorprenderla en ese momento vulnerable. Y, como si el destino estuviera en su contra, la puerta de la cocina se abrió de golpe. Isabel Cross apareció con su presencia imponente y el rostro rígido, mirándola con frialdad, como si la sola vista de Freya le provocara náuseas.
—¿Qué haces aquí sentada? —preguntó Isabel con voz cortante, frunciendo el ceño.
Freya cerró de inmediato la libreta y la escondió debajo de un mantel.
—Nada, señora... Solo descansaba un poco.
—¿Descansando? —replicó Isabel con un tono sarcástico mientras se acercaba más—. No sé por qué mi nieto te contrató. Una coja como tú no tiene cabida en esta casa. Y, créeme, no vas a durar mucho aquí.
Freya sintió cómo la vergüenza y el dolor se mezclaban en su interior. Pero sabía que no podía responderle. Isabel Cross era la reina indiscutible de la mansión, y cualquier palabra equivocada podría sellar su destino antes de tiempo.
—Damon tiene problemas estomacales —dijo Isabel, de repente cambiando el tema—. Prepárale un té de jengibre. Y apúrate, a menos que tu cojera te lo impida.
La burla en la voz de Isabel era hiriente, y Freya bajó la mirada para evitar mostrar lo mucho que le dolían esas palabras. Sin decir nada, se levantó de la silla, sintiendo cómo la señora Cross la seguía con la mirada, como un halcón al acecho de su presa.
—Eso, despacito —añadió Isabel con una sonrisa maliciosa—. No querrás romperte otra pierna, ¿verdad?
Freya respiró hondo y caminó hacia la despensa. La vergüenza quemaba en su pecho, pero trataba de ignorarla. Sabía que tenía que aguantar. No podía permitirse perder ese trabajo, no con Jack amenazando la vida de su padre.
Mientras sacaba el jengibre y empezaba a cortarlo en rodajas finas, sintió la mirada de Isabel clavada en su espalda. Cada segundo que pasaba en esa cocina era un tormento. El simple hecho de que la abuela de Damon la considerara inferior por su cojera la hacía sentir pequeña y débil, pero no podía dejar que eso la detuviera.
Tenía una misión que cumplir, y aunque su lugar en esa casa era inestable, debía mantener la fachada hasta conseguir la información que Jack necesitaba.
—¿Sabes? —dijo Isabel con fingida dulzura mientras se acercaba más—. Mi nieto podría tener a cualquier mujer que quisiera. No entiendo por qué tiene aquí a alguien como tú... Pero no te preocupes, querida. No creo que dure mucho esa fantasía.
Freya apretó los labios y mantuvo la mirada baja mientras vertía el agua caliente sobre el jengibre. Cada palabra de Isabel era como una daga, pero no podía permitirse flaquear. Tenía que seguir adelante, tenía que resistir, por su padre, y porque sabía que Damon jamás la defendería. No era más que una sirvienta para él. Una sirvienta coja e insignificante.
—Deberías apresurarte —añadió Isabel antes de salir de la cocina—. Y recuerda: un error más, y seré yo quien se encargue de tu salida.
Freya permaneció inmóvil durante unos segundos después de que la señora Cross se fue, tratando de recuperar la compostura. Luego tomó la taza de té y se dispuso a llevarla a la habítación de Damon. Su cuerpo temblaba ligeramente, pero no tenía otra opción. La misión debía continuar, sin importar cuánto dolor tuviera que soportar.
Y, con el corazón apretado, Freya salió de la cocina, sabiendo que cada paso que daba la acercaba más al abismo.
Freya abrió la puerta de la habitación de Damon con cuidado, esperando no llamar demasiado la atención. Llevaba la taza de té en las manos, tratando de mantener la compostura después de la humillación sufrida en la cocina. Pero justo al cruzar el umbral, la visión frente a ella la dejó congelada.
Damon salía del baño, su piel bronceada y brillante por el agua que aún se deslizaba por su cuerpo. Solo llevaba una toalla atada a la cintura, colgando peligrosamente baja, revelando la forma definida de su abdomen y el contorno de sus caderas. Su pecho tonificado brillaba bajo la luz tenue, y su cabello oscuro, todavía mojado, dejaba caer gotas que trazaban caminos por su piel hasta perderse entre sus músculos.
Freya se quedó quieta por unos instantes, atrapada en el momento, incapaz de evitar que sus ojos recorrieran el cuerpo del señor Cross. Se sintió culpable al hacerlo, pero era como si su mirada tuviera voluntad propia. Sus mejillas comenzaron a arder de vergüenza, y rápidamente apartó la vista, enfocándose en el buró junto a la cama.
Con manos temblorosas, colocó la taza de té. Tenía que salir de allí cuanto antes. No podía permitirse otra humillación, y mucho menos quedarse sola con Damon en esa habitación. Dio un paso hacia atrás, dispuesta a girarse y salir sin decir una palabra. Pero justo en ese momento, una sombra oscura se alzó frente a ella.
Damon estaba allí, a solo centímetros de distancia, bloqueando su camino. El calor de su piel recién bañada parecía irradiar hacia ella, y Freya se estremeció al sentir su proximidad. Levantó la mirada tímidamente, y se encontró con esos ojos penetrantes que la observaban con intensidad, como si él pudiera leer cada pensamiento que se cruzaba por su mente.
—¿Ya te vas? —preguntó Damon, su voz baja y cargada de una sugestiva diversión. La sonrisa ladina que curvaba sus labios hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Freya.
Ella intentó responder, pero su garganta estaba seca, y las palabras no llegaron a formarse. Solo podía sentir cómo su corazón latía con fuerza, cada latido golpeando su pecho con violencia. La fragancia a menta y jabón fresco que emanaba de Damon envolvió sus sentidos, haciéndola sentir mareada.
—¿Te intimido? —añadió Damon, dando un paso más hacia ella. La cercanía entre ambos era abrumadora. Freya apenas podía respirar.
Ella negó rápidamente con la cabeza, aunque su cuerpo la delataba, con el temblor en sus manos y la aceleración de su respiración. Trató de retroceder, pero su espalda chocó contra el borde del buró. No tenía escapatoria.
Damon inclinó un poco la cabeza, observándola con curiosidad, como si disfrutara del efecto que causaba en ella. Las gotas que aún quedaban en su cabello cayeron sobre el hombro de Freya, y ese contacto leve hizo que todo su cuerpo se estremeciera.
—No tienes por qué irte tan rápido, ¿sabes? —murmuró Damon con esa voz seductora que parecía envolverla por completo. Sus ojos bajaron lentamente hasta sus labios, y Freya sintió un nudo en la garganta. No sabía qué hacer. Su mente gritaba que debía marcharse, pero su cuerpo no respondía.
—Debería... —comenzó a decir, su voz apenas un susurro, pero Damon la interrumpió.
—¿Deberías? —repitió él, su tono juguetón y ligeramente burlón, como si supiera que ella misma no estaba segura de lo que quería.
Los segundos se hicieron eternos, y en ese espacio íntimo, Freya sintió que la tensión entre ellos crecía, como una cuerda que estaba a punto de romperse. El hombre frente a ella no era simplemente su jefe; había algo más, algo que despertaba en ella sensaciones desconocidas y peligrosas. Algo que la aterraba y la atraía al mismo tiempo.
Damon levantó una mano, y Freya contuvo el aliento, esperando su siguiente movimiento...