La entrada al infierno

1064 Words
Isabella se retiró en silencio, dejándolos a solas. Freya no pudo evitar sentir que la mirada de la mujer la había perforado, como si ya la hubiera condenado a fallar. Pero el verdadero miedo lo sentía al estar de nuevo a solas con Damon, que la miraba con la misma sonrisa maliciosa de la cocina. Freya buscó con la mirada a la mujer con la que antes Damon estaba, pero al observar con detenimiento, se dio cuenta que solo estaban ellos dos. ¿A dónde se había metido? —No puedo esperar a ver qué tan bien te adaptas a tus nuevas responsabilidades —dijo Damon, inclinándose ligeramente hacia ella, su voz goteando sarcasmo—. Nos vemos mañana a las seis en punto para el desayuno. Y, Freya... —añadió mientras pasaba junto a ella, inclinándose lo suficiente para susurrarle al oído—. No llegues tarde. Freya se quedó congelada en el pasillo, con la sensación de que acababa de entrar en una jaula, y el depredador ya la había marcado como su presa. Aún sentía su corazón latiendo con fuerza cuando Damon se alejó, dejando tras de sí un aire de tensión que la envolvía como una nube oscura. Apenas había procesado lo que acababa de suceder cuando notó la presencia de otra persona. Una mujer con rostro amable y mirada serena se acercó a ella, casi como si hubiera estado esperando el momento adecuado para intervenir. —Hola —dijo la mujer con una sonrisa suave—. Me presento. Soy Maggie, el ama de llaves de la mansión Cross. Te llevaré a tu habitación. El tono de su voz, cálido y comprensivo, fue como un bálsamo para los nervios de Freya. Aunque su cuerpo seguía tenso y el miedo no la abandonaba, la presencia de Maggie era lo más cercano a un alivio en aquella situación asfixiante. Freya asintió lentamente, sin encontrar las palabras para responder, pero agradecida por el pequeño gesto de amabilidad en un lugar que ya se sentía como una trampa. —Gracias —logró murmurar finalmente, su voz apenas audible. Maggie no hizo preguntas. Simplemente le dedicó una mirada comprensiva, como si entendiera que Freya no estaba lista para hablar. Con un gesto delicado, la guió por los largos y silenciosos pasillos de la mansión. Cada paso resonaba en la inmensidad de la casa, que parecía más fría y opresiva con cada giro que tomaban. —El señor Cross puede ser… difícil. Después de lo que pasó con sus padres, él se volvió algo frío y cerrado —dijo Maggie después de un rato, rompiendo el silencio con una voz casi susurrante—. Pero si sigues sus órdenes y mantienes la cabeza baja, te será más fácil. No te preocupes, aprenderás a adaptarte. Freya no respondió. La palabra "adaptarse" le sonaba casi imposible en ese momento. ¿Cómo podría adaptarse a trabajar para un hombre como Damon Cross? El solo recuerdo de su mirada burlona en la cocina hacía que su estómago se retorciera. Y lo peor era que sabía que, por más cruel que fuera, no podía escapar de él. No mientras la vida de su padre dependiera de ello. Pero también aquello que mencionó sobre los padres de Damon la llenó de curiosidad. ¿Qué habría tenido que pasar para que Damon fuera de esa forma? Finalmente, Maggie se detuvo frente a una puerta discreta en una de las alas más alejadas de la casa. —Esta será tu habitación —dijo mientras abría la puerta y dejaba a Freya pasar—. No es mucho, pero tendrás privacidad aquí. Si necesitas algo, estaré por aquí. No dudes en llamarme. La habitación era pequeña y simple, con una cama individual, un armario y una ventana que daba al jardín oscuro y mojado por la lluvia. A Freya no le importaba el tamaño ni la austeridad; en ese momento, lo único que quería era un lugar donde esconderse de todo lo que acababa de suceder. —Gracias, Maggie —dijo Freya de nuevo, esta vez con un poco más de firmeza en su voz. Maggie le sonrió una vez más antes de despedirse, dejando a Freya sola en la habitación. Freya se dejó caer en la cama, exhausta tanto física como emocionalmente. Cerró los ojos, tratando de calmar su mente, pero la imagen de Damon, la intensidad de su mirada y la sensación de estar atrapada en su red seguían atormentándola. Mientras el sonido de la lluvia golpeaba suavemente la ventana, Freya supo que esa casa no sería su refugio. Sería su prisión. Y Damon, su carcelero. Al día siguiente, recibió la orden que cambiaría todo: Damon Cross había dejado claro que, a partir de ese momento, Freya sería la única encargada de atenderlo personalmente. Nadie más le serviría la comida, nadie más lo ayudaría en su rutina diaria. Y, para su horror, una de las tareas más humillantes incluía preparar sus baños de espuma. Cada día, acercarse a Damon se volvería una tortura. Sentía sus ojos fríos sobre ella cada vez que entraba en una habitación, incapaz de mirarlo directamente. El recuerdo de esa primera noche en la cocina la perseguía, y su presencia era una sombra que siempre amenazaba con desmoronarla. Pero lo peor no era solo su presencia, sino la forma en que él parecía disfrutar de su incomodidad, de su miedo. El baño de espuma se convertiría en su obligación. En ese momento, Freya sentía que el tiempo se detenía. El vapor llenaba el cuarto de baño, y ella, con las manos temblorosas, vertía los aceites en la bañera, intentando no cruzar miradas con él. Damon, por su parte, parecía disfrutar del poder que tenía sobre ella. Se recostaba en la bañera, completamente relajado, mientras sus ojos seguían cada uno de sus movimientos. Y aunque no decía mucho, la tensión entre ellos era palpable. Para Freya, esos momentos eran insoportables. Apenas podía respirar en su presencia, y cada vez que intentaba retirarse, él encontraba alguna excusa para retenerla un poco más. —¿Tienes miedo de mí, Freya? —le preguntó, con la misma sonrisa cruel que hasta ahora siempre le había dedicado. Ella no respondió, incapaz de decir una palabra mientras sentía que su corazón se le salía del pecho. No podía enfrentarlo. No podía ni siquiera mirarlo a los ojos sin recordar esa noche en la cocina.
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