G tomó mi brazo y lo apretó, arrastrándome lejos del sitio donde hace unos instantes acababa de pasar una de las escenas más extrañas que jamás había visto antes. En los libros los chicos malos no son tan raros. Por supuesto, G no se paró aunque le dije un par de veces que me dolía su agarre. Iba a dejarme marca. Lo intuía. Hasta que no me lanzó en mi cama no se quedó tranquilo. Cerró la puerta dando un portazo. Me encogí y me cubrí con la almohada, el escudo más eficaz que encontré a mi alrededor. No se disculpó. Me miró con cara de pocos amigos y deseé que el G de esta mañana volviese. El que tenía delante se parecía demasiado al que entró en mi apartamento no hace mucho, es decir, no G, sino el idiota. En mi cabeza no eran la misma persona. G era el simpático, y el idiota era... bueno,