CAPÍTULO 3

2005 Words
Me levanto antes de que salga el sol. Soy una de esas personas raras que realmente disfrutan de sus mañanas y no quieren morir ante la perspectiva de tener que salir de la cama y empezar su día. Soy consciente de que formo parte del grupo de los desvalidos. ¿Qué hay de nuevo? Después del café, me pongo la ropa de correr y salgo por la puerta justo cuando el sol empieza a salir y hace que rayas naranjas rompan el azul marino. Me dirijo al ascensor, hago estiramientos mientras espero, y no puedo evitar echar un vistazo al pasillo donde están mi piso y el de mi vecino. No puedo creer que vuelva a ser vecina de Hudson Rey. Vaya. Ya fue bastante malo la primera vez, ya sabes, si por bastante malo me refiero a que solíamos ser amigos de la infancia hasta que yo me volví gorda y torpe y él se volvió popular y cachas y ya no teníamos nada en común. Pero no estoy amargada. No. Lo he superado. Agradezco que el ascensor llegue en ese momento y me distraiga de mis pensamientos. Hace mucho tiempo que no me consumen flashes de mi pasado, los mismos flashes que vienen acompañados de ataques de inseguridad y dudas sobre mí misma. Hace tiempo que superé esas emociones desagradables y feas, pero aún me acechan y me recuerdan que no soy tan fría y tranquila como me gusta creer que soy. No me malinterpretes, estoy muy lejos de ser la Siena que solía esconderse en los armarios de los conserjes cuando los pasillos del colegio estaban abarrotados y quería evitar enfrentarme a adolescentes materialistas y gilipollas. Pero eso no significa que no experimente momentos en los que me obsesiono constantemente con cuánto he comido en un día, o si he quemado más calorías de las que he consumido, o si comer una chocolatina merece la pena por el sentimiento de culpa que vendrá después. Pero en su mayor parte, he aprendido a llevar un estilo de vida saludable del que puedo sentirme orgullosa. Termino mis estiramientos abajo, a las afueras del complejo. Forma parte de un bonito barrio que tiene un montón de tiendas y outlets en la zona. Mi propia panadería está al otro lado de la calle y sonrío con una expectación apenas contenida, sabiendo que dentro de una hora entraré en ella para el día de la inauguración. No espero tener muchos clientes, pero al menos empiezo por algo, ¿no? Cualquier cosa es mejor que la facultad de medicina, donde me sentía miserable. Es angustioso volver a empezar toda la vida a los treinta años y una parte de mí se siente fracasada, pero otra parte está entusiasmada ante la perspectiva de una segunda oportunidad. A veces todo lo que necesitamos es una segunda oportunidad. O eso dice mi padre, el sabio doctor. Una vez que me he estirado y los músculos se me han aflojado, empiezo a trotar ligeramente y pongo mi lista de reproducción para correr. Ahora mismo no hay ni un alma fuera, pero encuentro paz y consuelo en ello. Siempre he sido una persona solitaria y, aunque cada vez se me da mejor socializar y hacer amigos, sigo disfrutando más de mi tiempo libre que de la compañía. Correr es una de las actividades de las que disfruto (aunque al principio la odiaba) porque ayuda a mi cuerpo y, por lo tanto, es importante para mí. No sé quién necesita oír estas palabras, pero perder peso no solucionará todos tus problemas. Solía pensar que si tuviera el cuerpo ideal de las mujeres que ves en las revistas e i********:, entonces sería totalmente feliz. Solía pensar que si me deshacía de todo mi peso, entonces todo en mi vida encajaría en su lugar y sentiría que finalmente tenía valor. Que la delgadez lo arreglaría todo. Como persona que ha perdido casi veinte kilos, déjame decirte que no es así. Mi viaje de pérdida de peso sí que empezó así. Veía los cambios obvios en mi cuerpo, el progreso que estaba haciendo, y me sentía en la luna mirándome en el reflejo y viendo menos. El caso es que me volví adicta a eso. ¿Qué es lo que dicen? ¿Menos es más? Sí. No, no lo es. Pero pensé que lo era y me volví extremista una vez que vi el progreso. Eliminé muchos alimentos importantes y saludables de mi dieta porque pensaba que cuanto menos comiera, mejor. Trabajaba en exceso en el gimnasio y hacía una cantidad insana de ejercicio, cayendo en la cama al final del día y llorando de dolor, pero diciéndome a mí misma que era mejor que estar gorda. Torturaba mi cuerpo para que se pareciera al que la sociedad espera que tengas. Y cuando perdí esas setenta libras, no fui feliz en absoluto. Me sentía miserable porque me había tratado como basura para llegar a ese punto. No importaba que mi estómago estuviera plano o que mis brazos fueran palillos de dientes o que mi clavícula finalmente sobresaliera. Era una chica cansada y desdichada y seguía sintiéndome fea por dentro, aunque por fuera me viera "perfecta" Estaba destrozada. Había trabajado tanto para tener el aspecto que tenía y, aun así, me daban ganas de llorar cuando me miraba al espejo. Y eso era un asco porque yo hacía exactamente lo mismo cuando estaba gordita. Así que si no podía ser feliz cuando estaba gorda, y si no podía ser feliz cuando estaba delgada, ¿qué sentido tenía? No ayudaba que la gente esperara que fuera feliz cuando me volví claramente anoréxica. Se limitaban a ver todo el peso que perdía y me lanzaban piropos pasivo-agresivos como "¡qué delgada! El viento podría llevártela". Fue entonces cuando me di cuenta de que la gente siempre tendrá mierda que decir sobre tu cuerpo, sea cual sea tu peso. Fue entonces cuando me di cuenta de que, tuvieras el aspecto que tuvieras, siempre te sentirías insegura si no te aceptabas a ti misma. Nunca entendí cómo las chicas delgadas podían sentirse inseguras cuando su cuerpo era ideal según los estándares sociales, pero he estado en ambos extremos del espectro y puedo decir con confianza que la dismorfia corporal existe en ambos mundos. Flaca o gorda, vas a recibir comentarios que te harán verte de una manera fea si no estás contenta con lo que eres. Me llevó algún tiempo, algo de terapia y mucho trabajo superar la depresión que me sobrevino. Había perdido diez libras más durante esa época de mi vida, con lo que había bajado oficialmente ochenta libras desde los tres años que empecé mi viaje de pérdida de peso. Entonces sentí rabia y la utilicé para impulsarme en una dirección mejor. Volví a engordar. Peso saludable, esta vez. Comí proteínas, hice menos ejercicio, me permití algún dulce o refresco de vez en cuando sin sentirme culpable. En un año más, había engordado cinco kilos. El año siguiente engordé diez más. Y entonces, por fin, por fin, empecé a sentirme jodidamente bien. Me dejé de comentarios internos desagradables y decidí aceptarme. No era menos cuando me miraba al espejo, pero me sentía genial porque por fin había conseguido el cuerpo que me hacía sentir feliz. Era más curvilíneo, con muslos que se tocaban y un vientre tenso cuando estaba de pie, pero que se hundía un poco cuando me sentaba, pero me encantaba. Era el punto intermedio perfecto entre la Siena que era y la Siena que no quería ser. Llevo años manteniendo esta figura y soy feliz con ella, que es lo único que importa. Jadeo cuando llego al final de mi carrera y me arden los pulmones, pero es un dolor de los buenos. Antes odiaba correr y siempre decía tonterías cuando la gente hablaba de cómo se llega a amar el correr, pero es verdad. Todo se reduce a la intención. Una vez que empecé a ver el correr como una forma de trabajar mi cuerpo y una motivación para permitirme algún que otro antojo, me sentí agradecida de hacerlo. Tardo apenas treinta minutos en ducharme, vestirme, maquillarme y cruzar la calle hasta donde está mi panadería esperando a que la abran. Uso mis llaves para entrar y abro las persianas para dejar entrar la luz del sol, que ahora baña San Fran con su resplandor mañanero. Los rayos de sol iluminan la penumbra de la panadería y me dirijo a la parte trasera, donde está la cocina. Ahora estoy solo, pero espero poder contratar a alguien en el futuro para la preparación. De nuevo, tengo que empezar por algún sitio, ¿no? —Al menos no es diseccionar gatos—, murmuro mientras me enjuago las manos. Recuerdo que el día del laboratorio vomité cuando vi las tripas del pobre animal. Solo podía pensar en mi gordito, Sir Bigotes, que ahora estaba en el cielo. Me estremecí y me persigné por respeto. Era mi amigo gordo de toda la vida. Mi FBFL. Dios, echo de menos su irrespetuoso culo y la forma en que me silbaba solo por mirarle. Adorable. Paso la siguiente hora en la preparación. Tengo suficiente experiencia horneando por mi cuenta para ir rápido. Tengo todo tipo de masas listas y las amontono en sus respectivos moldes. Menos mal que hay dos hornos dobles. En pocos minutos, el olor de los donuts, croissants y magdalenas recorre Siena's Sweets. Inhalo profundamente con una sonrisa. dios, me siento como en casa. Coloco cada uno de los productos horneados en sus respectivos niveles y los deslizo detrás del cristal. A duras penas llego a tiempo para abrir a las ocho, ya que el letrero indica que se abre exactamente a las 8:01. Maldita sea. Me seco el sudor de la frente con cautela y suspiro. A este paso voy a tener que retrasar mis carreras hasta las tardes. Me coloco detrás del mostrador y espero ansiosa a un cliente. Las calles de San Francisco están llenas de gente con prisa. Hablan por teléfono, caminan deprisa hacia el metro, esperan ansiosos en las paradas de autobús y viajan con el café de la mañana en la mano. Cientos de personas pasan por delante de mi panadería cada pocos minutos. Pero nadie entra. Jugueteo con el labio inferior, cada vez más nerviosa. Hice publicidad y campaña todo lo que pude con mi presupuesto. También me tomé la libertad de tener mi propia página en i********: y f*******:. ¿Quizá debería actualizarlas? Hago una foto de mis productos recién horneados, me lío con los filtros hasta que tiene un aspecto estético y la publico. El pie de foto dice: —Siena's Sweets abre sus puertas. ¡Ven a por los tuyos antes de que se nos acaben! Suficientemente entretenido, ¿verdad? Solo tengo setecientos seguidores, más de la mitad de ellos son mi familia y amigos que me siguieron por simpatía, pero estoy segura de que mi plataforma crecerá con el tiempo. Asiento con la cabeza y respiro hondo, cuelgo el teléfono y vuelvo a esperar. A media tarde, nadie se ha asomado siquiera al interior. Siento que las lágrimas me asoman por los párpados y trato de disiparlas. Estoy exagerando. Es mi primer día y soy la dueña de un pequeño negocio. Por supuesto que la gente va a tomar sus cafés y productos horneados de un Starbucks local o algo así. Claro, pongo mucho amor en cada dulce mientras que esos son hechos comercialmente, pero no me voy a amargar. No, no. j***r, yo personalmente nunca apoyé a los pequeños negocios hasta que monté el mío propio. No podemos evitar las cosas que no conocemos, ¿verdad? No hay necesidad de estar triste. Cojo las bandejas una a una y lo recaliento todo. Me sirve de distracción y consigo deshacerme de ese estúpido nudo en la garganta. Cuando saco el último plato, veo una cabeza rubia que se asoma al cristal. Doy un respingo de sorpresa y me agacho para que no me vea asustada.
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