—Dios mío, Dios mío, Dios mío, está pasando—, susurro y me obligo a respirar. —Sé guay. Sé encantadora.
Vuelvo a levantarme, orgullosa de que no se me caiga la grada que tengo en la mano mientras la deslizo despreocupadamente en su sitio detrás del cristal.
—¡Buenas tardes! ¿En qué puedo ayudarle?— Digo con una sonrisa radiante y me limpio las manos sudorosas en el delantal. Estoy hecha un manojo de nervios y espero que no se me note en la cara.
—Hola—. La chica comenta distraída mientras se saca los auriculares. —¿Cuánto por la magdalena de arándanos?
—Serán dos dólares con cincuenta centavos, ya que es tamaño jumbo.
Hace una mueca.
—¿Tres dólares por una magdalena? Uh, en realidad creo que estoy bien. Pero gracias
—Oh.— Mi sonrisa se tambalea y me esfuerzo por volver a colocarla en su sitio. —Claro. ¿Podría interesarte un donut? Son más baratos.
Niega con la cabeza y sonríe amablemente, se vuelve a poner los auriculares y se marcha. Prácticamente, oigo cómo se me parte el corazón cuando la puerta se cierra tras ella. Mi panadería vuelve a estar vacía y silenciosa, y yo me encorvo contra el mostrador, derrotada. Sabía que llevar mi propio negocio sería duro, pero no pensé que lo sería tanto. ¿Hice bien en dejar la facultad de medicina? ¿Es un error? Me moqueo antes de darme cuenta y cojo un puñado de pañuelos para quitarme los mocos. Encantadora, ¿verdad?
Abro mi i********: para ver si me va mejor. De momento, solo tengo sesenta "me gusta" en las últimas cinco horas. ¿Solo sesenta "me gusta" cuando tengo setecientos seguidores? Qué asco. Es tan frustrante tener seguidores fantasma. Cierro el teléfono con otro resoplido y me desplomo en un taburete alto, dándome por vencida.
Así que este es el mayor asco de todos los ascos. Mi panadería está dando la mamada de su vida, así de mal está la cosa. No ayuda que mis maravillosos e increíbles padres, que están a kilómetros de mí, me manden mensajes y me pregunten cómo va mi primer día. No quiero admitir el fracaso que soy, así que los ignoro, aunque les cuento todo. Más mamoneo. dios, mi panadería es una puta.
¡Déjalo ya! Nada bueno en la vida es fácil, ¿recuerdas? Tienes que agarrar lo que quieres por las pelotas y tirar. Pero no en posiciones comprometidas, por así decirlo. Sin embargo, una pequeña caricia amorosa funciona.
Con un impulso de determinación, probablemente el último que sea capaz de reunir hoy, cojo una grada y me dirijo a la puerta. La abro y, apoyándome en ella, levanto la grada y llamo a los habitantes de San Francisco.
—Venid a por vuestros productos horneados. Estamos abiertos al público. Nada como un croissant caliente y esponjoso para pasar el resto del turno.
Me ignoran completamente. Gilipollas.
Pero no me inmuto. Sigo agitando mi grada y dando voces de ánimo. Me miran brevemente, si acaso. Un tipo se me acerca y me pregunta si mis tetas están en el menú. Le miro fijamente al pecho y le pregunto lo mismo. Es seguro decir que se marcha después de eso.
Después de quince minutos y con la garganta irritada, vuelvo a entrar. Esta vez no puedo evitar las lágrimas y veo borroso mientras recaliento por tercera vez los productos horneados. Y yo que pensaba estúpidamente que tendría que hacer varias tandas en un día. Pensé que todos los asientos de esta panadería estarían llenos de gente riendo y hablando y gritando que les había gustado la comida. Pensé que me pedirían recetas, o me contratarían para eventos, o me harían pedidos personales. En lugar de eso, hoy solo me he comido un donut y ha sido la comida de lástima que me he permitido. Impresionante.
Es casi la hora de cerrar cuando empiezo a recoger los dulces que no me he comido. Qué desperdicio. Tal vez vea si puedo darlos a un refugio o algo así. No quiero llevármelos a casa. Llevo todo el día mirándolos y si tengo que seguir mirando mi fracaso voy a vomitar.
Estoy recogiendo la última hilera cuando oigo un ruido junto a la puerta principal. Levanto la cabeza con cautela y veo a un hombre que entra, hablando por el móvil y obviamente distraído. ¿Ha entrado por error? Pero no. Se detiene delante del mostrador y, cuando levanta la vista, frunce el ceño.
—Lo siento. ¿Está cerrado?— Hace un gesto hacia mi embalaje.
Parpadeo, intentando no hacerme ilusiones. Podría escamarse como la última chica.
—Um, no. Me has pillado justo a tiempo. ¿Te... te gustaría hacer una compra?
Asiente.
—Uno de esos croissants. ¿Podrías calentarlo?
Dios mío. Me trago la gravilla de la garganta.
—Por supuesto. Son setenta y cinco dólares.
Ya está sacando un billete y me lo acerca. Lo miro fijamente, intentando no llorar. ¿De verdad quiere comprarlo?
—¿Estás bien?— le oigo preguntar.
Levanto la vista y lo descubro mirándome, un poco asustado. Mierda. Me aclaro rápidamente la garganta y me reprendo por no haber sido profesional. Qué estupidez. Asiento con lo que espero que sea una sonrisa de agradecimiento y caliento rápidamente su cruasán. Lo meto en la bolsa personalizada y le doy el cambio. Con un gesto de la barbilla, sale de la tienda. Dos minutos más tarde, sigo mirando a la puerta en estado de shock.
Me cago en la put... ¡Madre mía! He vendido algo. Y solo ha sido un croissants y el resto de mis dulces están totalmente intactos, pero... ¡He vendido algo! Mi sonrisa es enorme, mi espíritu intacto, cuando por fin llega la hora de volver a casa. No ha estado mal. Nada mal.