El día estaba soleado y la temperatura era ideal para pasar tiempo al aire libre. Las personas que trabajaban en aquella pequeña empresa, misma que comenzaba a crecer a pasos agigantados, podían disfrutar de un espacio verde con varias atracciones para despejar sus mentes luego de una semana de mucho trabajo. No solo la comida y bebida corrían por parte de los dueños de la empresa, sino que se había dispuesto un enorme espacio para jugar partidas de paintball.
Camila llegó pasadas las doce junto a sus dos compañeros de trabajo, realmente se llevaban muy bien lo que favorecía que los trabajos salieran más rápido, cada vez mejor. Al encontrar el lugar no pudieron más que sonreír amplio, casi como pequeñuelos contemplando la enorme piñata que se acercaba para ser reventada de un solo golpe, esparciendo en su destrozo cientos de golosinas que volaban por los aires, brillantes, perfectas.
A lo lejos los dos hermanos juntos con Marcos, contemplaban a ese trío peculiar acercarse a la entrada, debatiendo, dudando si ir a saludar, ya que, si bien se mostraban un tanto intimidados por el simple acto de saludar a sus jefes, estaban seguros que no podían evitar hacerlo, ya que aquella acción los dejaría peor plantados, como casi escupiendo la mano que aquellos sujetos les tendían, brindándoles un trabajo cómodo, con buena paga y excelente ambiente, con toda esa tecnología a su disposición junto a aquellos horarios flexibles, casi inexistentes.
—Voy a ir a saludar así no queda tan obvio que mueres por hablar con ella — dijo Samantha apoyando suavemente su mano en el hombro de su hermano que solo le otorgó una mirada seria a modo de respuesta.
Sin más la rubia se alejó del par a paso lento, firme, con autoridad aplastante y ese movimiento de caderas que volvía loco a Marcos, a ese que la devoraba con la mirada, feliz, rebosante de dicha, al saberse compañero de tan preciosa mujer. Jeremías y Marcos pudieron ver a Samantha acercarse al trío que acababa de llegar, decir unas palabras, señalar en su dirección y luego ese movimiento, casi imperceptible, de Camila aceptando la propuesta de su jefa. El morocho no pudo evitar sonreír al ver a su hermana regresar acompañada por aquellos tres.
—Miren quiénes nos acompañan en este hermoso día — exclamó la mujer al acercarse a los dos hombres. Ellos sonrieron a modo de respuesta.
—Bienvenidos — los recibió Marcos —, espero que tengan un muy buen día — dijo mientras sonreía amplio, pero no era por su propia felicidad, no, nada más alejado que eso, sino que lo hacía más por ver a su amigo tan tímido, tan dubitativo de sus próximas palabras, casi como si nunca se hubiese enfrentado a una mujer hermosa.
—Gracias — respondió Camila con una pequeña sonrisa en los labios mientras miraba alrededor.
—¿Paintball? — preguntó Julián señalando el espacio donde se disputaban las partidas.
—Exacto — respondió la platinada —. Hay que formar equipos de a seis, si quieren formamos uno entre todos — propuso entusiasmada mientras miraba fugazmente a su hermano.
—Yo creo que paso — respondió Camila.
—¿No me dirás que la líder del grupo tiene miedo a jugar con balas de pintura? — Y esa fue la primera intervención del morocho que tenía una enorme sonrisa en sus labios.
Camila no prestó demasiada atención porque su cabeza trabajaba rápidamente para encontrar una buena excusa y no tener que participar de aquello, pero ¿cómo se negaba a una petición de los dueños de la empresa junto con su asistente? No quedaría bien, aunque realmente aquel juego le producía más miedo que atracción. Por su parte Azul estaba perdida observando a aquellos hombres que parecían sacados de un catálogo de modelos, que eran tan naturales al actuar, tan calmados al hablar, tan seguros al hablar, al saberse dueños de la atención de cada alma que pisaba ese espacio. Sí, esa chica rubia tenía la reacción a la que ellos estaban acostumbrados.
—Yo… — Intentaba responder Camila aún sin una buena excusa formada en su mente. ¿Era demasiado decir que estaba en contra de cualquier tipo de violencia? Seguro que sí.
—Nosotros participamos. — Se adelantó Julián ganándose una mirada de odio por parte de su líder y de agradecimiento por parte del morocho.
—Perfecto — dijo Samantha —. Voy a avisar para que nos digan en qué momento nos toca.
—¿Miedo? — Volvió a preguntar el morocho a la castaña que todavía estaba impactada por la decisión que Julián tomó, inclinándose hacia ella en un acto desesperado por acortar aquella distancia que le parecía enorme, asquerosa, detestable..
—¿Yo? No, para nada — respondió intentando sonar confiada.
—No te preocupes, yo te cuido la espalda — respondió Jeremías en un susurro mientras le guiñaba un ojo. Sí, podía asegurar que ese colorcito en las mejillas de Camila era una de las cosas más adorables que jamás había tenido el placer de contemplar.
—Eso espero — respondió ella sin prestar demasiada atención —. Creo que esas balas deben doler — agregó mirándolo a los ojos, clavando sus oscuras pupilas en él, suplicando en silencio por una mínima apertura por la que pudiera colar una disculpa y no participar de aquello.
Jeremías sonrió suavemente, sin querer romper la pequeña burbuja de tan bonita muchacha, sin querer revelar que sí, efectivamente esas bolitas dolían y, a veces, demasiado.
Pasaron los siguientes veinte minutos conversando entre los seis, intentando no caer en temas laborales pero fallando estrepitosamente en tan rebuscada faena. Cuando fueron llamados Camila suspiró resignada, ya no tenía más opción que aceptar su cobardía, juntar el poco orgullo que le quedaría, y caminar siguiendo al grupo que se dirigió a la carpa para colocarse unos trajes y protecciones sobre sus atuendos. Una vez listos escucharon las indicaciones de seguridad mientras les entregaban las armas.
—Ok, bien… tengo miedo — le susurró la castaña a Jeremías, apoyando, sin querer, su mano en el brazo del hombre que estaba a su lado.
Él tardó un poco en reaccionar debido a que no esperaba esa confesión y mucho menos el pequeño contacto que estaban teniendo. Una sensación de ternura inundó su pecho y dejó salir una carcajada ronca, de esas que raspan en la garganta pero llenan el alma. Como respuesta la chica lo miró irritada, ¿acaso se estaba riendo de su miedo? Jeremías volvió a concentrarse en esos ojitos que destilaban enojo, enfado desmedido, a su pensar, y se aguantó la gracia. Caviló, en apenas unos segundos, que, más allá de su hermana, ninguna mujer le otorgaba una mirada de aquellas, no antes de haber tenido relaciones con él. Sí estaba acostumbrado a esas miradas cargadas de odio una vez que decidía dejar a la mujer cuando ya había cubierto sus deseos sexuales, ¿pero antes? Nunca. “Bueno -se dijo -, siempre hay una primera vez para todo”.
La carcajada tomó a varios por sorpresa, el hombre era bastante serio y ahora reía abiertamente ante una chica que lo miraba irritada. Samantha y Marcos intercambiaron miradas cómplices, mientras que todas las mujeres, y algunos hombres, que se encontraban observando desde fuera toda la escena explotaban de envidia hacia la mujer de pelos desordenados que tocaba al morocho sin demasiados problemas. Ya la habían tolerado charlando con él desde su llegada y ¿ahora esto? Jamás nadie había tenido tantos privilegios como esos tres que estaban acompañando a los dos hombres más hermosos y codiciados de la ciudad. Julián también era bastante observado, porque si bien Samantha era una mujer abierta y simpática, jamás le dedicaba demasiado tiempo a ningún hombre, y ahí estaba él, disfrutando de su compañía. Pocos sabían de la relación entre la platinada y Marcos, ellos no se mostraban mucho como pareja aunque tampoco les molestaba que se supiera lo que pasaba en realidad. Otro dato que pocos conocían es que Sam era hermana del morocho, asique varios tenían el pensamiento de que, tal vez, era pareja de ambos hombres. ¡Y cómo se divertía la rubia con tan loca teoría!
Solo diez minutos después de tan extraño evento, comenzó la partida. Mientras las balitas, bien redondas y de colores estridentes, cortaban el aire mientras volaban con increíble precisión entre las distintas estructuras que se ubicaban esparcidas por el campo de batalla, Camila se encontraba escondida detrás de unas torre inflable, rogando que no la encontraran, suplicando que aquella tortura finalizara de una buena vez.
—Te van a encontrar muy rápido aquí — le dijo Jeremías mientras se agachaba a su lado.
—Mierda, mierda, mierda… en serio no sé por qué dejé que Julián aceptara — dijo ella con miedo y enojo. El morocho rió obteniendo, por segunda vez en el día, una mirada cargada de reproche por parte de aquella preciosa mujercita.
—Bien, hagamos esto. Te ayudo a llegar a la pequeña casita que está por allá y ahí vas a poder protegerte con las paredes, pero vas a tener que disparar si alguien viene — le dijo al ver que su arma aún tenía todas las balas.
—Mejor disparame así ya puedo salir — pidió resignada.
—No, vamos, hay que disfrutar un poco — la animó..
El plan no salió del todo bien. Camino a la pequeña casa una bala golpeó el glúteo derecho de Camila, causando un importante dolor en la chica y una ruidosa carcajada en el hombre.
—El peor momento de mi vida — exclamó Camila una vez que la partida había finalizado y estaba libre de todo el equipo de protección—. Julián, te tocará el trabajo más aburrido y tedioso que nos den esta semana — advirtió a su amigo que reía ante lo cobarde que era su líder en un juego para niños.
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El lunes llegó tan rápido como siempre. Camila caminó a su mesa y observó que su amigo estaba trabajando, se acercó despacio y, cerrando su puño, golpeó el hombro del hombre con fuerza. Jeremías, que contemplaba desde su oficina todo lo que ocurría, no pudo evitar reír. ¡¿Qué rayos le sucedía a Camila?!
—Camila, ¡Dios! — exclamó Julián mientras acariciaba la zona afectada.
—Tengo un moretón del tamaño de un melón en mi trasero —gruñó apuntando su glúteo —. No pude sentarme en todo el día de ayer y mis hermanos se burlaron de mí — señalaba al chico furiosa —, por tu culpa — terminó casi gritando.
Julián estalló en una fuerte carcajada la cual hizo que se ganará un nuevo puño en su hombro.
—Perdón — dijo el chico mientras seguía riendo —. La próxima vez pregunto.
—No, eso no lo hago de nuevo — dijo ella y, cuando giró para ir a buscar una silla en la mesa de enfrente para sentarse, chocó con una persona que iba pasando justo por allí. — Perdón — dijo ella y lo vió.
Francisco era un chico alto, bastante alto, y delgado. Su pelo, un poco desordenado y rojizo, causaba ternura, sus ojos oscuros la miraban fijamente y su perfume le llegó nublándole los sentidos, atontándola al punto de no poder articular ni una miserable palabra. Ella se sonrojó con fuerza, completamente ignorante de cierto morocho que veía la escena desde el fondo del amplio espacio, apretando su mandíbula con furia contenida.