Poco más de veinte años atrás
—No deberías ayudarme —dijo Lane cuando se recostó del árbol de roble que estaba en el parque junto al arroyo.
Verity estaba sentada de piernas cruzadas en el pasto, con el cabello oscuro atado en dos coletas que su abuela le hizo esa mañana antes de ir a la escuela. Su cabello caía sobre el cuaderno de Lane, y su lápiz estaba fuertemente agarrado mientras le resolvía las cuentas matemáticas que él no podía hacer,
—Es lo que las personas buenas hacen —dijo Verity con su vox infantil—. Las personas buenas ayudan a los desamparados. Eso dice el pastor de la iglesia a la que voy con mi abuela.
Lane cruzó los brazos y alzó el pie para colocarlo en la corteza.
—No eres buena. Eres mandona —dijo Lane cuando la miró esforzarse para que todos los números tuvieran el mismo tamaño y forma sin salirse de la línea—. Te gusta mandarnos a todos.
Verity no le quitó la mirada a la suma y calculó en su cabeza.
—No es cierto. Solo me gusta que se haga como yo quiero.
Lane asintió con la cabeza.
—Mandona —dijo el pequeño—. Eres una mandona.
Verity hizo un ademán y se quitó el cabello del pecho.
—Como sea, también dicen cosas de ti —comentó ella cuando terminó la segunda y fue por la tercera sin siquiera borrar uno de los números—. Dicen que tu padre te maltrata.
Lane tragó saliva y ella no escuchó una respuesta rápida. Verity despegó la mirada del cuaderno y se disculpó por decirlo de esa manera. Le dijo que no tenía que contarle nada si no quería. Lane apretó la mandíbula y sujetó el borde de su camiseta blanca. Era la primera vez que le mostraría eso a alguien que no fuese el espejo del baño de su casa, y no tuvo miedo de que ella lo juzgara.
—No es mentira —dijo Lane alzando su camisa de un tirón.
Verity miró las marcas moradas, los hematomas rojizos y las zonas verdosas donde los golpes estaban cambiando de color. Tenía moretones en el estómago, en el pecho y también en las costillas. Su padre lo había golpeado hasta cansarse la noche anterior, y aun así Lane tuvo el valor de ir a la escuela ese día,
—Dios mío, Lane —dijo ella cuando soltó el cuaderno y se levantó de la grama para acercarse y mirarlo detenidamente.
La niña deslizó la mirada por su piel amoratada hasta sus ojos.
—No lo toques —advirtió él—. No me gusta que me toquen.
Verity miró los hematomas y su corazón se estrujó. Era una niña de apenas ocho años. Verity había crecido en un hogar con amor, rodeada de peluches, con aromas a galletas recién horneadas, pan de canela y con una mascota adorable, mientras Lane creció con la pérdida de su madre, el aroma del alcohol de su padre y la grasa del taller mecánico de donde salía el dinero para subsistir. Ellos eran tan diferentes, que a simple vista no podían siquiera ser amigos. Lane contaminaba la bondad de Verity, o eso decían.
—¿Por qué lo hace? —preguntó ella sin comprenderlo.
Lane se bajó la camiseta y metió las manos en sus bolsillos.
—Le gusta beber y golpear, y cuando bebe, golpea —dijo tranquilo—. No importa. Me iré lejos cuando sea grande. No me quedaré aquí para siempre, y quiero que vengas conmigo.
Verity lo miró a los ojos y agrandó los suyos.
—¿Huir?
—Es eso o que alguna vez me mate —dijo siendo un niño.
Verity imaginó lo que sentiría si él moría. Uno de los cachorros de su perra murió en el parto, y el hecho de ver algo sin latido y sentir su piel fría la estremecía. No le gustaba que la muerte existiera, aun cuando sus padres murieron en un accidente.
—No quiero que mueras, Lane —le dijo mirándolo a los ojos.
Lane miró sus ojos y apretó sus dientes.
—Entonces vente conmigo. Cuando tenga dinero y un auto, pasaré por ti y nos iremos lejos —dijo sonriendo ante el hecho de poder algún día huir de los maltratos y las golpizas de su padre—. Eres mi única amiga, y quiero que lo seas para siempre.
Eso le encantó a Verity. Ella era un amor. Era una chica dulce, era la que lo ayudaba en la escuela y compartía parte de su comida con él. Fue la única que levantó la voz cuando quisieron golpearlo y quien le dijo que siempre estaría con él cuando la necesitara, y que ella lo ayudaría con sus tareas porque era muy inteligente. A ella le encantaba regresar a casa con Lane y sentarse en el jardín a tomar limonada y mirar la forma de las nubes. Era con quien escapaba al arroyo a ver los peces y el que empujaba su rueda hasta que finalmente cayera en el agua e iba por ella porque no sabía nadar. Había una fuerte amistad y un lazo inquebrantable, pero aun con ocho años, Verity pensaba en los demás antes que en ella, y cuando Lane le pidió huir cuando fuesen grandes, pensó en su abuela y en que ella era la única persona que la cuidaba.
—También eres mi amigo, Lane, pero no puedo irme contigo. Tengo a mi abuela y su casa, y tu serás grande y tendrá a alguien.
Lane frunció el ceño y no lo pensó.
—Cuando seamos grandes, me casaré contigo —dijo Lane.
Verity apretó los dedos de sus pies.
—¿Por qué?
Lane movió los hombros y recordó algo que también escuchó en la iglesia cuando iba sin la autorización de su padre.
—El Padre dice que su padre se casó con su mejor amiga y la hizo su mamá, y tu eres mi mejor amiga, así que debes ser mi esposa —dijo cuando alcanzó una de las pajas y la enroscó para tenderlo hacia ella como un anillo—. Verity, cásate conmigo.
Verity miró el anillo que Lane hizo con la paja y sonrió.
—Estás loco —dijo sonriendo.
Lane movió los hombros.
—Sé mi amiga con la que me casaré —animó Lane.
Verity miró el anillo.
—¿Y qué hay de la abuela?
—La llevamos con nosotros —aseguró Lane—. Ella me quiere, igual que mi abuela, y podemos ser felices los cuatro.
Verity lo miró tan inocente, tan tierno, que sonrió grande.
—Sería lindo —dijo en un susurro.
Lane colocó el anillo sobre el cuaderno y dio un paso atrás.
—Piénsalo —dijo moviendo los hombros y sonriéndole con cariño—. Tienes hasta que compre mi auto para decidir.
Verity miró el anillo sobre el cuaderno y luego a él. Como no le gustaba que lo tocaran, ella recogió el anillo y lo miró. Era un anillo ordinario, pero era la primera vez que alguien le decía que quería casarse con ella, y que lo hacía feliz. Verity sentía algo por Lane. En ese momento no sabía cómo describirlo, pero pensó que eso era algo lindo y que Lane merecía algo lindo en la vida.
—No tengo que pensarlo —dijo Verity cuando ella misma se colocó el anillo en el dedo donde su abuela llevaba el suyo—. Acepto casarme contigo cuando tengas tu auto para huir.
Lane le sonrió y controló el impulso de saltar y llenarse de felicidad porque la chica que quería le dijo que sí quería casarse con él. Fue algo inocente, algo de niños, y Lane no entendía por qué lo estaba soñando antes de que su teléfono sonase y lo despertase de uno de esos momentos más felices que tuvo en mucho tiempo. Lane estiró la mano y alcanzó el teléfono que llevó a su oreja sin abrir los ojos para ver el número ni la hora.
—¿Hola? —preguntó un hombre al otro lado—. ¿Quién es?
Verity despegó los labios, y ese amor dormido, resucitó con su voz. Ese amor que Lane soñó esa misma noche, bombeó el corazón de la mujer de casi veintinueve años que lo llamó para informarle sobre la muerte de su abuela. Verity escuchó la voz ronca de Lane preguntar qué sucedía, y controló el temblor en sus manos.
—Por favor, con el señor Daniels —dijo ella temblorosa.
—¿Quién lo busca? —preguntó Lane adormilado.
Verity se debatió entre decir su nombre o mentir, y por el temor que inundó su cuerpo, eligió obviar esa respuesta.
—Es para informarle que la señora Jodie McCoy a muerto.
El sueño que invadía el cuerpo de Lane se evaporó cuando escuchó la terrible noticia al otro lado del teléfono.
—¿Mi abuela murió? —preguntó dudoso.
Verity conocía la importancia de su abuela en su vida. Era la única persona con la que compartía una llamada una vez al mes, y la que siempre le decía cómo estaba Verity. Era una mentira todo porque su abuela jamás le contaba la verdad. No le dijo que estaba enferma, que estuvo en el hospital y que estaba muriendo, así como tampoco le dijo que Verity era la esposa del gobernador ni que tenía una preciosa hija que era idéntica a él.
Lo que su abuela le contó fue lo que Verity y ella eligieron contarle, y no fue hasta ese momento cuando los dos amigos que se comprometieron en ese campo de grama, volvieron a hablar.
—Lo lamento mucho —dijo ella cuando se recostó de una de las paredes del hospital—. ¿Podría venir mañana a su funeral?
Lane se enderezó en la cama y se sentó con la mano en la cabeza. Lane juró jamás regresar a Vancouver. Jamás volver al pueblo que miró como su sangre era derramada por un borracho infeliz. Cuando huyó, juró jamás regresar, y esa promesa se mantendría.
—No puedo —respondió Lane—. Estoy ocupado.
Verity era la misma chica insolente a la que le encantaba llevar la contraria, que le discutía y que lo silenciaba si era necesario. Eso no cambió en todos esos años, al contrario, se hizo peor.
—¿Ocupado? ¿Estás ocupado para la mujer que lo dio todo por ti y hasta vendió una vaca para que te fueras de Vancouver? —preguntó Verity con ese tono de voz dominante y mandón que recordaba—. Lo menos que puedes hacer por ella es organizar su funeral, y no ser un nieto tan desalmado como para no decir adiós.
Lane enmudeció. La mujer lo arrastró por teléfono.
—Me dijo que el funeral es mañana —dijo él—. Esta arreglado.
—¿Así funciona ahora? ¿Que otros hagan las cosas por ti? —preguntó ella cuando se alejó de la pared y colocó la mano bajo su codo para enfatizar su increíble reprimenda—. Tu abuela dio todo por ti, y fue quien liberó a tu madre cuando tu padre la golpeó. Siempre estuvo de tu lado, y merece respeto, o al menos una despedida decente del único nieto que le queda en la vida.
Lane se quitó la sábana de las piernas y encendió la lámpara a un lado de la cama. No sabía quien llamaba hasta ese momento, cuando todo lo que la mujer le dijo, era de alguien que lo conocía.
—Lo que acaba de decirme solo lo sabe una persona, y ese tono irritante también es de solo una persona —dijo Lane.
Lane sintió como algo inyectó a su corazón de adrenalina cuando la persona con la que estaba soñando, estaba al otro lado de la línea, reprendiéndolo como lo hacía cuando eran niños.
—Verity —susurró antes de preguntar—. Verity, ¿eres tú?
Ella se calló. Fue automático cuando él preguntó por ella, que la reprimenda terminó y solo quedó un sudor frío por su columna. ¿Qué le diría? ¿Le diría que era ella? ¿Podría decirle que era Verity después de poco más de diez años sin saber nada de él? El terror la invadió, y como estaba aprendiendo a mentir, usó sus técnicas.
—No —dijo Verity cuando carraspeó la garganta e hizo una voz de casi hombre—. Es el abogado de la señora McCoy.
Lane alzó la ceja y una sonrisa se deslizó por sus labios.
—No hagas tu voz ronca, Verity. Te conozco y eres una mala mentirosa —dijo Lane seguro de que era ella—. Dime que eres tú.
Ella casi flaqueó, pero mantuvo su mentira.
—Me debe estar confundiendo —agregó—. Siento mucho tener una voz tan afeminada, pero soy hombre, tengo… testículos.
Lane frunció el ceño y miró el espejo al otro lado de la cama. Recordó cuando jugaban a las escondidas, cuando fingían ser otras personas, e incluso cuando iban a las cabinas de teléfono a bromear llamando a las casas de las personas y preguntar cualquier tontería con tal de jugarles una broma. Esa voz que usó con él, Lane la conocía. La usó cuando estaba con él, jugando con él, disfrutando de esa juventud alocada y sin reservas de una amistad como la suya. Esa voz era reconocible donde fuese.
—Sé que eres tú —susurró Lane cuando se colocó de pie para caminar al balcón—. Dios mío. No creí volver a escuchar tu voz.
Verity cerró los ojos cuando Lane le dijo que finalmente después de diez años dejaba que escuchara su voz. No le contó del sueño, pero incluso en el silencio de la llamaba, estaba latente eso que se forjó entre ellos desde que tenían ocho años.
El tiempo podía ser muy cruel en ocasiones, pero no en ese momento, no con ellos, no con el sentir que les aceleraba el corazón a ambos. Estaban a kilómetros de distancia, solo escuchando la respiración del otro al otro lado, y eso bastó para sentir esa armonía y esa amistad que nunca debió cruzarse.
—Te extrañé muchísimo, niña mandona —dijo Lane.
Verity cerró los ojos y se tocó el pecho. No debía estar sintiendo nada por él, debía haber quedado en el pasado, pero allí estaba, con las rodillas temblando por el padre de su hijo.
—Le agradezco que asista mañana al funeral. Adiós.
Verity colgó antes de que perdiera el control.
—Ve… —dijo él cuando escuchó el tuc tuc—. ¡Verity!
Él intentó regresar la llamada, pero ella colocó el teléfono en modo avión y se sentó en una de las sillas de espera. Se tocó el pecho y respiró varias veces antes de sentir que su presión regresaba a la normalidad. Solo fue una llamada, pero para ambos fue como una bola de fuego que les atravesó el pecho.
—¿Qué hiciste, Verity? —se preguntó con el teléfono en los muslos y un vaivén en la pierna derecha—. ¡Dios! ¿Qué hiciste?
Lane miró el número de teléfono y cerró los ojos. Juró no regresar, pero ella tenía razón. Debía estar con su abuela.
—Maldición, Verity —gruñó—. Tendremos que volvernos a ver.