“Algunas palabras se quedan grabadas por mucho tiempo, y algunas noches dejan recuerdo para siempre.”
Han pasado cerca de diez años desde que Lane Daniels dejó Vancouver para aventurarse en un viaje de tren. El huir de un padre que le rompió seis costillas y le desfiguró la mano con un martillo, lo adentró al mundo de las carreras ilegales en Los Ángeles. Portando tatuajes, chaquetas de cuero y desfiles de mujeres, olvidó los recuerdos que quemó conjuntamente con su padre. Lane olvidó sus raíces, y con ellas a Verity, una apasionada de los gatos, los diarios y los dibujos. La amistad de ambos era sólida, pero hasta una borrachera de diecisiete, fue cuando tuvieron el valor de decir aquello que los quemaba por dentro.
Lane le suplicó huir con él, pero Verity cuidaba de su abuela y no llegó al tren donde él la esperaba. En Vancouver se quedó la jovencita con vómitos y dos líneas rosadas en una prueba de embarazo. Verity no deseaba que el chico regresara a su hogar destruido, y por diez años mantuvo el secreto de las coletas doradas. No hubo llamadas, cartas, reencuentros ni sospechas.
Todo estuvo en paz hasta el funeral de la abuela de Lane, cuando aquel muchacho que se marchó con una valija rota, regresó convertido en un hombre imponente y con un pasado que no quería recordar. Una década bastaría para que olvidasen al otro, pero cuando se reencontraron en ese funeral marchito, lo primero que Lane miró fue la pequeña en la mano de Verity.
Una pregunta bastó para que todo lo que Lane construyó se tambaleara. En su vida no había lugar para el romance, y la de Verity estaba consagrada a su matrimonio.
“Algunos secretos deben permanecer ocultos para siempre, y otros son tan visibles como los tatuajes.”