Abrí la puerta por ella y le permití la entrada. El doctor aguardaba en su escritorio, junto a un esqueleto humano, fotografías sobre las etapas del embarazo, un estante de metal con una especie de escultura desmontable de plástico que conformaban el vientre y el bebé. También tenía una bata adicional en el perchero junto a su escritorio, una lámpara alargada de foco pequeño y la silla reclinable donde se acostaba mi esposa.
—Buenas tardes, Naomi —saludó el hombre de avanzada edad.
—¿Cómo esta, doctor? —preguntó ella de buen humor.
—Muy bien. ¿Y ustedes?
—Esperamos que bien —comentó ella al sobar su panza.
El hombre nos indicó que nos sentáramos, antes de apretar mi mano como saludo y preguntarme cómo estaba el trabajo. El doctor era un hombre de unos sesenta años, con una familia inmensa que no cabía en la foto sobre su escritorio. Él tenía en alto su matrimonio y sus seis hijos. Temía más de veinte nietos y algunos bisnietos. La foto que reposaba en su escritorio era de toda la familia. Casi parecía un mitin.
—¿Cómo te has sentido? —le preguntó a Naomi.
—Estoy muy cansada todo el tiempo.
—Muy normal. En esta etapa del embarazo casi no puedes con el peso.
Buscó el historial de Naomi y ojeó hasta llegar a la última consulta. Le recordó que temía la presión un poco baja y le indicó medicamentos. También dijo que el bebé tenía poco peso y estaba de lado, pero era normal por la etapa del embarazo en la que se encontraba. No sabía nada de la última consulta, considerando todo lo vivido el último mes. Apenas y sabía que estaba tomando un medicamento para regular la tensión.
—¿Tienes alguna reacción al medicamento? —preguntó con lapicero en mano.
—Al principio me causaba acidez, pero luego supe que era el desayuno que me causaba el malestar. Cambié mi alimentación un poco y dejé de sufrirlo.
—¿Te has sentido mal? A parte de la acidez o el cansancio.
—No. Todo marcha bien —afirmó de forma rotunda.
El doctor anotó en su historial la respuesta a las peguntas efectuadas. Su letra era diferente a la aberración de la mayoría de los doctores. Siempre tenía que adivinar cuando me enfermaba e iba a la farmacia. Muchas veces el farmacéutico entiende, pero algunas veces me preguntaban el nombre del medicamento y quedaba en blanco. Parte de eso era lo que odiaba de ir a las consultas y los chequeos rutinarios.
—Muy bien. Vamos a revisarte.
Naomi se levantó y acompañó al doctor hasta la cama reclinable. Con ayuda de ambos, la subimos a la camilla. La panza era demasiado grande para hacer las cosas por sí sola. Él buscó un tensiómetro, subió la manga de su camisa larga, colocó el trozo de plástico en su antebrazo y el estetoscopio en sus oídos. Infló unos segundos y comenzó a mirar el reloj que indicaba la cantidad de presión que tenía. Después de unos segundos, lo desprendió de sus oídos, sonrió de satisfacción y quitó de su brazo.
—Todo perfecto —aseguró al colocarlo sobre el escritorio—. Ahora el bebé.
Ella se quitó las zapatillas y se recostó en la camilla. Ella misma subió la camisa de flores que le quedaba lo bastante holgada como para facilitar el proceso. Dejó al descubierto un bulto sin las estrías que siempre se cuidó. Cuando se enteró que estaba embarazada no existió crema en el mercado que no compró para evitar la aparición de las molestias líneas, como ella las llamaba. Por eso su piel estaba tercia y hermosa.
El doctor buscó el gel que posteriormente frotó en su piel expuesta, causándole escalofríos a Naomi. Encendió la pantalla y buscó una especie de escáner que permitía ver dentro de ella a mi hermoso bebé. Nunca dejó de impresionarme observarlo a través de esa masa borrosa de imágenes difusas. Al principio me costó encontrarlo, pero al paso del tiempo, cuando se formó completo, era tan sencillo como cualquier otra cosa.
Lo primero que escuché fue el golpeteo de su rápido corazón.
—Aquí tenemos a su hijo —comentó el doctor—. Se ve perfecto.
Comenzó de nuevo a contar sus deditos, medirle la cabeza, buscar sus genitales para cerciorarse que era un niño y que no había cambiado de sexo. Tomó todas las pruebas pertinentes antes de afirmar que estaba sano y listo para salir. Nos comentó que faltaban solo un par de días antes del nacimiento, incluso nos dio fecha tentativa. Al final, como siempre, le entregó una toalla de papel a Naomi para limpiar su panza.
Le hice un par de preguntas al doctor con relación al bebé. Quería estar cien por ciento seguros que nada malo le ocurriría. Estábamos muy ilusionados con el nacimiento del bebé como para perder las esperanzas al final. Él nos aseguró que todo estaba bien y que no teníamos nada de qué preocuparnos. Que si algo estuviese mal él nos los diría. Repitió que no tenía arzones para mentirnos sobre nuestro bebé.
La ayudé a levantarse de la camilla y volver a las sillas del escritorio. El lugar estaba aclimatado en con el aire acondicionado. Y aunque no tenía ventanas por ninguna parte, los aromas no permanecían dentro del consultorio demasiado tiempo. Buscó una guía de hojas membretadas donde anotó la nueva prescripción y los cuidados que debíamos tener en esa última semana de embarazo. Sus palabras me asustaban más.
—En lo posible, empaca lo más esencial, duerme con ropa cómoda, ten un teléfono a la mano y mantengan la calma. Los partos de primerizas pueden tardar hasta un día en terminar, así que prisa no tenemos. De todas formas, les daré el número del doctor que trabaja en la clínica donde irán para que lo contacten antes de la labor.
En una cajita con adhesivos de colores, anotó el nombre y número del doctor. Lo tendió en medio de nosotros. Naomi no lo sujetó de inmediato como pensé lo haría. Quizá el momento de ser la más fuerte de nosotros había terminado. No quería estar molesto con ella, y de hecho no lo estaba, pero ella me colocaba las cosas más difíciles de lo normal. Y aunque no estaba cansado ella, si de sus arranques de locura.
—Díganle que van de mi parte —articuló al colocarse de pie y entrelazar las manos sobre su pequeña barriga—. Él los atenderá con gusto.
—Muchas gracias, doctor —comenté al colocarme de pie y estrechar su mano.
Era de gran ayuda en momentos de tensión como los que casi siempre teníamos. Él me ayudó a controlar esos nervios que no me dejarían dormir esa semana. No podía dejarla sola más tiempo del reglamentario. Creí que incluso tendía que dejar la compañía por un tiempo, mientras ella tenía al bebé. Me sentía inquieto cuando estaba reunido con los socios. No sabía si ella o el bebé estaban en peligro.
—Gracias —masculló Naomi con una sonrisa.
—Los veré en unos días, cuando tengan a su bebé en los brazos —nos despidió.
Abrí de nuevo la puerta para Naomi, nos despedimos de la recepcionista y subimos a la camioneta. Ella tenía un brillo diferente al de siempre. Estaba más emocionada que de costumbre. Supuse que sería por la inmensa ilusión que sentía de tener al bebé en los brazos, tocar su suave piel y velar para que no tuviese pesadillas. Podía notar como amaba la idea de ser madre por sobre todas las cosas, incluso sobre mí.
Cuando Naomi se enteró que estaba embarazada, lo primero que hizo fue correr hasta mi oficina, abalanzarse sobre mí y gritar a los cuatro vientos que estaba esperando un bebé del hombre que amaba. Hizo una fiesta para celebrar la llegada el bebé a la familia. No existió nada en el mundo que no leyera para culturizarse sobre las etapas, hasta me obligo a leer el libro de cómo ser buen padre, que por cierto terminé amando.
Fue la embarazada más alocada que alguna vez conocí. No quiso dejar de ir al trabajo para supervisar todas las obras. Hasta que un día, el jefe en persona la llevo de regreso a casa por un mareo repentino que tuvo al subirse a una especie de andamio. Cabe destacar que casi me dio un infarto cuando me enteré del suceso. Y aunque nunca le exigí que dejara nada, la obligué a dejar el trabajo por el bien del niño.
Ella, sintiendo ese gran y boyante amor por el bebé, accedió a tomar la licencia que la compañía le brindaba. Creí que se molestaría conmigo por ser todo un cavernícola, pero no lo hizo. Días después me dijo que lo que había hecho era lo mejor. De allí en adelante estaba en casa todo el tiempo, comiendo y engordando como una vaca embarazada —sus palabras, no las mías—, mientras yo trabajaba por los tres.
Y allí estábamos, de regreso a casa, en silencio total.
—¿Podrías parar en el centro comercial? —preguntó con temor—. Quiero entrar y comprarle algunas cosas al bebé antes del nacimiento.
—Sabes que no tienes que preguntarme, ¿verdad?
Ella asintió. Aparqué en el centro comercial más grande de Memphis. El lugar comenzaba a tornarse concurrido por ser final de mes y acercarse la navidad. La ayudé a bajar, por lo que fue imperativo sujetar su mano. Como estaba de mal humor, quise desprenderme de su agarre una vez abajo, pero ella sujetó mi mano con fuerza. Fruncí el ceño ante el nuevo cambio de señal, sin siquiera colocar luz de cruce.
—¿Sabes que te amo? —preguntó con esos ojitos verdes que me enamoraron desde el instante que la conocí—. Perdóname por mi mal humor. Quiero usar la excusa del bebé, pero no sería cierta. He estado molesta porque no me siento como tu esposa.
—No entiendo a qué te refieres.
—Es complicado —articuló al morder su labio inferior—. Siento que no te gusto estando así. El bebé me ha quitado toda esa belleza que decías que tenía cuando nos conocimos. No siento que me deseas de la misma manera, y eso me enfurece.
¿Cómo podía decir eso? Ella nunca dejaría de encenderme de la misma manera, aun cuando había cosas que no podía hacer. Yo jamás dejaría de sentirme atraído por Naomi, aun cuando existía otra persona en medio de ambos. Me sentía tan enloquecido por ella que con la panza las zonas pequeñas de su cuerpo se habían tornado más grandes y sensibles. Era más sencillo hacerle el amor que antes. Le gustaba más.
—No puede estar más lejos de la verdad —confirmé con un beso en sus labios, antes de aferrarme a su cintura con ambas manos—. Te amo, y me fascinas. Incluso ahora eres más irresistible con tus enormes senos y la cintura más gruesa.
—¿En serio? —inquirió con una sonrisa oculta.
Apreté su cuello trasero con una de mis manos y planté un beso en sus labios. No fue uno de esos besos recatados que se dan en la calle. Fue la clase de beso que se censura en las películas. Ella apretó mi cintura con una de sus manos y la otra la aferró a la corbata que colgaba de mi cuello. La besé como hacía mucho no la hacía; siendo la clase de beso que conduce a otra cosa. Lo malo era que estábamos en la calle.
Antes de separarnos, ella tiró con suavidad de mi labio inferior. Sabía que me encantaba que hiciera eso con mis labios, aún más estando desnuda. La deseé en ese preciso momento, tanto que controlé mis pensamientos o no había podido entrar al centro comercial. Ella sonrió al saber lo que me hacía sentir. Le devolví la sonrisa de complicidad, retiré el cabello de su oído y me acerqué a su cabeza.
—Esta noche te lo demostraré —susurré su oído.
—Trato hecho —respondió de inmediato.
Ella sujetó mi mano y me condujo a cada tienda departamental del lugar. Escogimos varias pijamas de colores diversos, sin inclinarnos por uno en especial. A ella le encantaba el azul cielo, mientras a mí me fascinaba el naranja. Por esas razones, decidimos pintar un bosque en su habitación. Tenía el cielo en el techo, animales en las paredes y una gran cantidad de peluches en todas partes.
La cuna, la mecedora, el mueble de madera con el cambia pañales, los talcos, cremas, pañales de papel y desechables, cremas para la pañalitis, ropa y medicinas. También estaba la alfombra que cubría todo el suelo, un caballito blanco que su tío le compró algunos meses atrás y un oso de peluche tamaño humano de sus abuelos. Estaba totalmente equipado antes de nacer, solo esperando el momento de tenerlo allí.
Volvimos a la casa con más bolsas que manos. Dejamos todo en la sala, mientras preparaba algo rápido de comer. Naomi estaba en el baño cuando mi teléfono comenzó a vibrar sobre el mesón de la cocina. De inmediato leí el mensaje y la urgencia del mismo. Le había prometido a mi esposa quedarme con ella esa noche, así que la otra visita debía ser rápida o sospecharía del lugar a donde me dirigiría.
Cuando regresó del baño le comenté que se había presentado una emergencia con uno de los jinetes al caerse de un toro y que estaba en el hospital. Ella entendió la urgencia de la mentira y me permitió marcharme de casa. De inmediato subí al auto, arranqué y conduje hasta la casa de esa otra persona de la que les había venido contando. Y sí, estarían en todo el derecho de mentarme la madre por mi mentira.
Sabía, al aparcar el auto en la entrada, que estaba esperando por mí. Pero eso no evitó sentirme mal con relación a Naomi. Respiré, bajé del auto, caminé hasta la entrada y vislumbré su cuerpo en la puerta. Ella tendió su mano, besó mis labios y susurró:
—Te estaba esperando.