Capítulo 1 | Andrea | Parte 1
Nunca en la vida imaginé que el fino hilo rojo del destino me regresaría a él. Creí que todo estaba sepultado entre los cientos de recuerdos que nos unían. Pero más allá de una encuentro casual en algún lugar clandestino, verlo allí parado, abrazado a una hermosa jovencita y con esos mismos ojos que me observaron en Bradley, me hicieron sentir como si un ente invisible me lanzara contra un duro muro de concreto
Él permaneció prendado a mí como si ese mismo hilo tirara de nuestros meñiques y nos regresara aquello que creíamos perdido. No podía creerlo. Después de doce años separados, poder escuchar su voz, tocar su mejilla o solo observarlo desde una breve distancia, hacía que mi corazón golpeara con demasiada rapidez. Sentí como si todos esos años separados se pudiesen disipar y regresáramos a la noche que lo conocí.
—¿Te ocurre algo? —preguntó Asia al apretar mi brazo.
Regresé en sí cuando recordé mi preocupación por ella. Creí que la rueda no sería reparada en ningún momento. Mi garganta ardía por gritar su nombre, sin poderla encontrar entre tanta oscuridad. Recordaba golpear a uno de los encargados en el hombro mientras ella se debatía en la penumbra. Samantha no estaba por ninguna parte, mi teléfono no tenía señal y mi niña hermosa estaba allí arriba, asustada a muerte.
El solo recordarlo me provocaba contracciones en el estómago, junto a un nudo en la garganta y las apretadas lágrimas en mis ojos. Ella era una de las personas más importantes en mi vida, así que perderla no estaba en mis planes. Quería que esa fuera una experiencia inolvidable, no algo imborrable por ser de las peores cosas que le sucedieron en la vida. Perla jamás me habría perdonado si algo llegaba a ocurrirle.
—Estoy bien —tartamudeé al besar mi frente—. Estaba muy preocupada por ti.
—No me sucedió nada. —Ella sonrió y sus ojos se iluminaron—. Estoy viva.
—Gracias al cielo.
La atraje de nuevo a mis brazos y escuché mi corazón en los oídos. Todo era demasiado atropellado como para lidiar con alguien más. Pero allí seguía él, abrazado a esa joven, con sus dedos enterrados en su cabello y diciéndole algunas cosas al oído. La persona que me importaba más que mi propia vida, tenía una hija. ¡Dios mío!
No sabía hacia dónde mirar, qué decir o si dar media vuelta y fingir que no lo conocía. Me encontraba en un cruce con muchas ramificaciones, pero mi corazón siempre tuvo más poder que la fuerza de voluntad. Y aunque una parte de mi ser quería salir corriendo de allí, mi alma gritaba que Nicholas era todo lo que una vez quise volver a ver. Tenía mucho miedo de estar ante él, aun cuando no estábamos solos.
Nos separaban muchas personas que franqueaban entre nosotros y nos impedían mirarnos algunos segundos. Él lucía diferente al joven que dejé esperando por mí en una estación de tren o el hombre que sería el padre de mi hijo. No pude evitar sentir las lágrimas escocer mis ojos, mi lengua trancarse ante el mar de recuerdos que compartíamos y la opresión en el pecho que me sofocaba hasta los huesos.
Nunca me sentí tan débil como en ese momento. Quería quedarme así, sin que él apartara la mirada de mí, aun cuando mi cuerpo se helaba con una sola ojeada de esos ojazos verdes que me revolvían todo por dentro. Nunca me sentí tan alejada de la realidad como allí, frente a un hombre que tuve y perdí. Fue un instante natural, lleno de fuegos artificiales que brotaban de mi pecho y golpeaban el suyo.
Quería correr hacia él y apretarlo a mi cuerpo. Quería verificar que no era un reflejo de mi desesperación por él. Quería que me explicara qué hacía allí, con esa niña, después de tantos años separados. Quería con todas mis fuerzas decirle lo mucho que lo extrañé durante todos esos años, y que no existió un día que no deseara volverlo a ver. Lo único que no quería era derramar lágrimas por un hombre que ya no era mío.
Tragué la saliva en mi boca cuando él sujetó la mano de la niña y comenzó a cerrar el espacio entre nosotros. No podía hablar, pensar o siquiera pestañear mientras vislumbraba sus pasos acercarse a mí. Mi mundo entero dio vueltas y quedó de cabeza, como la rueda de la fortuna. Quería detenerlo para respirar una vez más antes que el aroma de su perfume me recordara los momentos que vivimos en la antigüedad.
Estaba estática, sin poder respirar. Sentía que un elefante gigante se recostaba en mi pecho y solo era golpeado por un enérgico corazón que no dejada de saltar como loco. Él podía reconocer al hombre frente a mí, aun cuando no contaba con ojos o la perfecta visión que me acompañaba. Lo que pude hacer antes que él se detuviera frente a mí, fue sujetar con fuerza la mano de Asia para no desmayarme después de escuchar su voz.
Cuando su cuerpo estaba tan cerca que podía vislumbrar el sube y baja de su pecho, entreabrí mis labios para respirar por la boca. Cada célula de mi cuerpo quería ser la primera en hablarle, pero mi cerebro no enviaba las palabras a mis cuerdas vocales. No estaba sincronizada con mi cuerpo; era como si estuviese viéndome a mí misma en una espeluznante pesadilla de la que no podía despertar.
El rostro de Nicholas se encontraba relajado, pero un ligero fruncimiento de ceño lo hacía parecer mayor. Él movió la manzana de Adán con demasiada fuerza, justo al instante que arrojó la saliva de su boca a la garganta. Las tenues luces de la feria no me permitían observarlo con mayor claridad, pero se veía igual de apuesto que siempre.
Permanecimos en silencio por instantes, hasta que él tomó la iniciativa.
—¿Andrea? —masculló antes de carraspear su garganta.
Era más una pregunta para sí mismo que para mí. Cada nervio de mi cuerpo reaccionó al sonido de su voz. Llevaba ciento cuarenta y cuatro meses sin escuchar esa ronca voz que despertaba mis sentidos como una alarma de cabecera. Me esforcé por responder algo, siendo más difícil que hablar latín sin tomar ni una clase.
Respiré profundo y apreté aún más la pequeña mano de Asia.
—Nicholas —emití con nerviosismo.
Él intentó dibujar una sonrisa en su rostro, pero la impresión lo impedía.
Sentía como mi ropa quemaba bajo los faros de la rueda de la fortuna, mientras las lámparas verdes de Nicholas me estudiaban como una especie de criatura amorfa. Para él también era una sorpresa encontrarnos en un sitio tan turístico como Gresham, después de que nuestros niños estuviesen a punto de morir en esa jodida ruleta.
No lo sabía en ese momento, pero él estaba tan emocionado como yo de vernos después de tanto y nada. Para cualquier persona doce años eran más de una década, pero para dos personas que nunca dejaron de verse de esa manera tan increíble, eran solo segundos. Si cerraba los ojos ante el sonido de su voz, podía recordar la llamada telefónica, las súplicas de su boca o el dolor que le producían mis palabras.
Me sentía como una quinceañera frente a su amor platónico.
—Yo... Ah... ¡Hola!
—Hola —repitió él, tan atontado como yo.
Si seguíamos de esa manera terminaríamos soltando más lágrimas que palabras. Retrocedí un paso y agaché la cabeza. Solo así nos quitaríamos ese peso de encima y entablaríamos una conversación. Teníamos tantas cosas que decir, tantas historias que contar y una década entera de anécdotas, que un día no bastaba para ponernos al corriente. No sabía quién era el hombre que estaba ante mí. Lo que sí sabía era que lo amaba con la misma intensidad que lo amé desde el instante que lo conocí.
—Dios mío —soltó él al tragar la saliva en su boca—. Es increíble encontrarte aquí.
Rascó la parte trasera de su cabeza con la mano derecha y miró en otra dirección. Los músculos que siempre adornaron sus brazos seguían allí, excepto que más endurecidos, o quizá solo era por la presión de la camisa. Su vestimenta era diferente; más elegante que de costumbre. Lo hacía parecer todo un hombre de ciudad.
—Sí. —Moví los hombros por costumbre—. Creí que estarías en... otro lugar.
—Estoy por trabajo. —Tomó una corta pausa—. ¿Y tú?
—Placer.
—¡Qué bueno! —farfulló al encogerse de hombro.
Parecía un adolescente la primera vez que habla con la chica que le gusta. No sabía por qué no podíamos dejar de mirarnos. Tal vez por el tiempo transcurrido, en busca de esas diferencias que comienzan a notarse al paso de los años. Quizá por repentina curiosidad acerca de nuestras vidas pasadas o simple afán de recordar buenos tiempos.
—¿Quién es la hermosa joven a tu lado? —preguntó al desviar la mirada.
Agradecí que cambiara de tema por algo más gratificante.
—Es la hija de mi mejor amiga. Se llama Asia.
Nicholas, como el caballero que casi siempre fue, caminó un paso más cerca y extendió su mano para que Asia la estrechara. Le aseguró que era un placer conocerla, mientras el aroma de su perfume entraba en mis fosas nasales. Mi piel se erizaba ante la cercanía, aun cuando no intentó siquiera tocarme las manos. Sabía que si ese hombre llegaba a colocarme una mano encima, todo mi ser temblaría como gelatina.
Era increíble. Nicholas Eastwood seguía trastornándome sin derecho a medicina.
Yo miré a la joven que estaba a su lado, mas no logré descifrar de dónde me parecía conocido su rostro. Era esa clase de niña que te parecía conocida pero no lograbas encontrarle un rostro anterior a esa carita de muñeca de porcelana. Era preciosa, quizá por los hermosos genes de sus padres. Y aunque no quería decepcionarme de la respuesta, la pregunta me estaba ahogando y mutilaba un poco mi lengua.
—¿Quién es tu compañía? —indagué al respecto.
Él alzó la mano de la joven y besó sus nudillos. Podía vislumbrar por debajo de ese cielo estrellado como Nicholas adoraba a esa niña con toda su alma. La veía de la misma manera que me observó una vez, cuando éramos diferentes.
—Es Alma —respondió con una sonrisa paternal—. La hija de Charles.
—No puede ser —solté en susurros—. Es inmensamente bella.
Los fabulosos genes de Charles compaginaron muy bien con los de Erika. Esa niña era hermosa, con los ojos verdes de su padre y esa abundante melena de su madre. Seguro estaban orgullosos de procrear algo tan hermoso y perfecto como ella. Allí, junto a Nicholas, parecían del mismo ADN. Era insólito observar lo mucho que había crecido en todos esos años y lo bien educada que era.
Por otra parte, respiré libertad al saber que no era su hija. De igual forma, el anillo que logré distinguir bajo las tenues luces, me indicaban que no estaba disponible. Él tenía a una hermosa mujer a su lado; lo sabía. Era la misma mujer que atendió su teléfono la única vez que lo llamé. Recordarlo me mareaba y nublaba la mente.
—Eres muy hermosa, Alma —articulé con una sonrisa.
—Gracias —agradeció la joven al sentirse incómoda con mis palabras.
—Has crecido mucho —continué sin intención de detenerme—. La última vez que te vi apenas eras un bebé. Recuerdo que me senté en el sofá de Erika y hablamos mucho sobre los bebés. Me parece insólito que tengas... ¿trece?
—Sí —afirmó al recostarse de Nicholas—. Recién cumplidos.
La sonrisa de Nicholas comenzó a disiparse por arte de magia. Un dolor se propagó por su rostro. Lo conocía como para saber que algo ocultaba. Justo allí quise saber todo de él, desde el instante que nos separamos. Pocas veces noté en el rostro de Nicholas atisbos de tristeza, pero ese dolor que llevaba a cuestas no le permitía mostrar esa amplia sonrisa de la que me enamoré. Algo terrible ocultaba esa década separados.
—¿Puedo preguntar qué pasó? —pregunté por curiosidad.
El sonido de la voz de Samantha me hizo girar la cabeza en su dirección. Llamó mi nombre desde una distancia y alzó la mano por encima de los niños que estaban entre nosotras. Ella estaba sola, caminando hacia nosotros, con una duda en su mirada. Al llegar a mi lado, detenerse con sus pies firmes en la tierra y enarcar una ceja, supe que algo más ocurría y nadie pensaba contarme.
—¡Mamá! —llamó Samantha—. ¿Lo conoces?
—Tú también. —Relamí mis labios—. Es Nicholas.
—¡No puede ser! —Se lanzó sobre él y lo apretó a su pecho—. Sabía que te conocía.
La felicidad en el rostro de Samantha era de fotografía, mientras Nicholas reía e intentaba encajar cada una de las piezas en su lugar. Él soltó la mano de Alma y apretó la espalda de Samantha con todas sus fuerzas. Él le tenía mucho cariño a mi hija desde que era una niña. Incluso fue quien la subió a un caballo por primera vez. Y allí estaban los recuerdos, una vez más, colándose en la realidad y sacudiendo mi mundo.
—¡Mamá! —vociferó al separarse de él y sujetarse de su brazo derecho—. Yo lo vi.
—No entiendo.
—A Nicholas —continuó lo anterior—. Él es el hombre de negocios que le dio la oportunidad a Keith de firmar contrato. Él esta aquí por Nicholas... Aunque ya no te llamas Nicholas, ¿o sí? —Colocó las manos en su cintura—. Estoy confundida.
Él reacomodó las hebras del cabello que Samantha frotó al abalanzarse sobre él.
—Ya no soy Nicholas —comentó en mi dirección—. Ahora soy Ezra Wilde.
De hecho era información vieja. Sabía que él no llevaba el mismo nombre que su madre le colocó. Pero aun existían detalles que prefería guardar para mí misma. No creí conveniente llamarlo por su nuevo nombre de pila, considerando que apenas nos habíamos encontrado de nuevo. Sería algo muy difícil de explicar, y no estaba preparada para decirle que lo llamé mientras estaba preparando el desayuno.
—¡Pues Ezra me gusta más que Nicholas! —comentó Samantha con una sonrisa triunfal—. De hecho, creo que ustedes deben colocarse al día.