Creía pertinente que antes de empezar a relatar una historia, debía decir que todo lo que dijera podría ser usado en mi contra, tenía derecho a un abogado y si no podía pagarlo, sería provisto de uno. Sabía que no estaba ante un tribunal por asesinar a una persona o ser cómplice directo de una fechoría. Lo que sí tenía claro era que debía decir la verdad fuese cual fuese el resultado. En ese caso, decepcionar a una persona querida.
Dañé una relación de años por algo tonto, aun cuando no buscaba hacerlo de esa manera. Mi felicidad se fundó en base al dolor ajeno, con lágrimas de angustia y un profundo desasosiego que le impedía seguir adelante. Mi esposa, el bebé que llevaba en su vientre y todo el estatus social que alguna vez alcancé, no bastaba para acabar con todas esas atrocidades cometidas. Era culpable de provocarle un dolor a mi esposa y desear algo que no estaba a mi alcance, aun cuando parecía tan cercano como el barro.
Por una parte estaba mi corazón, y por la otra mi mentalidad. Nunca fui la clase de hombre que engañaba o cometía fechorías. Pero al darme cuenta que nada en esa vida tan monótona cambiaría, me dejé influenciar por personas que solo querían destruir mi vida. Me arrepentía cada maldito segundo del día por sucumbir ante tal persona. Y suponía que al cabo de un tiempo todo el malestar acabaría, pero no fue así.
Y no me estaba excusando por cometer tal atrocidad. Todo lo contrario. Era culpable por desear algo que no me pertenecía y atacar a dicha persona como un león a una gacela. Y no, la persona no era inocente de todos los pecados. De nuevo, todo lo contrario. Me buscó más veces de las que debía, me enviaba mensajes, me llamaba e incluso llegó a mi trabajo con diferentes excusas. La esquivé para no causarle dolor.
Solo una cosa era cierta: nunca en mi vida le habría hecho eso a mi mejor amigo.
Ezra Wilde o Nicholas Eastwood, como quisiera llamarlo, estaba fuera por trabajo. Parte de su desenvolvimiento en la compañía me condujo a nombrarlo socio minoritario de la empresa, mientras tuviese facultades mentales y ejerciera su puesto. Nicholas fue mi amigo desde que comenzó en el mundo de los rodeos, pero al no desear separarse de su padre, no tuvo la oportunidad que él mismo les ofrecía a los jinetes.
Su trabajo era buscar los jinetes en diferentes zonas de Estados Unidos, traerme la propuesta para evaluación y debatir con el resto de los socios si buscarle patrocinadores sería rentable. Algunos jinetes no tenían la madera necesaria para convertirse en los mejores de la compañía. Por consiguiente, la mera idea de bajarles una desmesurada cantidad de dinero por medio de los patrocinadores, era dinero perdido.
Con el tiempo, Nicholas obtuvo un ojo táctico para buscar los jinetes. Por ello era uno de los mejores en su área de reclutamiento, mientras lo mío eran las juntas.
Me gustaba contar con su apoyo en las calles, mientras me encerraba en la oficina de la compañía con todos los socios y las empresas que patrocinaban a los jinetes. Era algo que me encantaba hacer, aun cuando pasaba gran parte del tiempo entre las reuniones y las visitas, como para estar en casa con mi familia. Había descuidado a mi esposa en todo este tiempo, así que la mejor manera para compensarlo era pasar tiempo con ella.
Naomi tenía ocho meses de embarazo, una sonrisa que enloquecía a más de un hombre y esa dulzura en la mirada que me fascinaba. Era, de hecho, una de las mujeres más bellas que tuve el placer de conocer sobre la faz de la tierra, antes de que todo lo que me rodeaba comenzara a podrirse. Ella era la luz de mi vida, la razón de mi existencia y la mujer que traería al mundo a mi primer hijo.
Estaba muy emocionado con la idea de ser padre. Sería un niño, fruto de un matrimonio de cuatro años. Poco tiempo después de Ezra casarse con Skyler, le propuse matrimonio a Naomi y aceptó. Fue algo íntimo, en la cúspide de un peñasco y con la participación reservada de pocos miembros de la familia. Skyler fue la madrina de Naomi, mientras Ezra fue uno de mis padrinos. Fue algo muy bonito de presenciar.
No creí que me casaría con una mujer como Naomi. Ella era ingeniera civil de una de las constructoras más grandes de Memphis. Trabajaba hombro a hombro con los jefes, para crear esas maravillas. La conocí en un viaje de negocios que hice a Chicago, su lugar natal. Ella estaba en un bar con una amiga. La miré durante toda la noche, hasta decidirme a hablarle. No quería pasar como un borracho más, así que no bebí.
Ella estaba absorta en una conversación con su amiga, por lo que mi intromisión no fue bien recibida. Me alejé con la poca dignidad que aún conservaba, pero al salir del lugar, noté como intentaba llevar a su amiga borracha hasta la puerta del auto. Dentro del lugar noté que ella era la que más bebía, mientras Naomi mantenía la compostura.
Así que gracias a la borrachera de esa noche, pudimos conocernos. Le pedí su número de teléfono, entregándome una tarjeta con su nombre, apellido y lugar de trabajo. Dijo que no era la clase de mujer que les daba números a desconocidos en las salidas de los bares. Que si quería salir con ella de forma legal, tendría que ir a su lugar de trabajo a buscarla e invitarle a salir. Así que eso hice, y terminamos casándonos.
Solo me enamoré tres veces en toda mi vida. La primera mujer fue mi madre; una costurera de Memphis que me sacó adelante con una máquina y la precisión necesaria para elaborar cualquier tipo de ropa. La segunda fue una mujer que conocí algunos años atrás, antes que Naomi llegara a mi vida. Y la última, ya deberían saber quién era.
Vivíamos en un conjunto residencial al norte de la compañía. Estábamos lo bastante cerca de todo como para ir al centro sin necesidad de auto. Las citas con el doctor quedaban de camino al supermercado y las tiendas de ropa para bebé. Teníamos una habitación especial para el bebé, aun cuando nos debatíamos el nombre. Yo quería algo rudo como Rocky, pero Naomi se oponía por ser el nombre de un boxeador de película.
Ella quería algo tipo Disney, como Greg. La verdad era que discutíamos mucho por el nombre del bebé, pero tarde o temprano alguno de los dos tendría que dar su brazo a torcer para conseguirle un nombre, o terminaría llamándose Tarzán —película favorita de mi esposa de treinta y tres años—, después de Titanic y Tiburón. No cuestionen sus extraños gustos y fetiches; lo intenté durante años y terminé con un golpe de zapato.
Lo cierto era que me encantaba estar con ella y no me arrepentía de llamarla mi esposa mientras la llama del amor prevalecía entre nosotros. La amé con toda mi alma, incluso cuando la persona ajena a mi mundo retornó a mi vida. Quise alejarme con todas mis fuerzas, pero la fuerza de atracción era siempre más fuerte que la de voluntad. Yo lo intenté, lo juro, hice todo lo posible, pero la verdad era que las amaba a las dos.
Froté mis ojos con ambas manos. Mis codos reposaban sobre el escritorio de madera, junto a un vaso de agua a medio tomar. Cerré mis ojos y me recliné en la silla acolchada, mientras todos los recuerdos comenzaban a aglomerarse en mi cabeza. Tenía demasiado en lo que pensar antes de salir a buscar a mi esposa para el último eco antes del nacimiento de mi hijo. Apreté mis dientes y sentí el dolor en la mandíbula.
No debía haber cometido tales pecados, pero el daño estaba hecho. Solo me quedaba continuar con mi vida normal, aprender a olvidarme de ella y seguir por el camino del bien, aun cuando mi alma continuaba manchada. Solo esperaba que al Naomi enterarse de mi error —porque tarde o temprano lo haría—, me perdonara. No sería capaz de vivir con el odio de una mujer tan buena como ella, o el desprecio de mi hijo.
Parte de lo que me impedía decir la verdad era el hecho de ser una escoria de persona. Naomi merecía lo mejor de mí, no las sobras que dejaba otra persona. En ese punto de la historia se preguntarán por qué, siendo Naomi una bondad de persona, tuve las bolas de engañarla. Bueno, la historia se remonta a mi juventud, cuando pasaba por un momento triste de mi vida, y esa persona me ayudó a sobrellevar mi carga.
Ella era tan culpable como yo de sucumbir ante los recuerdos del pasado o eso que decíamos era amor. Por mi parte, las amaba a las dos por igual, aun cuando la sociedad decía que si amas a otra persona nunca estuviste enamorado de la primera. Yo decía, con la mano en el corazón, que las amaba por igual. En Naomi encontraba estabilidad, un hogar y un sitio caluroso al cual llegar. En la otra, el fuego de los recuerdos.
—Sr. Rothman, su esposa llama por la línea uno —anunció mi secretaria.
—Gracias, Moon.
Descolgué el teléfono, ingerí un poco de agua y reposé el vaso sobre un círculo de plástico que evitaba manchar la madera. Sabía para qué llamaba Naomi, pero no me sentía seguro de asistir al último eco. La idea de tocar por primera vez a mi hijo, escuchar su corazoncito en vivo o acercarme para escuchar sus ronquidos en la noche, me emocionaban demasiado. Pero estaba la idea de llegar a ser un mal padre.
Y aunque sabía que todo padre primerizo tiene esa duda, la mía era más tangible. Mi padre se ausentó cuando era un bebé. Nunca lo conocí. No tenía idea de cómo ser un buen padre al no tener uno como ejemplo. Yo solo quería alargar más el tiempo para aprender todo lo que podía sobre los manuales, libros, revistas o videos que veía cada momento libre que tenía en la compañía. El mundo de los bebés era inmenso.
—Hola, cariño —la saludé con la sempiterna forma.
—Steven, dime que no olvidaste la cita con el doctor.
—No lo olvidé. —Me levanté de la silla, busqué la chaqueta en el perchero y caminé hasta la puerta principal—. Estoy saliendo para la casa justo ahora.
—¿Hablas en serio? —indagó como siempre—. La última vez no llegaste.
Y tenía razón. Me perdí el último eco al quedarme bebiendo con unos nuevos asociados. Estuve toda la semana tratando de disculparme con ella, pero nada resultó. Ella duró tres semanas sin dirigirme la palabra más que para saludarme, avisarme que la comida estaba lista o pedirme algo de afuera. Esas semanas no discutimos por el nombre, hablamos sobre la decoración de la habitación o los planes de la clínica.
No podía volver a pasar por esa ley del hielo tan terrible. Una de las cosas que más me encantaba de ella era que sacaba un tema de conversación hasta de una mosca que pasaba frente a ella. Nunca nos quedamos sin nada que decir, aun cuando los momentos de las primeras citas solían ser aburridos o incómodos. Ella condujo nuestra relación como toda una oradora, sin dejar de lado los segundos de los aplausos.
Sus padres estaban orgullosos de la mujer en la que se convirtió después de años de estudio y preparación. Había ganado muchos reconocimientos por excelentes trabajos en distintas compañías, hasta que el embarazo la limitó por algún tiempo. Naomi amaba trabajar, pero al abultado vientre no cabía en una obra de construcción. Le dieron un permiso de nacimiento y de lactancia. Volvería a trabajar en unos cuantos meses.
—Lo prometo, cariño. Justo estoy buscando el auto. Estaré allí en diez minutos.
—Esta bien —articuló con voz amorosa—. Te espero con el inquieto bebé.
Bajé el ascensor hasta el estacionamiento, saludé al vigilante y encendí el auto. La única ventaja de vivir en la ciudad, cerca de todo, era que cada parte a la que quisieras ir estaba a la vuelta de la esquina. El tráfico en temporada de noviembre era escaso, aún más en invierno. Las calles comenzaban a abarrotarse de personas en la tercera semana de navidad, cuando las compras los enloquecían. Del resto, Memphis era paz.
Saludé a los vecinos al entrar al conjunto residencial y estacionar en la entrada. Naomi no esperó que bajara del auto antes de salir de la casa, asegurar la puerta y caminar con el abultado vientre hacia mí. Sonreí y descendí del auto. A toda mujer siempre le encanta que le abran la puerta del auto, este o este capacitada para abrirla ella sola. Y Naomi no era la excepción de una ley tan universal como esa.
—Hola, preciosa —la saludé con un beso en los labios.
—Al fin llegas. Es tarde.
Le tendí la mano para subirse a la inmensa camioneta negra. Cuando estábamos recién casados, ella me acompañó a elegir la camioneta. No quería que compráramos algo pequeño, pensando en la familia que tendríamos. Así que elegimos una de esas camionetas tan grandes como un camión, con cinco puertas, asientos reclinables, lugar para los niños y las compras, junto a una pequeña carga de mudanza.
Ella se sujetó de un agarradero en la puerta y logró sentarse en el suave asiento. Reacomodó su cuerpo mientras cerraba su puerta y trotaba a la mía. No tuve oportunidad de apagar el motor, por lo que arrancamos de una vez. Naomi miró la carretera que transitábamos hasta el consultorio del doctor. En su mirada noté lo incómoda que estaba por ir en el mismo auto que yo, aun cuando me lo pidió.
Las hormonas de las mujeres siempre están enloquecidas en cualquier momento de la semana, del mes o del año. Un instante son felices y quieren caerte a besos. En otro momento, con la diferencia de un pestañeo, quieren molerte a golpes. Yo pensé que me había perdonado por el error que cometí, pero al parecer era un perdón de momento, como su buen humor. Ya no sabía qué hacer para conseguir su perdón.
Y de nuevo me llevó a preguntarme si me perdonaría algo aun peor que eso.
—¿Estás molesta? —pregunté al girar y mirarla unos segundos.
—¿Tú qué crees?
Siempre me engañaba con esa pregunta tan ambigua. Así que hombres, tengan mucho cuidado cuando sus mujeres les hacen esa pregunta. Porque tienes dos opciones, sí o no, pero cualquiera de las dos están mal para ellas. Si les dices que sí te dirán que estás equivocado. Y si les dices que no, te recordarán el error que cometiste. Así que por cualquiera de las dos partes estarán totalmente jodidos.
—Dime tú —repliqué en modo de defensa.
Con los años aprendí que era la mejor respuesta que podía dar. Y aunque solo una vez, gracias a esa respuesta, recibí un golpe en el brazo. Iba conduciendo cuando ella preguntó, yo respondí, y su puño cerrado golpeó mi brazo derecho. Fue lo bastante fuerte como para producirme un morado, pero no lo suficiente como para hacer que soltara el volante y nos arrojáramos contra un camión que circulaba al otro lado.
—Debería estarlo —articuló con la fija mirada en la carretera—. Me lastimaste.
—Y me disculpé por ello desde el instante que lo hice. Y sigo haciéndolo.
—Lo sé, pero no deja de doler.
Apreté el volante con ambas manos y miré la despejada carretera que se alzaba frente a nosotros. Las franjas blancas que dividían la calle fueron dejadas atrás a medida que acortábamos la distancia hacia el consultorio. Me detuve en un semáforo céntrico, esperando el cambio de luz. Un par de niños pasaron frente al auto, jugando, mientras su madre los perseguía y les recriminaba pasar la calle sin mirar a los lados.
La mujer, en cuanto tocaron la acera, los sujetó a ambos por las orejas y los condujo por la acera, hasta la farmacia. Divisé por el rabillo del ojo como Naomi miraba a la mujer y frotaba su panza con la mano derecha. El anillo en su mano izquierda seguía allí, a pesar de todo. Recordaba como si hubiese sido un día antes que nos casamos, y no cuatro años atrás. El tiempo corría a una velocidad espeluznante.
—Terrible madre —comentó ella al cambiar el semáforo.
—Espero que no seas así —articulé en tono jocoso.
De inmediato me arrepentí por intentar ser gracioso con una mujer que planeaba arrancarme la cabeza en cuando estuviera dormido. Cerré los ojos unos segundos y aguardé el golpe en el brazo. Solo sentiría el manotazo contra mi piel, pero quizá eso me haría sentir mejor. Esperé lo que pareció una eternidad por algo que nunca llegó. Naomi no intentó amoratarme la carne con un golpe, al contrario, solo soltó una carcajada.
No entendía muy bien el cambio tan radical, mas no me quejé. Mientras ella estuviese feliz yo era feliz, así tuviese que arrastrarme como una serpiente para complacerla. Me moría por saber qué era lo gracioso de mi comentario, pero cuando intenté preguntarle, ella sujetó su bolso y esperó que estacionara en el consultorio. Mi momento de gloria había terminado, y la duda seguía intacta.
Esa vez no me dejó ayudarla a bajar. Dijo que era lo bastante autosuficiente como para bajarse ella sola. Lo único que hice fue abrir la puerta y preguntarle a la recepcionista si el doctor estaba disponible. Ella sonrió al tiempo que nos indicó que el doctor esperaba por nosotros. Incluso nos indicó el camino a seguir hasta el consultorio.
—Muchas gracias —pronunció Naomi con una sonrisa.