Capítulo 3 | Max | Parte 1

2554 Words
Lancé un vaso de cristal contra una de las paredes del apartamento. Los fragmentos cubrieron el blanco suelo, mientras las pequeñas gotas de sangre comenzaban a salpicar el azulejo. La fuerza con la que oprimía el trozo de vidrio contra la palma de mi mano, provocaba que una fisura de unos diez puntos se abriera en mi piel. No sentía ningún dolor ajeno al odio tan profundo que crecía más y más cada segundo del día. De pronto solté el trozo de vidrio y aflojé mi mano, sintiendo como la herida punzaba de dolor. Era un malestar que llegaba hasta mi codo. Apreté los dientes y tragué la saliva en mi boca, al tiempo que llamaba a Heenan para que suturara mi herida. Además de mi chofer o cómplice de asesinato, era un gran curador de heridas. A él acudía cada vez que algo me sucedía, sin importar la gravedad del mismo. Él subió hasta mi piso, buscó el kit de primeros auxilios en el baño y se sentó en una silla frente a mí. Con el característico silencio que siempre mantenía, no realizó ninguna pregunta con relación a la herida, más si notó los fragmentos en el suelo y la gravedad de la herida. Buscó algo de algodón y alcohol, dispuesto a desinfectar la hendidura. Como la última vez que me lastimé, sujetó la ajuga y comenzó a suturar. Con el paso del tiempo aprendí a tolerar el dolor hasta el punto de permanecer con el rostro inmaculado mientras él unía los dos trozos de carne y piel. Claro, como él era un poco más humano que yo, buscó un analgésico en el kit y lo depositó en la palma de mi mano sana. Él quería concientizarme sobre el peligro de las heridas, sobre todo, aquellas que podía tocar algún músculo importante o rasgar los tendones. La última vez fue una simple herida en los nudillos por golpear con demasiada fuerza el espejo del ascensor del edificio. Las heridas eran abiertas, pero no lo suficiente para contactar un doctor. De hecho, odiaba tanto los hospitales, que habría preferido cortarme yo mismo la mano a darle poder a un desconocido sobre las partes de mi cuerpo. Se podría decir que ese miedo fue algo heredado de mi padre. Mientras Heenan cocía mis heridas con bastante facilidad, trasporté mi mente algunos minutos atrás, cuando el mar de fotografías llenaba la mesa de la sala. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan ensañado con una persona como en ese momento, cuando bajé la mirada al vidrio y noté el encuentro entre Nicholas y Andrea. Hice todo lo posible para mantenerlos alejados, pero ellos se traían como el hierro al metal. La persona que el hacker había contratado para espiar a Nicholas, lo había fotografiado en una cafetería de Gresham con Andrea. Él reposaba su cabeza en el hombro de ella, mientras tomaban un café en el solitario lugar. La simple fotografía revolvía mis entrañas de una asquerosa manera, como si me provocara náuseas imaginarlo tan cerca de la mujer que continuaba sin ser mía. ¿Cómo era posible que estando casado, Nicholas siguiera entrometiéndose en la vida de Andrea? Ella estaba casada conmigo, y aunque no vivíamos juntos, éramos la pareja de moda. Fuimos muy felices años atrás, hasta que la razón pudo más que el amor. Yo la adoraba con toda mi alma, tal como lo hacía por mi madre o mi hermano. Eran personas claves en mi vida, y sin ellos me habría sentido como un barco en la orilla. Mi vida tenía un sentido único: proteger a los que amaba por sobre todas las cosas. Y aunque me costara la vida entera, lograría cumplir tal propósito. Si, cometí errores para mantenerlos conmigo, pero cada uno tenía una razón de ser. No hacía cosas por simple amor al arte u obsesión vacía. Protegía sin esperar nada a cambio, o eso hacía en el caso de mi familia. Con Andrea era diferente, con ella lo quería todo. Por otra parte estaba Milena y Freddy: amores tan fugaces como las estrellas. Una vez, antes de concentrar todas mis esperanzas en Andrea, creí sentir algo bonito por Milena. De allí nació Freddy: un niño que no esperaba se entrometiera en mi vida, pero que causó una buena impresión sobre mí. Con el paso del tiempo comencé a tenerle un bonito cariño que se convirtió en amor. Porque sí, amaba a mi único hijo. Milena no quería que tuviese ningún contacto con él, me lo impedía a toda costa. Pero tenía mi sangre, era mi único heredero y el fruto de un momento agradable entre nosotros. No podíamos llamarle error a algo que no lo era. Sí, podía ser un psicópata como la mayoría pensaba, pero todos tenemos un corazón que late por alguien más, y en el mío estaba tatuado el nombre de Freddy con tinta indeleble. Llevaba semanas que no sabía nada de él. Quería decirle con mis propias palabras que era mi hijo, pero siempre estaba Milena en medio. Casi me arrodillé la última vez que la visité solo para pasar un momento con él. Ella estaba empezando a entender la importancia de permitirme unos minutos con él, pero no al punto de dejarnos solos. Sentía que avanzaba un paso y retrocedía tres, en cuanto la prensa aparecía. Me preguntaron un millón de veces por ellos; que si era mi pareja, si el niño era mi hijo, cómo se sentía Andrea con relación a eso y si por esa razón estábamos separados y viviendo en lugares diferentes. No negaría en ningún momento lo anteriormente mencionado, pero la mejor manera de evitar los comentarios ponzoñosos era evadir cualquier pregunta que tocara una fibra tensa o fuese un tema delicado. No podía decir que Andrea se alejó de mí por el niño, porque no fue así. Ella solo comenzó a llenarse de ira desde que Samantha cambió con ella. A eso se le sumaba la noticia de la infidelidad y la gran boca del guardia del edificio al decirle que la visitaba por las noches sin previo aviso. En ese momento no podía acercarme a ella a menos de cincuenta metros, lo que significaba que no podía ni apretar su mano. Quizá por esa razón me resultó intrigante una de sus últimas llamadas. Ella quería hablar conmigo, aun cuando la orden de alejamiento seguía pegada en la puerta de mi refrigerador como un maldito recordatorio. Quería creer que ella recapacitaría en algún punto de la historia, pero nada de lo que hacía la volvía a mí. Todo lo contrario. La alejaba quince pulgadas más, hasta el punto de ser un faro en al mar, difícil de alcanzar. Me perdí tanto en mis propios pensamientos, que la voz de Heenan me regresó al instante en el que colocaba un adhesivo en mi mano y me recomendaba guardar reposo por un par de días para evitar que la herida volviera a abrirse. Necesitaba un tiempo a solas para calcular bien lo que haría en contra de Nicholas, por lo que la mera presencia de Heenan me trastornaba. No podía pensar cuando compartía habitación con alguien más, aun cuando él era tan cerrado como una tumba de cemento. —Gracias, Heenan —emití antes de carraspear la garganta—. Necesito que me traigas una botella de whisky para celebrar que no estoy muerto. —Como usted ordene, señor —afirmó al unir sus manos y retirarse. Tenía en la despensa suficiente licor para emborrachar a medio edificio, pero no lo enviaba por esa razón, sino por algo más fuerte que ambos. En la parte intrínseca de mi ser sabía que descubrirían mi secreto. Carter incluso me amenazó con esos miles de secretos, aun cuando sabía que estaba por encima de él. Carter creía que al delatarme delante de mi madre quedaría como el salvador de la familia. Pero qué pensaría mi madre de sus atrocidades juveniles. Carter fue el primero de nosotros en asesinar a una persona en una borrachera. La muchacha no quería irse con él al apartamento, por lo que mi querido hermano la sujetó tan fuerte del cuello que la muchacha murió en un asqueroso callejón. ¿Y a quién llamó el muy desgraciado? A mí. Le indiqué a mi chofer que me ayudara a cargar el cuerpo y borrar cualquier huella. Carter me debía esa estadía en la cárcel, pero se negaba a mantenerse bajo mi mando. Mi hermano era como un perro difícil de adiestrar, pero que tarde o temprano termina sucumbiendo ante las órdenes del amo. No quería llegar a recurrir a ello, aun cuando yo mismo terminaría hundido por delatarlo. La única manera de librarme por completo de él era silenciándolo de una forma permanente. Sacudí mi cabeza ante la grotesca idea de librarme de mi hermano de esa manera tan sangrienta. Por mis venas corría sangre asesina, me bañaba en el dolor ajeno y me alimentaba con el temor. Y sí, me fascinaba sentirme superior a los demás, pero de ahí a atentar contra la vida de mi propia familia, no podía. La bilis me subía por la garganta ante la vaga idea del mismo, aun cuando jamás lo habría hecho sin fuertes motivos. Cerré mis ojos y recosté la cabeza en el espaldar del sillón blanco. Respiré profundo reiteradas veces, hasta que mi presión se estabilizó. Debía almorzar con mi madre en algunas horas, por lo que era imperativo estar lo bastante tranquilo como para no alterarla. Su presión se elevaba lo suficiente como para explotarle el corazón, y eso no era lo que quería. Mi mamá era la mejor parte de mí, la única parte pura y buena. Bajé de nuevo la mirada a la mesa de cristal donde reposaban las fotografías. Deseé con todas mis fuerzas quemar hasta el último pixel utilizado para recrear esa imagen, pero de nada valía gastar mis energías en consumir algo que estaba destinado al fracaso. Ellos nunca serían felices. Eso podía jurarlo sobre cada maldita fotografía en esa mesa. Busqué mi teléfono en el bolsillo del pantalón y marqué uno de mis números fantasmas. Mi teléfono estaba lleno de números in importancia para el resto del mundo, pero de gran utilidad para mí y los planes que tenía en mente. Necesitaba conocer los detalles de ese furtivo viaje a Gresham y los resultados de los mismos. Algo como eso no pasaría desapercibido tan pronto como la mayoría pensaba. El encuentro de Ezra y Andrea marcaría un precedente en sus vidas. Ellos, al parecer, estaban destinados a estar juntos. Todos nos esforzábamos en separarlos, pero volvían tan sencillo como si nada hubiese ocurrido. Todos esos años que estuvieron separados fue como un afrodisiaco que no se mitiga tan fácil como un insecticida. La llama que surgió entre ellos todos esos años atrás, seguía tan viva como la primera. En las fotografías podía notarlo. La forma en la que se miraban, como ella dejaba que él sostuviese su cabeza en su hombro o la tristeza en su mirada. Eso era amor del bueno; la clase de amor que no se acaba con una bala en el corazón. El teléfono repicó hasta enviarme al buzón de voz. Lo intenté una vez más, y otra vez, hasta que el sujeto respondió su teléfono. Odiaba que fuese el jodido intermediario entre aquellas personas y el hombre que les pagaba. Debía seguir sus especificaciones o terminaría perdiendo a la única persona que se quedó conmigo los últimos cuatro años. Le tenía la confianza suficiente como para colocar mi vida en sus manos. —¿Qué quiere? —preguntó en tono somnoliento—. Son las siete de la mañana. —Hora de productividad —pronuncié al levantarme—. Quiero los detalles. —¿No puede esperar a que este despierto? —No. Lo escuché soltar un bufido, traquear los resortes de una cama y arrastrar los pies por el suelo, junto a su sonora respiración. Después de unos segundos, escuché rodar las ruedas de una silla y sus dedos sobre el teclado de la computadora. Aun a pesar de los años, los hackers seguían prefiriendo las teclas a la era táctil. Recordaba preguntarle un día por esa preferencia, a lo que él respondió que lo viejo siempre era mejor. —Bueno, mi espía me envió las fotografías que le envié por mensajería confidencial. A parte de eso, me comentó que también había seguido a Ezra por un largo rato y había descubierto que el hombre tiene más de un enemigo. —Te escucho —le incentivé a seguir. —Al parecer es enemigo de un tal Andrew, que es el hijo predilecto del dueño de todos los rodeos del país —comentó al sonar su nariz contra un pañuelo—. Son como los magnates de los rodeos, y Ezra molestó a uno de ellos. —Interesante. Buscaba deshacerme de Ezra por mí misma cuenta, pero no me habría molestado que alguien más hiciera mi trabajo. Ese hombre era un hueso duro de roer, aun cuando llovieran gatos y perros que acabaran con él. Lo que la mayoría conoce es que todos y cada uno de nosotros tenemos un talón de Aquiles que nos debilita hasta volvernos polvo. El de él, aparte de su bellísima esposa, era la taheña de Andrea. —¿Cómo consiguió la información? —pregunté con los codos en el mesón. —Tienen sus métodos. Digamos que alguien sangró para conseguir la verdad. Ese era el momento de regresar por el mismo lugar de donde veníamos, pero había llegado demasiado lejos para retornar a los buenos hábitos de declinar. El Maximiliano con consciencia humana murió al ser internado en ese asqueroso lugar. El hombre que estaba al teléfono, con la frívola mirada y sin temblor en la voz, fue lo que hicieron de mí. Cada maldita persona de ese lugar, tenía la culpa de convertirme en eso. La idea de acabar a Nicholas con mis propias manos era lo bastante tentadora como para alejar la nueva idea que comenzaba a hervir en mi cabeza. Verlo agonizar, con la ropa empapada y en un charco de su propia sangre, enviaba una sonrisa a mi rostro. Casi era orgásmico sentir como al fin acabaría con él, y tendría a Andrea para mí solo. Ella terminaría en mis brazos, buscando consuelo para su terrible y dolorosa pérdida. Al fin seríamos tan felices como siempre lo imaginé. Y con esa idea en mente, tanteé el granito de la encimera y busqué una botella de licor, sirviendo un poco en una copa. —Tengo una idea —articulé al mover el licor dentro de la copa—. Dile a tu espía que necesito hablar en persona con el tal Andrew. Él y yo tenemos un enemigo en común. Y como dice el dicho: si no puedes con tu enemigo, únete a él. —¿Quiere concretar una reunión? —preguntó en tono somnoliento. —Así es. —Caminé hasta la mesa donde reposaban las fotografías y sujeté una con mis manos, después de dejar el trago sobre el rostro de Ezra—. Entre dos la carga es menor. Además, nadie esperaría que dos enemigos que no se conocen se unieran para acabar con él. Esto es un juego de ajedrez, y los peones siempre mueren.
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