Capítulo XXXVII

2799 Words
Alexander La semana pasa demasiado rápido y no tengo tiempo de ordenar todo el lío en el que estoy metido. Salgo de la oficina apresurado, por alguna razón quiero regresar a la mansión lo más rápido posible. No quería dejar a Camille sola cuando no tiene a nadie con quien pasar el rato, pero las dos empresas en Italia necesitaban mi aprobación y algunas firmas. No pude posponer las reuniones por más tiempo. Mañana se celebra el aniversario de la empresa que fundó mi padre hace más de treinta años. Tengo que estar aquí y por el momento no tengo fecha para regresar a Seattle. Camille aún sigue enojada conmigo y ni siquiera me ha hablado en lo que lleva de la semana. Sólo se limita a hacerme gestos despectivos y a ignorarme cuando intento entablar una conversación. Le he dado su espacio para que pueda pensar y aclarar sus emociones, pero su inmadurez ya está colmando mi paciencia. Me molesta que me ignore, me molesta no ser su centro de atención, solamente me molesta y no debería. Porque si me molesta significa que me preocupo por ella. Y me prometí que no dejaría que eso pasara. Saco las llaves de mi auto y me acerco a este, dispuesto a meterme e irme porque necesito estar cerca de ella. Estoy a centímetros de rozar mi mano con la puerta cuando alguien me llama. —Alexander, eres tú. Su voz, Eva. La vida y sus sorpresas no deseadas. Me volteo y encaro a la mujer de cabellera negra, sus ojos oscuros me escanean con absoluta sorpresa. Sigue siendo una mujer hermosa, piernas largas, cintura pequeña y piel pálida. Ella se tensa ante mi presencia, parece que ha visto a un muerto, >. Aunque lo dudo, mi nombre no pasa desapercibido y mi cara aparece siempre en las portadas de las revistas más famosas. Ella sabe lo que soy ahora y quizás por eso está aquí. En mi ciudad natal, el lugar donde la conocí y al que juré no volver nunca. Mi cuerpo está alerta, pero ni su inesperada visita, ni verla después de diez años provoca nada en mí. La ignoro y me meto en el auto sin esperar a que salga de su trance. Intenta detenerme pero ya es muy tarde, el auto comienza a andar y me pierdo en las carreteras de Italia dejando atrás lo que fue de mi pasado. No entiendo a qué ha regresado, no necesito más problemas en mi vida. Suficiente tengo con la mujer de ojos esmeralda que me espera en la casa para darme la ignorada de mi vida. Tendrá que cambiar su forma de actuar quiera o no, a este punto parecemos todo menos esposos que se casaron por "amor". No estoy dispuesto a que se esparzan rumores sobre mi matrimonio y ella tiene que cumplir con lo que establece el contrato que firmó James. Ser una esposa obediente y ejemplar. Al cabo de media hora llego a la mansión para encontrarme con una nube de humo que estoy seguro, proviene de la cocina, camino hacía el lugar, con la respiración agitada y alarmado por saber si algo le ocurrió a mi esposa. Llego en nanosegundos y la responsable de este caos es Camille, está en la cocina haciendo el intento de cocinar algo. No se si reírme o enojarme por su insensatez. —¿Quieres incendiar la casa? —pregunto, enojado. —Si te quedas adentro, sí. La falta de amabilidad en su comentario me confirma que todavía sigue enojada conmigo. —No estoy de humor para tus berrinches —replico con desdén. Es verdad, mi paciencia ha llegado a su límite. Me doy media vuelta dispuesto a salir de la cocina que se encuentra hecha un desastre gracias a ella. Si se quiere incendiar que lo haga, no es mi m*****o problema y no debería importarme. —¡Espera! —su cálida voz me detiene y ni siquiera sé por qué. Me vuelvo en su dirección y por primera vez en la semana me sonríe con ternura. Como siempre lo hace cuando me ve. De una manera que me corta la respiración. —¿Tienes idea de cómo hacer una tarta de chocolate? —pregunta con las mejillas sonrosadas, avergonzada—, estuve viendo un tutorial en YouTube pero creo que me he saltado un paso. > quiero decirle pero me abstengo de hacer o decir algo que pueda herir sus sentimientos. Sus mejillas se encuentran manchadas de harina y esa imagen de ella causa algo en mí. Algo que no debería sentir. Algo que está p*******o. —No sé hacerlo —le miento descaradamente. Sé cocinar, mi madre me enseñó a hacerlo desde que estaba muy pequeño. Amaba la repostería. Jamás me vi como un empresario que maneja empresas petroleras, imaginaba otro futuro para mí. Tal vez siendo chef o estudiando una carrera que no abarcara todo mi tiempo. Tiene años que no me atrevo a cocinar algo, hacerlo me recuerda a ella. —Alexander..., ¿puedes ayudarme? Sus ojos me observan suplicantes y me resulta difícil negarle algo tan sencillo como esto. Dios, ¿qué haré con esta mujer? Intento mantener una postura firme y negarme porque sólo así podré mantener mi distancia pero no puedo, ya no puedo hacer nada que signifique hacerla sentir mal, mucho menos cuando la imagen de ella llorando todavía sigue rondando por mi cabeza. No digo nada y empiezo a caminar hacia donde se encuentra, suelta un chillido de emoción, que me provoca sordera. Me deshago de mi saco y lo pongo sobre una de las sillas, después me doblo las mangas de la camisa, lavo mis manos y empiezo a trabajar. Ella observa cada uno de mis movimientos sin perder el mínimo detalle o interés de lo que hago y por un momento me siento victorioso porque vuelvo a ser el centro de su atención una vez más. Mezclo los ingredientes necesarios en un bowl lo suficientemente grande; huevos, mantequilla, harina y el chocolate para hacer la tarta que ella quiere. Ella se sube a la encimera de marfil que está en la cocina, no me pregunta nada, pero puedo sentir su intensa mirada sobre mis manos. Cuando termino de combinar todos los ingredientes, vierto la mezcla en el recipiente y la meto al horno para que se cocine. No debe tardar demasiado debido a la cantidad. Me giro para encontrarme con su rostro iluminado por una sonrisa ladeada, parece una niña de cinco años a punto de recibir un caramelo. > Me acerco a donde se encuentra ella con pasos lentos e inseguros, permanezco postrado en el mismo lugar a esperar a que salga la dichosa tarta, nos quedamos sin decir nada, pero conozco perfectamente a Camille para saber que no le gusta estar en silencio. Ella necesita llenar los espacios, cada uno de ellos. Llenarme a mí. —Me recuerdas a Chefcito —habla sin pensarlo. Una nota inconfundible de diversión crispa su voz y sus ojos brillan más de lo normal. ¿Por qué tiene que ser tan hermosa? Diablos. —¿A quién? —inquiero aturdido cuando recuperó la cordura y puedo concentrarme en algo más que no sea ella—. ¿Chefcito? ¿Qué m****a es eso? —Arqueo ambas cejas con confusión. Ella sonríe inocentemente mientras se encoge de hombros. —Chefcito, el ratón azul que cocina y se convierte en un chef —habla como si fuera lo más obvio, pero no lo es. Al menos para mí no lo es. Esperen, ¿me acaba de comparar con una maldita rata? —¿Me viste cara de rata? —pregunto, sumamente indignado. Ella vacila, desviando los ojos a otra parte para que no pueda leer su expresión sin saber que para mí ningún detalle de ella pasa desapercibido. Toca su mentón soltando una risita nerviosa. —Prefiero no contestar eso —suelta mientras se carcajea, sus mejillas no tardan en ponerse rojas por la risa. ¿Por qué es tan infantil? Parece que me casé con una niña. ¡Solo eso faltaba! —Camille... —digo en tono amenazante para que deje de retorcerse de la risa, pero mi voz solo empeora la situación. —Está bien, está bien. No te pareces en nada al ratón azul —asiente rendida, llevándose la mano al estómago para dejar de reírse—. Bueno solo un poquito —susurra pensando que no la escucho. Lo hago. Quiero reclamarle, pero el pitido del horno nos hace voltear a ambos, ella comienza a saltar emocionada y yo sólo niego con la cabeza. Me coloco los guantes de cocina y saco la tarta del horno. Ella ve la tarta como si fuera la octava maravilla, sabía que la tarta de chocolate era su preferida, pero nunca pensé que estuviera obsesionada. Sonrío para mis adentros cuando intenta arrebatármela de las manos, pero no se lo permito. —¡Alexander, dámela! —hace pucheros, encaprichada. —Espera a que la saque del recipiente, te vas a quemar de lo contrario —la regaño y sonríe, apenada. Parece entender mis palabras y se mantiene quieta en su lugar. Saco la tarta del recipiente y la coloco en una charola de cristal. Me acerco a los gabinetes y tomo un plato y un cubierto para Camille. Le sirvo una rebanada y ella la toma gustosa, una sonrisa cálida formándose en sus labios. La observo sin saber que más hacer. Ella me mira confundida al ver que no he servido una pieza para mí, lo piensa por unos segundos hasta que lo recuerda. Odio los azúcares —Había olvidado que no te gustan los azúcares, demonio —reflexiona. Se mete un bocado de tarta a la boca y comienza a masticar con lentitud, me quedo prendido de su mirada a la vez que trago grueso, observando cada uno de los gestos que hace ya que la escena me resulta demasiado erótica y pone mi m*****o duro en cuestión de segundos. Verla como emite gemidos mientras se saborea la maldita tarta. Sus labios se manchándose de chocolate, j***r, estoy a punto de perder la cordura. ¿Por qué diablos accedí a hacer la maldita tarta? —¡La tarta es deliciosa! ¡Alabo tus majestuosas manos! —halaga, ajena a todos los sucios pensamientos que explaya mi mente—. ¿Cómo es que nunca has cocinado para mí? —su sonrisa se amplía mientras sigue degustando del chocolate en su paladar. La sangre se va directo a mi ingle y amortiguo un gruñido dentro de mi garganta. —Créeme que sé cuánto amas mis manos, preciosa —me burlo, mi voz sonando más ronca de lo que quiero—. En especial mis dedos, te fascinan —hago uso del doble sentido, haciendo que se atragante y yo ría por verla así. Sus ojos se abren de par en par cuando comprende el significado y se sonroja recordando algo en su mente. Aprovecho su distracción para acercarme a ella, quedando a centímetros de sus labios que están manchados de chocolate a los costados. Odio el chocolate, pero esos labios los d***o a morir. Sin ninguna vacilación de por medio, paso mi lengua por sus labios haciendo que suelte un jadeo que me calienta la sangre. Mi m*****o se despierta y mando a la m****a todo mi autocontrol cuando la agarro de la cintura presionándola contra mí. Esta vez no se escapará. Ya es muy tarde para hacerlo. Es mía y así se quedará. —Eres un arrogante que odia los azúcares —me recuerda en un susurro y asiento con la cabeza, sin poder concentrarme en lo que dice; mis ojos puestos sobre su boca únicamente—, el chocolate es dulce así que no entiendo porque estás l******o mis labios, demonio —habla, ladeando una sonrisa coqueta, no deja de mirarme fijamente. Y juro que no hay mujer en el mundo que se vea tan jodidamente sexy. —Los odio —concuerdo con ella. Eleva una ceja confundida y sonrío todavía más—, pero para ti siempre habrá una excepción, preciosa —agrego haciendo que ponga los ojos en blanco a la vez que sus mejillas adquieren un tinte carmesí. No le doy tiempo de objetar algo más ya que estampo mi boca con la suya, la devoro con posesión y como si fuera mi fuente de vida, sintiendo esa emoción recorrerme el cuerpo. Necesito matar las terribles ganas de embestirla y fundirme con ella. Gustosa, le permite la entrada a mi lengua para poder explorar todo de ella, el beso comienza a subir de tono y mis manos hurgan debajo de su blusa, buscando sus pequeños y redondos senos que me la ponen todavía más dura en segundos. Cuando los encuentro sonrío para mis adentros y los amaso con brusquedad, tirando con fuerza de sus pezones, lo que hace que su rostro se contraiga en dolor y placer. Continúo con lo mío mientras ella suelta leves gemidos que me prenden de una manera inexplicable. No aguanto más las ganas de tenerla. Quiero saciar mi d***o por ella. La cargo sin hacer ningún esfuerzo y la subo sobre la encimera sin dejar de saborear la exquisitez de sus dulces labios, todo en ella me está volviendo loco. Ella abre las piernas inconscientemente, lo que hace que podamos acercarnos más. Refriego mi erección contra su pelvis haciendo que se estremezca y arquee la espalda. Desesperado por sentirla, comienzo a desabotonar su blusa y ella hace lo mismo con mi camisa, aferrándose a mis labios de la misma forma en que yo lo estoy haciendo porque en este instante la necesito tanto como respirar. El ambiente se pone pesado y cuando logra separarse de mí, me observa con un destello de excitación crispando sus orbes verdes, me prende saber que su cuerpo me desea con la misma intensidad que el mío. Las palabras sobran así que no la dejo hablar ni arrepentirse, me apodero de sus labios nuevamente y nos besamos sin fenecí, la manoseo por todos lados sin poder controlarme. Amaso sus glúteos con fuerza, froto mis dedos contra su sexo por encima de la ropa y ella arquea la espalda incitándome a seguir. Sus manos viajan a la bragueta de mi pantalón, masajea mi erección por unos minutos, sonriendo con malicia y jadeando contra mi boca, intenta sacar mi m*****o de una manera tan inocente e inexperta que siento que me volveré loco si no la penetro en ese momento. Dejo que siga haciendo lo que ella quiera con mi cuerpo porque en este momento le pertenezco. Siempre siento que no soy dueño de mi mismo cuando está cerca y en este momento me importa un bledo controlarla. Extrañé la delicadeza de su cuerpo, su piel tan suave como la seda me hace perder la poca cordura que me queda. La tomo de la nuca con rudeza uniendo nuestras bocas y algo más que eso, muerdo su labio con fuerza, profundizando nuestro beso porque necesito llenarme de su sabor. De ella. La respiración se nos está acabando, pero no quiero separarme de sus labios. Mi mente empieza a imaginar los más perversos escenarios en donde la hago mía en diferentes posiciones, no dejo de besarla como un m*****o necesitado en busca de sus labios que desprenden la adición que me tiene a sus pies, pero mis planes se hacen añicos cuando nos interrumpen. —Oh por Dios, disculpen, no sabía que estaban aquí —Carmen entra a la cocina, la sirvienta que ha trabajado conmigo desde hace años. El ambiente se arruina en cuestión de segundos, Camille busca como cubrir su semi desnudez y disimular el rojo carmesí de sus mejillas. Carmen sale disparada de la cocina mientras que mi esposa se baja de la encimera y comienza a abotonar de nuevo su blusa con cierto nerviosismo. Hago el amago de tomarla nuevamente pero se aparta y niega. —Gracias por la tarta, demonio —mi corazón se acelera y no entiendo la razón—. Me ha encantado... —su sonrisa coqueta desata una turbación dentro de mí, que por más que intente, no puedo detener. Me da un último vistazo mirándome fijamente con esos ojos esmeralda que me tiene embelesado, antes de marcharse y dejarme en la cocina con una sensación de vacío atascada en el pecho. Es más que obvio que nada pasará hoy. Otra vez me he quedado con las ganas de follarla hasta que no pueda caminar. Me quedo en medio de la cocina enfadado por la maldita erección que yace en mi entrepierna, nunca había odiado a una persona como estoy odiando a Carmen en este momento. Necesitaré una ducha con agua fría o tal vez más que eso. ¡Maldita sea!
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