Dentro de un centro psiquiátrico en algún lugar de Alemania, estaba Crysler Niederman caminando de un lado a otro dentro de una habitación cuyas paredes blancas eran de colchón. Su mirada maliciosa no se detenía en ningún lado por más de tres segundos, su piel estaba fría y sus labios temblaban en una mueca parecida a la de un perro rabioso.
—En algún momento Rodrig vendrá, lo sé —dijo por lo bajo, pero pretendía hablarle a los doctores que caminaban regularmente al otro lado de la puerta sin siquiera prestarle el más mínimo cuidado a sus demenciales palabras—. Él vendrá, vendrá a buscarme. Y le diré todo lo que ustedes, malditos idiotas, me hacen. ¡Cuerda de imbéciles! —gritó, corriendo hacia la puerta con bastante adrenalina en sus venas, procediendo a golpear el cuadro de transparente cristal situado en la puerta—. ¡Oigan, sáquenme de aquí!, ¡Detesto este maldito lugar! —gritó de nuevo, golpeando el cristal con la palma de su mano repetidas veces—. ¡Sáquenme ahora mismo de este putrefacto lugar!, ¡este sitio apesta, apesta a muerte!
Ella continuaba vociferando en alemán, sabía de algún modo que estaba en Alemania y sabía que allí la mayoría de los médicos podían comunicarse tanto en ese idioma, como en inglés.
De su llegada a ese lugar sólo recordaba el momento en que hubo despertado en una habitación de aspecto carcelario, puesto que para trasportarla hasta allí Rodrig se tuvo que encargar de sedarla, de otro modo no hubiera sido posible trasladarla de un lugar a otro mientras estuviera forcejando para soltarse o mientras estuviera intentando romper la mordaza en su boca para poder gritar cuánto detestaba el universo y a las personas que consideraba culpables de su desgracia.
Continuó golpeando el cuadrado cristal con rabia y empeño, antes con la palma de su mano y ahora con la misma hecha un puño.
—¡Sáquenme de aquí! —continuó graznando de manera desgarrada—. ¡Oye, tú!
En ese momento, un par de doctores que, de pie conversaban acerca de alguna cosa a unos cuantos metros por el mismo pasillo, voltearon a ver el origen de aquellos rugidos ahogados. Primero ella, luego él, ambos vestidos con blancos uniformes y carpetas en las manos en las que revisaban el listado de control medicinal para los pacientes de ese ala del edificio.
—Ha estado así desde hace más o menos tres horas —habló el doctor—. No he querido acercármele, no es que me apetezca inspeccionar qué es lo que le está sucediendo realmente. Es bastante peligrosa.
La doctora seguía de espaldas, con el torso girado un poco, igual que su cara ladeada y sus ojos rodados hacia la puerta de la habitación en la que estaba Crysler.
—Tiene una garganta potente —reconoció, aunque sin mostrar demasiada sorpresa—. Hasta aquí se escucha el amortiguado sonido desde el interior de una habitación que se supone lo necesariamente equipada para no exteriorizar ruidos.
El doctor asintió, con la vista hacia la puerta de dicha habitación, cuyo cuadrado de cristal a lo alto todavía seguía siendo golpeado por el puño de la paciente en cuestión.
—Su hijo es un reconocido empresario residente en los Estados Unidos. Según el historial de la paciente, las mayores consecuencias de su estado mental radican en el secuestro incurrido hacia su propia hermana. No tengo claro cuánto tiempo la retuvo exactamente, pero sé que el maltrato duró bastante y de tal manera que la víctima “supuestamente” quedó con una seriedad de complicados trastornos.
Crysler siguió vociferando sandeces mientras intentaba en vano quebrar el cristal por donde a ratos asomaba la cara.
—Si continúa así podría alterar a los otros pacientes —consideró la doctora. A lo que su interlocutor bufó, encogiéndose de hombros.
—Créame, ya ha alterado en otras ocasiones a los pacientes, doctores, guardias de seguridad —meneó la cabeza—. Es mejor que permanezca allí encerrada.
—Es mejor que se le aplique disciplina —opinó ella con tono inalterado y rostro de expresión serena, todavía mirando en dirección a la puerta, viendo a través de aquel cuadro de cristal la demencial expresión de Crysler—. Me parece que pese a su problema mental, todavía es consciente del revuelo que pretende ocasionar, intenta provocar al personal trabajador, supongo que con un motivo en particular, algo planeado —asintió para sí misma—. No está tan chiflada, es peligrosa. Porque es lista —hubo un prolongado silencio, observaba detenidamente las actitudes de Crysler y desde la distancia escuchaba una que otra palabra de esta, como gorgoteos salidos de un grifo defectuoso—. Enciérrenla en el cuarto oscuro —ordenó con calma—. Todavía quedan algunos desocupados. Allí quedará más insonorizada y no tendrá mucho espacio qué recorrer o cosas qué golpear.
El doctor asintió ante lo dicho por su superior.
—Ya pediré refuerzos para llevarlo a cabo, licenciada —acató el hombre.
Minutos después, de su cuarto acolchado fue extraída Crysler como si fuera alguna espinilla fastidiosa. Dos hombres y una enfermera fueron quienes ejecutaron la labor de mudarla desde allí a unos veinticinco metros a través de unos pasillos, por donde fue arrastrada sobre una carretilla puesto que para avanzar andando no quiso colaborar en ningún momento, resistiéndose a caminar y lanzando intentos de mordidas hacia todas partes, razón por la que tuvieron que amordazarla.
La dejaron en un cubículo acolchado, a oscuras y de olor a fuertes antisépticos, era un lugar muy pequeño, de dos metros cuadrados, silencioso y frío.
Los doctores y los demás empleados hicieron el trabajo a una velocidad adecuada y de modo habilidoso, cualquier segundo de tardanza o descuido, podría darle pie a esta para que realizara algún movimiento que resultara mortal para alguno de ellos. Así que la dejaron amordazada y de manos atadas por delante, cerrando la puerta y asegurándola con llave, mientras ella se quedaba en el interior dando patadas y gruñendo.
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Pensó todo el rato que permaneció despierta en aquel encierro, con las pupilas dilatadas por la total oscuridad, odiando hasta el oxígeno que respiraba y convencida de querer acabar en fuego este planeta.
***
Y en Estados Unidos, precisamente en el pequeño poblado de Forks, el rumor del aire calefactor en aquel cuarto de hotel en el que se hospedaba temporalmente Emma Thompson ya la tenía al borde de la locura, Emma era bastante obstinada y de poca paciencia, fue por esto que fantaseó con la posibilidad de irse en ese mismo instante de regreso a la mansión Tarskovsky a por su primo, pero reparó en que no le convenía aparentar más falta de cordura que la que ya había demostrado con sus pasadas actitudes. Aunque le venía en poco lo que pensara Ester y mucho menos le importaba lo que pensara Noelia, a lo que esta denominaba como “una mancha de suciedad” y que quería quitar de Edrick lo más pronto posible.
Exhaló, sentada en el colchón de su cama y con los codos sobre sus rodillas.
—Necesito que recuerdes al menos lo que hubo entre tú y yo —le habló a Edrick en su imaginación, mientras introducía los dedos en su rubia cabellera corta—. No es necesario que recobres toda la memoria. Al menos te necesito dócil, dócil y maleable como fuiste en algún momento —se puso de pie y caminó sin rumbo dentro de la habitación, con las manos en la cintura—. No puede ser que esté tantos millones en juego y tú solamente te encargues de pensar, pensar y pensar. No hay tiempo, Edrick, no hay tiempo de andar en una innecesaria reflexión. Toma lo que es tuyo y recuérdame, maldita sea —refunfuñó por lo bajo, mordiéndose la uña del índice de una mano.
Dio vueltas por toda la habitación y pensó en alguna idea para poder raptarse a Edrick aunque fuera por un par de días en el que aprovecharía para hacerle un buen lavado de cerebro e inyectarle unas cuantas ideas que a ambos le convendrían.
—Algo tiene que ocurrírseme, algo tiene que ocurrírseme —se dijo en voz baja de manera casi neurótica.
Volvió a colocar las manos en su cintura, fijando ese par de ojos azules en cada rincón de la habitación, en puntos de la pared de una manera vaga, puesto que su mente estaba puesta en un motivo en particular: el dinero.
Pero sabía que no le iba a ser fácil, no cuando iba a estar en todo momento bajo la vigilancia de Rodrig o la guardia de Élan, ninguno de los dos era estúpido, Emma sabía que ambos iban a defender con garras y colmillos a su hermano; así que tenía que ingeniárselas con una idea más efectiva, en la que pasara un tanto más desapercibida, pero llegando a convencer a Edrick de una realidad alterna, repleta de medias verdades y sazonada con una que otra mentirilla.
—Imbécil —gruñó por lo bajo, imaginando al autoritario Élan y recordando el modo en que este la hubo mirado cuando le pidió buscar otro lugar donde alojarse—. Voy a hacer que te arrepientas de tratarme de ese modo. Ya verás.
Mientras ella prometía aquello, buscaba en su mente alguna señal que la condujera por el sendero de la maldad hasta encontrarse con algún método de voltearle patas arriba el mundo a los Tarskovsky, a Élan, a Rodrig, a Ester y si andaba por allí en un lugar equivocado, incluso a Christer. La única excepción que iba a dejar a un lado era su primo Edrick y esto debido a que de él iba a sacar provecho, era algo que siempre había hecho, de todo y de todos los que en algún momento se le acercaban.