Rodrig Tarskovsky.
Flash-back.
Élan se situó a un lado suyo como una sombra más pálida y con cuidado colocó una suave mano sobre el pecho tembloroso de Edrick.
—Vamos —le musitó con tono condescendiente—. Necesitas tomar un vaso con agua.
Supuse que esa era una excusa para mantener a Edrick lejos de un lúgubre acontecimiento.
—Pero Canon me necesita —se resistió Edrick derramando más lágrimas y sorbiendo la nariz.
Élan empleó un poco más de fuerza, interponiéndose en su camino pero hablándole con calma y comprensión.
—Ya llegará el veterinario —dejó escuchar su voz un poco más firme y razonable—. Canon no quiere que lo veas así.
En ese momento Edrick rodó su mirada de húmedas pestañas hacia las de Élan.
—¿Tú qué sabes de los sentimientos de Canon? —refutó con voz lastimera—. Él no era tu amigo.
Élan bajó la mirada, suspiró y luego con calma volvió a mirar a su interlocutor de frente.
—Tienes razón —pausó—. Entonces vayamos a por una manta para él, debe tener frío. De seguro querrá que lo cubras con algo y lo acompañes mientras llega el veterinario.
La piel del cuello de Edrick se movió ligeramente debido a que tragó con fuerza, debatiéndose entre ir a por la manta o seguir a un lado del Beagle, pero por suerte y como lo esperé, se dejó convencer.
Yo me moví un poco sobre mi propio eje hasta situarme de frente al colchón rosa en el que estaba tumbado el animal, percibiendo por un momento la mirada de Élan sobre mí, seguramente se había volteado a mirarme cuando ya estaba a punto de cruzar el umbral, pero no escuché que dijera algo, incluso percibí que los pasos se fueron alejando hasta que quedé solo en aquella amplia y clara habitación. Sin duda Élan había leído en mis ojos tranquilos y en mi respiración pausada las intenciones que yo cargaba en ese momento.
El silencio también me envolvía aquella vez y pude mirar en los ojos del animal miedo, temor e inocencia, sabía yo que no iba a sobrevivir, la estaca le había perforado muy adentro y la respiración del animal se estaba dificultando, tanta era la gravedad que líquido rojo empezaba a gotearle de la boca. Supuse que Edrick querría regresar rápido para estar el máximo tiempo posible con su mascota, así que doblé mis rodillas agachándome junto al colchón, de frente al perro que rodaba sus ojos para verme, realmente se esforzaba por respirar y no quise imaginar el sufrimiento mayor que iría a tener mi hermano si tuviera que mirar al Beagle morir, un veterinario no iba a salvarlo, el animal tenía una muerte segura.
No puedo definir o identificar qué fue lo que exactamente me llevó a terminar con la agonía de aquel ser, porque a decir verdad nunca sentí que me importara la dolencia del perro y una parte de mí estaba seguro que Edrick algún día lo superaría. Pero fui movido por una mental fuerza mayor.
>. Fue lo que le dije en mi mente al convaleciente animal.
Puesto que ni para hablar con la gente me molestaba en mover los labios, tampoco lo iba a hacer con un perro moribundo, aunque quizá no lo necesitaba, talvez el animal sólo imaginaba también una súplica dicha hacia mí para que acelerara el proceso.
Acaricié su cabeza lentamente con sutileza, percibiendo en la piel interna de mis fosas nasales el envolvente y amargo olor de la sangre, entonces con ambas manos le rodeé el cuello, apreté como si mis manos fuesen un par de tenazas firmes y le torcí la tráquea en un movimiento rápido. Miré la poca vida del perro irse en el espejo de sus ojos, me vi a mí mismo en el reflejo de aquellas tranquilas pupilas.
El animal ya no sufrió más.
Me puse de pie y dos minutos después llegaron mis hermanos, seguidos de un hombre mayor que cargaba consigo una caja de herramientas, seguramente allí habría tenido los implementos necesarios para hacer algún tipo de cirugía, pero ya no era necesario.
Élan me miró, de pie en un solo lugar mientras Edrick corría a abrazar al perro sin importar que su ropa se machara de sangre. Fue un breve instante que nuestras pupilas impactaron de modo intangible, Élan sabía que yo había sacrificado el perro, no me juzgó con su expresión, pero nunca llegó a decirme nada al respecto. Entonces salí de allí lentamente, no sabía cómo darle consuelo a alguien y no iba a torturarme más mirando a mi hermano sufrir por algo que no tenía remedio, al menos no el que él hubiera querido.
Éramos niños y aun así en mi mente seguía desplazándose como una anguila viscosa la idea de que debía buscar alguna manera de aminorar el sufrimiento de mi hermano, puesto que había andado por allí peligrosamente desanimado, abandonado a un luto que le mantenía en el rostro una expresión sombría y decolorada.
Es sabido que una vida no puede simplemente reemplazar a otra en los sentimientos de alguien más, pero no vi una opción más viable que ir a comprarle un perro similar, consideré que quizá eso lo ayudaría a sentirse mejor y aceleraría el proceso de superación, tener algún animalillo de esos que ladrara para él y arrastrara su rasposa lengua sobre la piel de sus brazos podría ser algo que lo mantuviera distraído.
Empleo la palabra comprar, porque en Forks, en el único lugar en el que daban perros y gatos en adopción, terminaban pidiendo una colaboración para atender las necesidades de los otros animales acogidos en el lugar, situación que no me importaba en lo absoluto; el dilema que seguía carcajeándose en mi cabeza como tres pirañas idiotas que se burlan del pez gordo que ven pasar, era la manera en que yo iba a conseguir hacer todo aquel procedimiento.
Siempre odié, por razones que todavía no logro entender, mantener algún diálogo con personas ajenas a mi familia. Por suerte nadie nunca me obligó a hacerlo, hubiera sido un verdadero infierno tener que forzarlo sólo porque sí y lo más probable es que si no hubiera terminado hiriendo físicamente a quien mirara como oponente, hubiera terminado por causar en mí la propia muerte. Y el suicidio no era algo que me asustara.
Impactó contra mis sensibles oídos la explosión de un trueno tras haber avisado con una purpúrea luz momentánea que parpadeó sobre la piel de mi cara y manos, la lluvia continuaba arreciando y yo, de camino solitario por la carretera asfaltada, cargaba un impermeable n***o en forma de túnica y calzadas unas botas de hule. Mis padres no se habían dado cuenta de mi salida y los guardaespaldas de la familia no estuvieron muy atentos cuando me les filtré en sus propias narices como un pequeño ratón veloz y fantasmal.
De camino al refugio animal andaba yo sopesando las formas en que iría a decir algo al llegar, tuve la idea de hacerme pasar por un niño sordo-mudo y simplemente entregar el dinero antes señalar cualquier perro al azar para llevarlo de regreso conmigo a casa. El problema se iba a dificultar más cuando me pidieran llenar formularios, pero bueno, no era algo que no pudiera superar con un par de mentiras escritas antes de fugarme sin dar tiempo a que se pusieran a analizar la veracidad de mi identificación.
La carretera seguía pareciéndome una interminable lengua negra a esa hora de la tarde, cuando las nubes grises encapotaban la región y arreciaba sobre Forks un aguacero cuyas gotas sobre mi impermeable impactaban como canicas que se desintegraban luego en canicas más pequeñas.
Llegué por fin luego de una caminata que me pareció durar la eternidad y un día, miré a los lados antes de cruzar la calle, sabía que los autos no abundaban en Forks, pero era consciente de que siempre podría ocurrir un accidente. Y un accidente fue lo que casi sucedió cuando un auto frenó de toque debido a que un perro todo sarnoso y empapado cruzaba la calle hacia donde yo estaba y donde un par de adolescentes femeninas esperaban bajo un paraguas para cruzar la calle también.
El conductor blasfemó y aceleró cuando ya se vio libre de continuar su camino yo no le presté más atención al perro callejero que a juzgar por el tamaño no era adulto todavía, así que crucé.
Llegué al refugio, estaba vacío en ese momento, escuché los ladridos casuales de algunos perros, el maullido de ningún gato y el alarido de alguna guacamaya.
Apenas entré, una señora de oscuro cabello corto a la altura de la nuca me miró por encima de sus cuadradas gafas desde algo similar a una recepción.
—¿Te puedo ayudar en algo, dulzura? —preguntó amable.
La miré y ella sólo me sonreía, amable y cordial. Pero sentí tanta incomodidad que retrocedí dos pasos, di media vuelta y volví a salir por una del par de puertas de cristal, enfrentándome de nuevo al frío, la lluvia y la soledad; era más confortante para mí si nadie me prestaba atención.
Escuché a alguien blasfemar a metros de mí, lo que me llevó a ladear la cara para mirar de quién se trataba. En definitiva no era conmigo, sino con aquel perro remojado que mendigaba un trozo de pan de aquel que ese tipo obeso consumía bajo la cubierta externa de un restaurante, acompañando su merienda de una bebida caliente que, por el olor, pudo haber sido café en vez de chocolate.
Espantó el perro de una señal similar a una patada y el miedoso animal tembló, alejándose pero no tanto. No hice nada, sólo volteé hacia adelante, con la mirada puesta en las corrientes de agua que se hacían en el canal que había entre la calle y la acera, rumbo a depositarse en la alcantarilla más cercana. Suspiré, luego de reflexionar por poco más de dos minutos, entonces caminé sobre la acera, alejándome del tipo obeso que consumía su alimento como lo haría un cerdo que escarba con su hocico un hueco en la tierra.
Me abrí paso por otra puerta hacia el interior de una tienda cuya venta consistía en productos hechos de tela, esta vez fue una joven rubia de algunos veinte años quien igual de amable que la otra me preguntó qué necesitaba buscar, no contesté nada, pero con la vista periférica me di cuenta la incomodidad que le causaba el hecho de que yo estuviera dejado huellas húmedas por el pasillo que seguramente se habría esforzado por limpiar, de modo que me di prisa y busqué con la mirada alguna manta, no tardé en ubicar una, así que tomé el primero que vi y ojeé el precio; sólo costaba cinco dólares, yo cargaba cinco billetes de veinte dólares, entonces sostuve en uno de mis brazos el manto y saqué el billete del bolsillo del impermeable, entregándoselo a la joven mujer que cambió su expresión radicalmente a una de sorpresa y curiosidad.
No esperé nada más y regresé por donde había ido, escuchándola llamarme, seguramente para entregarme el cambio, pero no le hice caso, lo más probable es que comenzara a hacer preguntas y yo no quería responder nada a nadie.
La calle seguía media vacía, volteé hacia las mesas que estaban bajo la cubierta externa del restaurante y el tipo gordo ya no estaba, tampoco el perro. Y claro, no permanecía en el mismo lugar porque ahora estaba enfrentándose a una complicada situación, parecía tener una pata atascada en una de las rejas de la alcantarilla más cercana.
<<Desaparezco por dos minutos y tú ya te has metido en más problemas>>. Le hablé en mi mente al perro, con tono aburrido.
Caminé hacia el animal que me miró con temor y procedí a agacharme para ayudarlo a sacar esa pata delantera. Chilló, se le había quebrado y por eso era que se le hacía complicado el separarla de aquellas rejas.
<<No hay otra alternativa, tiene que doler para poder liberarte —volví a decirle en mi mente—. Si te dejo aquí no sobrevivirás por mucho tiempo>>.
El alarido de dolor que salió de la boca del perro se mezcló con un trueno que emergió del cielo, yo simplemente actué de forma práctica y rápida. El perro olía fatal y su pata sangraba, cayendo en gotas sobre el agua que corría hacia el interior de la alcantarilla.
Lo envolví en la manta y lo llevé conmigo a casa.
Edrick no olvidó a Canon, pero gradualmente fue aceptando su ausencia. Recibiendo entonces a un nuevo amigo que gozó del privilegio de ser atendido por un niño cuya noble alma necesitaba cicatrizante para esa herida sentimental que cargaba y que fue sanando junto al nuevo m*****o de la familia adoptado desde entonces.
Fin de flashback.
Nathaly Rodríguez.
Iba por el medio del pasillo, con pasos lentos y cansados, suspiré y palpé entonces, cuidadosamente mi muñeca izquierda sin verla, no necesitaba hacerlo para estar segura de que ya habría de tener hematomas alrededor debido al fuerte agarre de Christer esa mañana anterior. Tampoco quise mirar la hora en el reloj de mi teléfono, simplemente avancé en dirección a la cocina, tenía mucha hambre, debía comer cualquier cosa antes de que mis ácidos gástricos terminaran de demoler mis tripas.
Doblé en una esquina y continué por el pasillo de iluminación muy tenue, de seguro si no hubiera cargado las gafas puestas me habría perdido y aunque las cargaba puestas, apenas si podía percibir el relieve de los bordes en las paredes y la profundidad de los espacios, quizá sólo se trataba del cansancio y las ganas de dormir, mezcladas con las atronadoras ganas de comer.
Llegué al umbral del comedor y seguí derecho pasándole por debajo, de camino a la cocina, pero me encontré con que la luz estaba apagada, así que busqué en mi mente el recuerdo de dónde era que había visto yo alguna vez un interruptor en aquella estancia, sin embargo no logré capturar alguna imagen que me dijera hacia donde tenía que dar pasos para conseguir encender algún bombillo o lámpara.
Exhalé, fastidiada, así que saqué del bolsillo de mi abrigo el móvil, deslizando mi dedo por uno de los laterales y encendiendo la pantalla. Entrecerré los ojos, el brillo estaba muy fuerte. Entonces volteé el móvil y alumbré las paredes. Me sentí un poco tonta puesto que de igual forma no iba a tener que caminar demasiado, el interruptor lo tenía justo al lado, en la entrada a la sala de la cocina. Exhalé y meneé la cabeza, estirando el brazo un poco para accionar el interruptor.
Una vez que estuvo iluminado el lugar, me volteé para encaminarme hacia la nevera y…
¡Hijo e´ madre!
Di un respingo como un gato al que un perro le ladra cerca. Mi estómago sintió la tibieza del vértigo y mi corazón se detuvo un instante antes de retomar su marcha a una velocidad paralizante.
Casi se me vinieron unas náuseas inmundas en ese momento, pero me contuve, intentando controlar mis gestos y mi respiración.
<< ¿Pero qué chimbadas es esto?>> no lo vociferé, pero seguro si él me hubiera visto lo hubiera notado al instante.
Me pregunté cómo era posible que, luego de haberlo visto esa mañana desplazarse tan… distante, pero sin aparentar anormalidad alguna. Ahora lo tuviera frente a mí a más o menos cinco metros. Y el asunto allí no sólo era lo extraño del hecho de que estuviera consumiendo alimentos en plena madrugada en medio de una penumbra desagradable, sino que para rematar estuviera consumiendo carne… cruda.
Mantuve mis ojos bien abiertos.
—Per… don —titubeé, sin saber qué más decir.
El señor Rodrig ni siquiera movió algo más que no fuera su boca mientras masticaba imperturbablemente, ni siquiera levantó sus espesas pestañas oscuras para mirarme mientras le hablaba.
—Yo… sólo he venido por algo… —miré la lonja de carne húmeda que sostenía en sus manos— de comer —completé en un susurro débil, mirando cómo algunas líneas de sangre destilaban de sus labios hasta su barbilla.
Todavía me ignoraba, seguramente visto desde una película no hubiera parecido tan grotesco, porque de hecho, seguía siendo hermoso, pálido, de cabello muy n***o y la sangre en muy pequeña cantidad manchándole las orillas de sus labios, como un vampiro.
Sus codos los mantenía sobre la encimera de la mesa ante la que estaba muy tranquilamente sentado, seguía masticando. Se veía tan tétrico. Incluso, la punta de los dedos de sus grandes y blancas manos se miraban manchados con la sangre de ese pedazo de bistec y las gotas continuaban cayendo desde este trozo de alimento hasta la superficie de un plato blanco que reposaba debajo, exponiendo un charquillo rojo escarlata.
Quise largarme de allí en ese mismo instante, pero la tripa me volvió a sonar en un urgente reclamo, así que bueno... primero estaba mi alimentación que la sugestión, de modo que caminé cautelosa por la orilla, por allá lejitos, casi pegada a la pared mientras avanzaba hacia la nevera sin quitarle el ojo de encima al hermano de mi jefe.
Justo en ese momento me sentí como un conejillo intentando cruzar una pradera sin fastidiar al cunaguaro que duerme.
Mientras Rodrig continuaba como si yo no existiera, tragando y procediendo a morder más, arrancando tranquilamente con sus dientes otro pedazo de aquella lonja roja. Me pregunté que en dónde habría conseguido carne fresca, porque se notaba que no era de alguna compra hecha en alguna tienda de mercado, parecía ser de un animal recién muerto. Pero claro, no iba a detenerme únicamente a preguntarle que si estaba comiendo res o algún animal del… bosque.
Arrugué mi entrecejo, todo era confuso. Además, se suponía que estaba herido. No pude mirar la gravedad del asunto puesto que Rodrig cargaba puesto un suéter, pero imaginé que sus heridas no habrían sanado por completo todavía, así que no podía concluir en que este se hubiera ido a cazar la presa que ahora consumía como si fuese un depredador más de la selva.
Tanteé a ciegas la puerta de la nevera mientras no dejaba de verlo, entonces tuve que concentrarme en lo que necesitaba buscar, sino iba a terminar haciendo algún desastre.
Abrí y miré el bombillo interno del artefacto encenderse, iluminando cada cosa que había en ese refrigerador. Y no lo pensé mucho, rápidamente tomé una leche cuyo envase era de cartón y que todavía no habían empezado, miré por allí unas galletas y tomé unas cuantas también y estuve a punto de tomar una tacita con algo similar a un pudín, pero es que mi temor estaba haciéndome tantos pellizcos que el silencio en la estancia me llenaba de escalofríos.
El motor de la nevera empezó de nuevo a emitir su típico sonido luego del descanso y eso me hizo sobresaltar mínimamente, pero lo suficiente como para dejar caer algunas galletas en el suelo.
<< ¡Santa mierda!>>. Pensé y creí que Rodrig se molestaría por mi torpeza, así que levanté la cara para poner mi mirada en él, que todavía hacía como si yo no existiera.
Me agaché de inmediato, sin soltar ni de coña el envase con leche, recogiendo las galletas rápidamente, como una gallina que picotea el suelo cuando le han arrojado maíz. Me puse de pie y hasta me olvidé del bendito pudín que por cierto se miraba suculento, cerrando la nevera en un santiamén.
—Lo siento —murmuré, pasándome las galletas a la mano con cuyo brazo sostenía todavía el frasco con leche y me acomodé las gafas, que entre tanto movimiento se me habían rodado hacia la punta de la nariz—. Es que no he comido nada desde la tarde de ayer. Y tengo…
En ese momento me interrumpí, mirándolo removerse un poco y levantar ligeramente la barbilla, mirando hacia otro punto al frente, frunciendo mínimamente sus labios, como si estuviera fastidiado.
Entonces lo confirmé cuando apartó la mano derecha de la lonja sangrante y sacudió la palma fuerte y repentinamente sobre la superficie de la mesa. Las metálicas patas de la misma vibraron a causa del impacto y el plato se estremeció sobre la encimera.