CAPÍTULO 6. Para aullentar a los fantasmas.

3004 Words
Di un pequeño respingo pero esta vez mantuve las galletas bien agarradas. Juro que justo en ese momento me pregunté si todo se trataba no más que un extraño sueño. Pero no tenía tiempo para pellizcarme y confirmar si era cierto o no, aquel hombre estaba mosqueado y aunque en ningún momento volteó a verme, supe que no le resultaba muy agradable mi presencia en ese lugar que digamos. La palma de su mano no se movió de encima de la mesa, pero con la otra colocó sobre el plato el pedazo de carne manteniendo siempre la calma y todavía no volteaba a verme, sin embargo supe que de algún modo me estaba mirando, talvez con su vista periférica. Así que no perdí más tiempo, me giré lo necesario hacia el umbral que me conduciría al comedor donde luego me encontraría la salida que me llevaría al pasillo, caminando aceleradamente y mirando hacia atrás sólo por gesto intuitivo y precavido, mi mecanismo de defensa y mi instinto de supervivencia automáticamente me obligaban a mirar una última vez hacia atrás para asegurarme que no se había levantado de su asiento para venir detrás de mí. Y no, no se había levantado y tampoco me miraba marchar. No vi más, sólo volteé hacia adelante para salir hacia el comedor sin chocar con algo y hasta se me olvidó apagarle la luz, supuse que eso le habría molestado también, pero no pensaba regresarme a accionar el interruptor. Crucé la estancia del comedor a toda prisa, la luz de ese lugar sí continuaba encendida, así que cuidé no llevarme la mesa por delante y en menos de cuatro segundos (que tampoco es que contabilicé) ya estaba llegando al siguiente umbral. Pero antes volteé hacia atrás para asegurarme que en verdad ese hombre no me estaba siguiendo. Salí hacia el pasillo, todavía con la vista puesta en el espacio que dejaba detrás, aliviada de no mirar a Rodrig por ningún lado. Entonces choqué contra alguien, sobresaltándome por… ¿cuarta o quinta vez esa noche?, sentí vértigo de nuevo y esta vez percibí como el alma se me venía a los pies. <<No, Élan, no seas tú, por favor>>, pensé en una cuestión de milisegundos antes de voltear por inercia la cara y enfrentarme a la persona contra la cual me había estampado de manera tan ridículamente abrupta. —Hola —susurró una voz masculina a unos treinta centímetros de mi cara. No me dio tiempo ni de procesar el hecho, cuando en medio de aquella luz tan peligrosamente tenue (casi a rozar con la oscuridad total), logré entrever un par de colmillos afilados mostrados en una sonrisa que me pareció brutalmente siniestra. No pude evitar ahogar un grito sin importar que me saliera tan ridículo como el de una damisela despavorida, dando un paso hacia atrás pero perdiendo la fuerza de mis tobillos, mirando como la falta de equilibrio se burlaba de mí y cómo fui cayendo hacia atrás, de trasero pleno sobre el piso. Eso sí, sin quitar la vista del ser ese que todavía me miraba desde arriba. Fui arrastrándome de espaldas, hacia atrás de manera rápida y torpe como una sabandija, buscando alejarme lo más que me fuera posible de aquella persona, animal o cosa que seguramente me estaría mirando con curiosidad y expectación. << ¿Pero qué carajos está pasando en esta casa? —pensé a velocidad luz—. Primero me encuentro a alguien comiendo carne cruda y ahora… esto es… ¿un vampiro? —quise sacudir la cabeza, pero no me dio tiempo, pero proseguí con mi atropellado monólogo interno—. Es imposible, debo estar alucinando. Debo dormir… —reuní el valor para apartar la mirada un segundo de aquel ser a quien todavía no lograba mirar la cara con claridad— y comer —concluí en mi mente, recordando que el hambre no debía ser ignorado>>. Así que rápidamente me puse de rodillas, entre tanto susto (y como cosa rara) nunca llegué a soltar el envase con la leche, pero no me iba a resignar a dejar la mitad de mi comida por allí a ser desperdicio y menos después que conseguirla me hubiera costado un par de sustos que estuvieron de infarto. De modo que comencé de manera apresurada y torpe a recoger las redondas y planas galletas, cambiando alternativamente la mirada del suelo a la cara de la cosa que no se movía pero en cuyo rostro percibí una sonrisa; así estuve durante no sé cuánto tiempo, aunque sí que fue corto. No hubo segundo en que no estuviera en guardia, me arrastré hacia atrás, me puse en cuclillas y aún torpe, mirando la cara del silencioso ser frente a mí, fui alejándome como un cangrejo hasta que pude levantarme y erguirme, continuando mi retroceso. —¿A dónde vas? —habló de nuevo y esta vez la voz se me hizo conocida. No respondí nada, pero no dejé de retroceder—. Ya basta —dijo cansino—. Perdón. No quise asustarte, Natalia. Di tres pasos más en retroceso, hasta situarme lateral al umbral, supongo que uno de mis costados en ese momento quedó iluminado y en efecto, aquella cosa dio tres pasos hacia mí, entonces la claridad que salía por el umbral desde el interior del comedor fue dejándome a la vista el rostro de aquel ser humano. Exhalé y cerré los ojos, decepcionada y moviendo la cara a un lado. —Tú —murmuré con fastidio. Todavía sentía el corazón retumbarme en el pecho y los latidos se me manifestaban hasta en las sienes. —¿Todo bien aquí? —escuché una masculina voz que habló a mi espalda. Me giré de inmediato, sintiendo todavía en mi sistema los pinchazos de adrenalina, pero ahora el susto estaba en disminución. El vigilante, con un arma en reposo, nos miraba curioso y a la espera de alguna respuesta, fue entonces cuando me di cuenta que llevábamos mucho tiempo de silencio tras esa última pregunta. —Ah… —titubeé, sin saber qué decir primero—. Soy… la tutora al cuidado de la madre del señor Élan —expliqué y el vigilante con un gesto de cejas enarcadas, quizá un poco escéptico, asintió como si estuviera siguiéndome el hilo—. Y tenía… tengo hambre. Por eso he venido —respiré—. Pero todo está bien. —Escuché un grito —agregó el vigilante, mirándome con esa expresión de ligera confusión en su pequeño y delicado rostro joven—. Por eso he venido. Noté que miró por encima de mí, por supuesto, a quien estaba detrás. Entonces giré un poco mi torso sin mover los pies, mirando también la cara de Everest, que tenía una inocente sonrisa a labios cerrados, se veía tan… lindo. No, corrección, tan estúpido. Él me había asustado y eso no iba a perdonárselo tan fácilmente. Pero lo que me parecía extraño aquí es que no se le notaba ni por asomo ese par de espantosos dientes que minutos atrás le había visto mostrarme. Cerré los ojos nuevamente y sacudí la cabeza ligeramente para echar por fuera todas esas ideas extrañas. —El señor Langholmen apareció de pronto —miré al vigilante que escuchaba atento, como un profesor del preescolar que escucha la anécdota narrada por un niño que imaginó un fantasma en el baño—. Y tropecé con él. Caí —me encogí de hombros—. Pero todo está bien. No te preocupes. El vigilante, mirándome un poco pensativo, terminó por asentir con movimientos lentos, como el que no está muy convencido de la cosa. —Bien —dijo, moviendo la mirada de nuevo hacia Everest por sobre mi hombro—. Entiendo —se removió sobre sus pies con la clara intención de querer darse una media vuelta—. Estaré afuera —me miró otra vez—. Si necesitan ayuda, pueden gritar nuevamente. Dicho aquello, sí se dio media vuelta y caminó de regreso por donde mismo había llegado a nosotros. Inhalé, cerré los ojos y exhalé. Volteándome de nuevo hacia Everest levanté los párpados. —¿Qué se supone que andas haciendo por allí despierto a esta hora? —refunfuñé en voz baja—. Metido entre las sombras, pareces un tipo acechante. Él siguió con una sonrisa a labios cerrados, mirándome como si fuese comida. —Estaba entrenando en el gimnasio —dijo con tranquilidad, sin moverse de su sitio—. Venía a por un vaso con agua —suspiró, colocándose las manos en la cintura—. Fuiste tú la que saliste como un torbellino, estampándote contra mí y cayendo a mis pies —curvó sus labios en una sonrisa más ladina, se estaba burlando de mí—. Primero me observas con mucha detención desde el interior de un auto mientras yo bajo del avión —enumeró y ese detalle me pareció extraño, pero no me dio tiempo de pensarlo mucho cuando fue a comentar otra de sus observaciones—. Luego te estampas contra mí en una esquina (accidente que me parece dudoso) —recordé aquella vez e iba a refutarle esa errónea idea que se estaba haciendo, pero me interrumpió—. Después, como si fuera poco andar acechándome en cuerpo y vista, comienzas a espiarme, fotografiándome como si hubieses pagado por ello antes, asunto que todavía no perdono —abrí la boca para contestarle a eso también, pero con calma y diversión volvió a interrumpir—. Y ahora —exhaló, meneando la cabeza lentamente como si observara un irremediable disparate— sales de la nada, colisionas tu cuerpo con el mío, me observas muy de cerca, invadiendo mi espacio personal casi como si quisieras besarme, gritas de encanto y desfalleces cayendo a mis pies como si fuese yo el hombre más hermoso que hayan visto tus ojos. Él iba hablando y yo frunciendo mi expresión en un gesto de confusión y negativa. —Pero… ¿qué carajos dices? —repliqué meneando la cabeza—. No quería besarte ni nada de eso. <<Tarado>>. Pensé. —“Quería” —enfatizó, pensativo—. Hablas en pasado, como si la realidad del presente fuera otra. Fruncí mis labios, me estaba viendo la cara de boba. Así que mi reacción inmediata fue sacudir la cabeza. —Deja de hacerte películas. No ando chocando contigo porque seas precisamente “hermoso”… —Hermoso —me interrumpió con voz tranquila, repitiendo lo que dije como si fuese una palabra poética—. Hermoso es el movimiento de tus labios al hablarme. Bufé, más despistada de lo normal. Lo miré ceñuda, burlona y confundida. —¿Tú… te has alimentado bien hoy? —consulté mordaz, mirándolo con una ceja enarcada—. ¿No habrás consumido sustancias indebidas recientemente? En ese momento bajó la mirada hacia mis brazos y manos, observando mi comida. —No he consumido nada desde la cena —admitió con calma—. ¿Y tú qué?, ¿te has robado eso de la nevera? Volví a fruncir mi expresión, procediendo a sacudir la cabeza. —No me he robado nada —gruñí por lo bajo. —¿Entonces por qué has salido a toda prisa, mirando hacia atrás en todo momento? —buscó razonar como si su suposición fuera la más correcta, encogiéndose de hombros ligeramente—. Como si temieras que alguien te hubiera visto o… estuviera siguiéndote. —Ah… —entreabrí los labios, pero pensé que mejor era no explicarle nada y mucho menos cuando pudiera ser que de alguna manera Rodrig estuviera escuchándolo todo—. Le temo a los fantasmas —inventé. (Bueno, no lo inventé del todo). Volvió a enarcar otra del par de abundantes cejas en su pálido rostro de pecas en ese momento poco notorias. —¿Fantasmas? —se burló de mí nuevamente. Asentí una sola vez con expresión dura. —Sí —enfaticé de nuevo—. Fantasmas. Bufó y se empleó una risa nasal, todavía con los labios cerrados. No hice otra cosa que blanquear los ojos, sacudir la cabeza y pasarle a un lado. —Con permiso —bramé de mal humor—. “Señor” Everest Langholmen. Pasó a mi lado, dejándome con su ligero aroma a cremas suavizantes y en mi mente esa cara de intelectual frustrada. Giré media vuelta conforme la vi pasar, observándola avanzar a pasos firmes. Sonreí. Decidí seguirle el paso. —Oye… ¿puedo saber a dónde vas? —¿Eso a ti qué te importa? —habló sin detenerse o al menos voltear a verme. A cada paso que daba su n***o cabello se balanceaba como la crin de un caballo al galope, era atractiva, pero más que eso, inspiraba curiosidad. Definitivamente iba a entretenerme un rato. —¿Por qué eres tan enojosa? —me quejé, exhalando cansinamente—. Sólo intento ser agradable. —Yo no necesito que seas agradable —sonó decidida. Pero a mí nada, ni nadie me negaba algo. De modo que por esto su desprecio me dio un chispazo de entusiasmo, así que la seguí. Sonreí más abiertamente, aprovechando que ella continuaba por delante de mí sin siquiera tomarse la molestia de voltear a verme para despotricar. Rodrig Tarskovsky. Minutos antes. El sonido seco producido por el golpe que con la palma de mi mano di a la superficie de la mesa, cortó el aire como un cuchillo afilado. Ninguno de los dos dijo nada y mis ojos, incluso mi sentido del tacto podía percibir la nimia vibración que quedó después en cada objeto que estaba sobre la tabla de la mesa. Había elegido yo la madrugada para comer y pensar, pero resultó que aparentemente también alguien buscaba hacerlo. El error de esta no precisamente fue el aparecer y pretender hurgar en el refrigerador, sino hablarme. Podría decir que el hecho de que alguna persona me observara durante un rato prolongado no era algo que me molestara, de hecho, en todas partes la gente solía hacerlo, de modo que en situaciones como esa, automáticamente mi ser creaba un manto imaginario con el que me sentía protegido de todo aquello y así continuaba mis labores; aunque a decir verdad, ese manto que creaba mi mente en momentos como ese probablemente terminaba por proteger de mí a todas esas personas que al parecer no tenían a dónde más apuntar sus ojos. Empero, este caso era distinto. No se trataba de una persona común y corriente de la calle o empleado de la empresa, se trataba de una psiquiatra, psicóloga o lo que sea, que ponía sus asustadizas y curiosas pupilas sobre mí y mis acciones. Supuse que ella no estaría al tanto de mi alergia hacia las personas cuya especialidad es tratar con enfermos mentales y tampoco iba a voltear hacia ella a explicárselo. Era obvio que lo entendió, toda desesperada, como una tosca gallina a que se ve acorralada por un zorro, pero lo que no sabía ella era que no pretendía hacerle daño, no mientras no se acercara a tocarme y tampoco pretendía asustarla, no mientras no empezara a hablarme. ¿Qué tan complicado era ignorarme? Pero claro, era de esperarse de un aprendiz en asuntos mentales el sentirse halado como con una soga, a voltear hacia el menos común del grupo y someterlo a una lenta, viscosa y maloliente revisión y análisis. Por supuesto que no estaba mal hacerlo, podían hacerlo con cualquier persona, con cualquier ser humano que no fuera yo, por supuesto. El trabajo de esa mujer era desenredar las marañas mentales en la madre de Élan, no alumbrar la oscuridad de mi comportamiento. No volteé a mirarla mientras salía de allí a toda prisa, ni siquiera me esforcé por prestarle atención a las borrosas imágenes de mi vista periférica. Sólo fui consciente de lo rápido que actuó para desaparecer de mi entorno, sus pasos se alejaron, pero escuché poco después su grito en el pasillo, haciéndome percibir segundos luego una caída que supuse de ella misma. Quise suspirar con aburrimiento, blanquear mis ojos y menar la cabeza en una expresión de desaprobación. Y lo hice, pero en la mente, porque mi cuerpo seguía inmóvil ya que ni siquiera parpadeé, entonces mi consciencia continuó volviendo a los análisis acerca de situaciones de mi interés personal. Nathaly Rodríguez. Ya cuando llegué a la puerta de la habitación de Christer, me di media vuelta, sentía los pasos de este detrás de mí. —¿Por qué me sigues? —rezongué por lo bajo, mirándolo con fastidio. —Para cuidarte —expresó con tono inocente, rodando la mirada a un lado por lo bajo y luego me miró de nuevo. Mi ceño se arrugó un poquito. —¿De quién o de qué? —Pues… —se encogió de hombros—. De los “fantasmas”. Exhalé, no lo podía creer. Es que este hombrecito era tan intenso como un piojo en la espalda de un perro. Asentí, incrédula y mordaz. —Fantasmas —repetí. Él ladeó un poco la cara y asintió, me fijé bien en sus facciones, eran bastante aniñadas y en sus ojos la humedad le hacía notar un leve reflejo brillante. —Así es —musitó. —Bien —asentí—. Pues, gracias. Ya puedes regresar a tus propios asuntos… ¿cómo dijiste que te llamabas…? —Everest —contestó con calma. Enarqué las cejas y asentí con lentitud en modo de entendimiento. —Bueno, Everest. Ya estoy a salvo. Di media vuelta y estiré la mano derecha para girar el pomo de la puerta, en eso él me detuvo, tomándome ligeramente de mi codo izquierdo. Rápidamente me volteé a verlo, extrañada. —¿Qué haces? —miré su mano y rápidamente su cara de nuevo, ceñuda—. Por si no te has dado cuenta es madrugada, tengo hambre y ganas de dormir —le puse en cuenta sin alzar la voz—. Además, debo cuidar de alguien. Así que por favor.
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