Oigo que llama a la puerta con el puño. No son golpes suaves en plan «¿Estás en casa?», sino golpes fuertes de «Ya me has hecho enojar». Vuelve a aporrear la puerta. ¿Qué hace? Son las once y media de la noche. ¿Y si mis compañeros estuvieran en casa? Bajo echando humo y abro con brusquedad. Y ahí está él, tan guapo y déspoto como siempre. —¿Sí? —digo. —¿Por qué te has ido? —Estaba cansada. Levanta una ceja sin dejar de mirarme a los ojos; sabe que es mentira. —¿Qué quieres, Christian ? —¿Me vas a dejar pasar? —No. —¿Por qué no? Este hombre es desesperante, en serio. —Pues porque es tarde y, como te he dicho, estoy cansada. —Tenemos asuntos de los que hablar. —De eso nada. Yo por mi parte no tengo nada más que añadir. —¡Mentira! —Se cuela por toda la cara, me deja plantada