XIMENA
—Tranquila, es lo que queremos. Yo te deseo mucho, no me he podido sacar de la cabeza tu recuerdo, por favor, entreguémonos por completo, disculpa si te hice daño, lo hice sin intención, soy algo tosco por el medio en que me desempeño, me falta aprender a tratar a las mujeres—; Ángelo me dice sin parar de besarme el cuello, volteándome, colocándome frente a frente, donde deslizo mis ojos, viéndole ese pecho con unos vellos que me excitan aún más; le agarro esa espalda, juntándolo para sentir su piel. Su dureza me derrite, sus labios bajan de mi cuello a mis senos, donde se queda un buen rato como un recién nacido, luego sigue bajando cuál ascensor desenfrenado, me da vergüenza y a la vez deseo que se detenga en mi cosita, que la pruebe. Ella también reclama sus besos, solo que sigue besándome una pierna hasta los tobillos y luego sube por la otra pierna hasta mi estómago. Incluso le ayudo subiendo los pies, abriéndome un poco cuando siento su respiración cerca de ahí. Sumerge la lengua en mi ombligo dándole vueltas, haciéndome apretarle la cabeza con ambas manos y lo empujó hacia abajo. Él, sin resistencia, explora como trampeando, luego chupa y sumerge su lengua lo más profundo de mi ser, enviándome a una lluvia de estrellas, al bigbang. Recuerdo que no tenemos mucho tiempo; tomó su cabeza, subiéndola, y lo besó. Él sube sus manos a mi cabeza, apretándomela hacia abajo, insinuando que yo haga lo mismo; lo contemplo, lo pienso y no, no soy capaz.
—Aún no, de pronto después—, le susurro para tranquilizarlo. Aunque su cara es la excitación viva, me alza, me acaricia, hunde sus dedos en mí, alistando el terreno de la siembra; luego con su mano se lo guía hacia el objetivo. Siento la punta que entra y que sale en seguida. Mi cosita le reclama que no juegue, que entre todo hasta el fondo. Sigue así, trato de empujarlo, agarrándolo de las duras nalgas, que me ofrecen resistencia, hasta que de un golpe lo entra todo, haciéndome explotar en un bostezo de gozo de nuevo. Luego me alza con las dos manos, agarrándome de los mulos, y como un toro furioso me cornea sin descanso, acelerando de prisa, tal vez se cansó, me suelta, volteándome, y de nuevo se mete en mí, bombeándome amor. Giro mi cabeza y lo beso mientras con una mano me acaricia los pechos y con la otra el rígido botón del placer. Lo que provoca que suceda de nuevo la magia: de nuevo toco el cielo en sus brazos, me parece que lo nota, me voltea mirándome, se sienta sobre la tapa del sanitario cogiéndome de la cintura invitándome a cabalgarlo, lo monto queriendo complacerlo y con temor de en mi inexperiencia lastimarlo o hacerlo mal. Aunque como que lo hice bien porque siento que explota dentro de mí, quemándome el interior con la lava de su volcán, se sale de mí dejándome lavada con sus fluidos. Lo beso intentando que no se despegue de mí. Busca su pañuelo y me limpia los excesos, diciéndome: —Estuvo más que mágico, pero tenemos que vestirnos, deben de estar preocupados por la homenajeada, será mejor continuarlo más tarde en mi casa o en la tuya—. Él se queda esperando a que le conteste, solo que aún no recupero el aliento, solo puedo asistir con la cabeza.
—¿Y cómo quedamos?— Una pregunta estúpida para mí, aunque sí es mejor dejar todo claro.
—Pues esto fue una parte de la reconciliación, me dejo todavía con duda—, le digo observándolo como se viste cuadrándose sus prendas para verse el muñeco impecable que es.
—¿No te vas a vestir?— Su pregunta me saca del trance que me provoca verlo. Me ayuda a colocarme los pantis, anudándolos de la forma en que se le amarran los zapatos a un niño pequeño; alza el sostén, agitándolo, colocándomelo de una manera tan natural, que no coincide con la versión de que los hombres son torpes con estos ornamentos debido a que no usan estos. Agarra el vestido sacudiéndolo, limpiándolo con el antebrazo. Sé que cometí un error arrojándolo a ese piso mojado, solo que mi capacidad de pensamiento se mermó por el fuego que me consumía y que no se extinguía mientras estaba cerca de ese hombre, quien me ayudó a colocármelo y acomodármelo diciendo: —No quiero que te vuelvas a colocar un vestido de estos; no me gusta que los demás me miren con deseo a mi mujer.
—Ángelo, eso es complicado; aun cuando no me arreglo, recibo muchos piropos cuando voy por la calle.
—Entonces me tocaría encerrarte en una caja de cristal donde nadie mire lo que es mío.
—Mejor deberías de sentirte orgulloso de tener una esposa medio bonita que atrae miradas.
—Y modesta, eres la mujer más hermosa del mundo, por lo menos del que han visto mis ojos.
—Me imagino tantas viejas que has mirado y han caído en tus garras al igual que yo.
—No concibo que tú cayeras en las mías, mejor yo sucumbí a tus encantos, pero no necesitas exhibirte así, esa no es la ropa correcta para la señora de Ángelo, toma, recibe mi abrigo ahora sí—. Me acuerdo de que mi hermana está afuera y no le he contado nada de esto. Lo alejo diciéndole: —Espera, toma, es que hay está mi hermana y aún no le cuento de ti, además que por ahí también vi a Luis y quiero ver qué trama; sería bueno que lo observáramos de diferentes ángulos.
—O sea que de nuevo me utilizas como tu juguete s****l—, menciona soltándome saliendo del baño, cerrando la puerta, no sin antes voltear y regalarme una de sus sonrisas encantadoras.
Me miro al espejo, deseando que la mujer que se refleja me explique lo sucedido; trato de componerme el maquillaje y que se me bajen los rubores del rostro; respiro profundo, exhalando hacia mi frente, concentrándome en la sensación que me dejó el glorioso encuentro con mi tal vez amado o verdugo, ¿quién sabe?
Al fin reúno valor para salir; siento que todos me miran y mi hermana sale de la nada diciéndome: —Ximena, ¿dónde estabas?, me tenías muy preocupada.
—Estaba en el baño, me sentía enferma—, le contesto haciéndome la mareada.
—Oye, hueles como a cloro y mira qué boleta; tienes un papel higiénico pegado a tu vestido, ¡qué asco!, es mejor irnos—, señala arrancándolo, botándolo lejos.
—Aguarda, hermanita, es nuestra noche, somos las reinas, debemos disfrutarlo.
—No, Ximena Me siento incómoda con este vestido que no deja nada a la imaginación, ya estoy cansada de jalarme la falda hacia abajo y la blusa hacia arriba, además de todos esos viejos morbosos que nos observan.
—Bueno, Emily, déjame, me despido de alguien y nos vamos—, busco por todo lado a Ángelo y es como si se hubiera evaporado por mi calor. Saludo a un amigo de mi padre, quien me presenta a Luis, el del crucero, quien me ve tensando su barriga; un escalofrío me recorre colocándome la piel de gallina. Lo saludo de lejos para no tocar a ese repugnante hombre y me excuso, despidiéndome, porque me siento enferma.
Recorro el salón sin verlo y, con miedo de que Luis nos siga, vuelvo a casa sin parar de mirar los retrovisores y dando vueltas inesperadas por si tengo que despistar a un perseguidor fantasma. En su pensamiento la perseguía la promesa de Ángelo de la segunda parte de su faena.