ÁNGELO
—No podemos hacer nada, estás drogada, mañana me odiarás, vamos a bañarte con agua fría—, Ángelo intentó meterla a la ducha mientras ella le besaba el cuello.
—Te odiaré si me vuelves a dejar iniciada, quiero que me quieras. Por favor, querámonos sin limitaciones que la ropa o la piel nos impongan—, ella le dijo mientras trato de zafarle la camisa tirándola de los lados, provocando que los botones salieran disparados, solo que su torpe fuerza no le alcanzó para eso.
—No podemos hacer algo de lo que después nos lamentemos—, Ángelo dijo entrándola al baño y abriendo la ducha.
—¡no!, Está muy fría, aunque ven también—, gritó Ximena jalándolo, haciendo que también se mojara con todo y su ropa de diseñador.
—Ja-ja-ja, —Ximena reía, mientras Ángelo no podía dejar de mirar cómo la bata blanca que le había colocado el médico se mojó, pegándosele y transparentándose sus pechos que se enorgullecían, pareciendo que lo señalaban, que lo invitaban a alimentarse hasta saciar todas sus hambres.
—No te conformes solo con mirar, mi angelito, ven y hazme lo que nadie nunca antes ha sido capaz de hacer—. Ximena dijo a la vez que se quitó la bata del médico y acabándose de soltar el sostén…
—Detente, mejor mañana, cuando estemos en pleno uso de nuestras facultades—. Ángelo susurró sin poder parar de mirarla.
—No, señorito, ya perdiste, no pasará otra vez, no te me escaparás—. Ximena le advirtió quitándose el pequeño panti blanco y tirándoselo a la cara.
—Aguarda, que te puede dar un resfrío—. Ángelo sonrió, ya incapaz de seguir con sus ideales, aunque se cuestionaba si sería un aprovechado o, por el contrario, debería de hacerlo para que se aliviara de eso que le habían dado. ¿Qué tal le surjan complicaciones? ¿Sería que ese acto que tantas veces se imaginó ahora se convertiría en un sacrificio? Lo que sucedía era que no quería ser un aprovechado, la que ahora lo permitía mañana de seguro lo censuraría aumentando los inconvenientes.
—Nada de eso, señor Ángelo, usted es mío, me tiene que hacer el amor, esta vez nada nos detendrá—, ella se lanzó como una leona a su presa, besándolo, callando sus objeciones, a la vez que sus hormonas también le bloqueaban el razonamiento.
Ximena le arrancó la camisa, mientras él se desabrochó el pantalón. Se fueron caminando, mojados, besándose hasta la cama, donde se acostaron dando vueltas, turnándose el de arriba o abajo. Ximena creía enloquecer con ese olor que tanto la excitaba; le quitó los bóxeres y sin menor recato se lo cogió, acariciando, palpando ese pedazo vibrante de Ángelo que su cuerpo reclamaba, que le exigía como si fuese un pedazo propio que estuvo en fuga, y se le escapó: —Vaya, es enorme, ¿y entra todo eso?
Ángelo se carcajeó creyendo que se trataba de una broma y le contestó: —No, tranquila, solo entra un pedacito, el que queda pegado a la pelvis.
Él también la empezó a besar primero por su cuello, bajó por los hombros y siguió por sus pechos, degustando ese dulce sabor, intentando metérselos en totalidad a la boca, comprobando que esa copa era como «C» y no poseía implantes o algo así. Siguió bajando, ansiando catar otros sabores, los de su zona íntima, y ella lo detuvo de la cabeza diciéndole: —No, cochino, no—, con una voz entre excitada y avergonzada. Él siguió besándole los pechos, subiendo al cuello y a la boca; intentó explorar con sus manos, pero las manos de Ximena lo bloqueaban y a la vez lo invitaban a que la tocase.
Ángelo no aguantó más ese juego; intentó entrar en ella y sus gemidos lo alteraban, a la vez que no encontraba la apertura. Su invertebrada falange no entraba. Probó con los dedos, pero las manos furtivas de ella no le permitían quedarse mucho tiempo. Ensayo sin dejar de besarla, para que el momento no se apagara, pero no conseguía entrar. Parecía estar luchando contra una pared de hierro; al fin logró que un dedo le marcara el camino y con ayuda de los otros pudo meter la punta. —¡Ay!, —Ximena dio un pequeño grito, echando la cadera hacia atrás, expulsando al intruso.
Ángelo alcanzó a sudar. Llevado de la desesperación de que parecía que otra vez no iba a poder saciar sus deseos. Sin embargo, los abrazos y besos de ella lo invitaban a entrar, a que no se diera por vencido. De nuevo se lo cogió con su mano y se lo restregó de arriba hacia abajo como si fuera una brocha, pintando el rostro de Ximena de colores del atardecer. Como un bostezo, pudo insertar de nuevo la pequeña cabeza y moverla suavemente sin forzarla a internarse, sintiendo como ella gemía al ritmo de sus movimientos y su cara de placer, era como si a la vez probara un manjar. Poco a poco se lo introdujo más, vigilando los pequeños gritos de dolor que se le escapaban a medida que profundizaba su acometida hasta que llegó al tope. Sin parar de besarla, ahora se movía como un pistón de un motor de Fórmula Uno.
Haciendo música, ella era como un violín que producía música de gemidos, una ópera en el clímax que abrazó duro a Ángelo contra ella, deseando que se metiera dentro de su piel, fundiéndose en un solo ser… Sintió que tocó el cielo; lo miro, sintiéndose la mujer más afortunada de tener ese hombre tan apuesto dentro de ella, o siendo una parte de ella; lo beso de varias formas para absorberlo, queriendo que este momento fuese eterno. Notaba como su cuerpo ardía de deseos y a la vez se satisfacía. Ángelo, embestía como una fiera; su ariete indómito, le avisó con cosquillas que estaba próximo al final. Lo extrajo, evitando desarrollarse por dentro, pues no sabía si ella se cuidaba y no quería traer hijo sin planear; al sacarlo le estornudó en la barriga de Ximena, dejándole todo el jugo del placer y ella muy tierna dijo: —¡Ah, este hombre me orina!
Ángelo quedó estupefacto de esos dichos y procedimientos. Además de las manchas rojas que veía en las sabanas, le confirmaban la virginidad de Ximena, que además lo que ella afirmaba de estar casada era solo para mantenerlo a distancia o para descontrolarlo, como una prueba, una cruel prueba de que sí de verdad le importaba. Se acostó a un lado de ella para abrazarla. Ximena lo besó casi quedándose pegada, de nuevo su timidez se marchaba, cogiéndoselo de nuevo, acariciándoselo. Ángelo intentó hacer lo mismo y esta vez no obtuvo impedimentos; pudo explorar su intimidad hasta que no aguantó y la colocó encima a que lo cabalgara como a un purasangre. Nuevamente, ella era un tenor que tocaba el cielo bajando estrellas que la dejaban color en el rostro, y en esas se la pasaron noche y día, dándose amor expresado con sus carnes. Calmando los deseos que sus cuerpos se provocaban, ansiando que sus vigores se les extendieran y no sentir ni hambre, ni sueño, ni otra cosa que no fuera el de besarse y llenarse de caricias.