XIMENA
Las bocas danzaron, hablaron en su lenguaje sin palabras, dejando escapar pequeños gemidos; la temperatura ascendía provocando que la ropa estorbara; estaban abrigados por la soledad y la comodidad de esa bella suite; sus cuerpos como polos opuestos se atraían. Ángelo se enredó quitándole el sostén; enseguida empezó a desabotonar su camisa de seda, mientras Ximena le contemplaba ese cuerpo de boxeador. Deseaba que la ropa desapareciera y que al fin la hiciera suya.
“¿Hacerme suya?” Ella pensó, “no es posible, este guache me desprecio en la luna de miel y cuando estábamos casados y aún sigue fingiendo que no me conoce, no puedo seguir con esto, no me merece”.
Lo apartó con sus brazos firmes, levantándose para encerrarse en el baño, aunque su corazón latía, como locomotora en bajada, y su cuerpo gritaba que siguiera, pero su razón le exigía salir de allí. Decidió que sería mejor dejar que la rabia la guie.
El desconcierto de saber las verdaderas intenciones de Ángelo la abrumaba. Mirándose al espejo de lavamanos, comprobó su tétrico rostro de resaca combinado con excitación y preocupación. Intento aminorarlo con agua fría que agarraba con las manos, pasándoselas por la cara, cuál minino acicalándose. Sintió una corriente de aire, buscó el origen; se trataba de una pequeña ventana de ventilación que parecía dar a la calle; le pareció que cabría por ahí, se daría a la fuga evitando verle el rostro a su falso marido.
Se apoyó con la papelera boca abajo, corrió la reja-ventana y se impulsó con un brinco metiendo la cabeza a manera de pez, se aterró al ver el paisaje vertiginoso. Estaba como en un cuarto piso que parecía el veinte. Por fortuna, su cadera, la frenó; el cálculo espacial, para bien, le falló; se pudo haber caído ensuciando las vías, ¡qué horror hubiera sido!, intentó salir en reversa, y no alcanzaba la papelera que se volcó del lado flaco por su impulso. También parecía que se hinchaba por el pánico. Sucedió lo peor; estaba atorada, con medio cuerpo en el vacío y otro en el baño de una suite con un sociópata o algo así.
—¡Ayuda!, ¡me atoré!, —empezó a gritar presa de pánico.
Los transeúntes alertaron a los del hotel, quienes golpearon, informándole a Ángelo: —Señor, al parecer su esposa quiere suicidarse; mire, aquí están las llaves del baño.
Ángelo entró al baño y muy asustado le dijo: —Ximena, por favor, no lo hagas.
Ella se asustó, imaginando que le estuviera viendo el trasero y quién sabe qué más se le vería, al menos no su cara, que debía de estar colorada de la vergüenza.
—Vete, Ángelo, déjame en paz.
—Me encanta que puedas bromear en una situación como esta, no voy a juzgarte, aunque no creo que te quieras quedar a vivir allí.
Un empleado trajo una escalera, Ángelo trato de desatascarla y parecía que se volvería parte de la fachada.
—Patrón, a veces uno se hincha por el miedo, o cuando se le aprietan las carnes al estilo de un torniquete.
—Tráiganme jabón, aceite, crema o un mazo por si me toca derrumbar todo el edificio, yo lo hago. Pronto, muévanse antes de que llegue la policía—, ordenó Ángelo y ellos asentaron diciendo: —Sí, don Peligro.
Mil aceites, cremas y nada. Al final, a Ángelo le tocó romper la pared con cincel y taladro de demolición y a ella le quedó el marco de la ventana como cinturón, que al bajarla se enredó con la grifería y rompió la llave de la ducha, bañándolos a todos con agua fría. Haciendo resbalar un pedazo de ventana al piso, que le machacó los dedos a la pobre Ximena, que en reflejo gritó dando un salto a los brazos de Ángelo, haciéndolo perder el equilibrio para que ambos quedaran de nuevo tumbados en el piso. Viéndose a los ojos, Ximena no sabía qué hacer si llorar o reír, en cambio, él aprovechó la loca situación para darle un beso, muy húmedo, ya que estaban en ese baño roto.
—Mejor llévame a casa, me siento muy mal—, dijo Ximena sonriendo.
Salieron abrazados como si por arte de magia no les hubiera pasado nada raro. Entraron la policía y los bomberos, alertados por los vecinos.
—¿A dónde está la chica s*****a?, —preguntó el jefe policía; se trataba de un anciano un poco gordo.
—Qué vergüenza, fui yo, no me quería suicidar, es que me atoré mientras limpiaba—. Testificó una mucama mientras Ángelo salía por otra puerta junto a Ximena.
—¡Aguarda, Ángelo! Leí sobre este lugar. Dicen que es de la mafia italiana—, Ximena manifestó al ver que salían por un bar muy elegante con banderas italianas. — ¿Es tuyo? ¿Tú eres el dueño? Escuche que los empleados te decían patrón y revoloteaban por servirte.
—No, mi Ximena, yo soy un humilde profesor, este bar es parte del hotel, es de unos amigos, por eso me dicen patrón, porque me han visto con ellos. Mejor vamos a tu casa.
—No, lo siento, Ángelo, es cierto que estoy muy apenada contigo, pero no, me toca llevarme mi auto.
—Tranquila, haré que uno de mis muchachos lo lleve a su casa.
—Ángelo es increíble como un profesor de psicología; tiene tantos guardaespaldas; debe ser que llevas la piedra filosofal.
—Es que mi familia tiene dinero y temen que me pueda pasar algo.
—Según tú, enseñas por diversión.
—Será la misma razón por la que una empresaria de joyas estudia psicología.
—Desde pequeña me he sentido fascinada por conocer la mente humana.
—Hubieras estudiado neurocirugía o un curso de psíquicos.
—Mi querido Ángelo, por fortuna eres muy lindo porque dices unos chistes muy bobos.
—Lo voy a tener en cuenta, no eres la primera que me lo dice, vámonos en mi carro y prometo que puliré mis chistes. Sé uno donde una chica queda colgando de una ventana.
—Sí, estás mejorando, pero mejor me voy en mi auto, es un carro muy celoso que no le gusta que otro se le monte, al igual que mi esposo.
—Otra vez con eso, te pones brusca, chao más bien, suerte.
Se despiden de lejos sin ni siquiera un intercambio de miradas cuando estuvieron a punto de quemarse con sus fuegos interiores.