XIMENA
—Esta vez yo conduzco; quiero presentarte a alguien—, le quito las llaves sin recibir protesta.
—Sabes manejar muy bien; en una ciudad como esta se requiere mucha habilidad—, me dice mientras me mira las piernas como combino los pedales sin mirarlos.
—Desde luego, mi Ángelo, a veces el tráfico es un caos. Los huecos, los trancones, sumados a la inseguridad, hacen de las calles un escenario de malabares.
—Además de las obras eternas y las fuertes lluvias que colapsan los sistemas de alcantarillado—, me contesta viendo mis labios, saboreándose los suyos.
—Colapsan porque a la gente le falta educación; botan la basura a la calle que tapa las alcantarillas; yo por eso guardo la basura en mis bolsillos si no encuentro una caneca cerca; a veces llego a la casa con los bolsillos llenos de papeles; me han criticado mucho por esto.
—Aparte de bonita, eres ecológica; creí que sería imposible encontrarte más virtudes—, siento que sus palabras están cada vez más cerca y me da miedo verlo, porque sé que lo besaré descuidando el volante, además que llegamos a nuestro destino.
—Llegamos a nuestro destino, jovencito—, él mira confundido, preguntando.
—¿Qué hacemos en el cementerio? ¿Acaso me vas a presentar al enterrador?
—No seas payaso, vamos y me acompañas a llevarle flores a mis padres.
—Siempre me confundí con lo de tus padres, es que los que asistieron a tu boda figuraban con otros nombres en los documentos de mi abuelo—, mira para todos lados. Lo noto nervioso por el cementerio.
—Ya te lo conté, mis padres murieron en una guerra de mafiosos; mi hermana y yo sobrevivimos de milagro; luego fui adoptada por mis padres que me llevaron a la boda. Lo del asunto de tu abuelo, según me enteré, es que mis padres fueron los mejores amigos de don Joseph; incluso le salvaron la vida de un atentado terrorista.
Me interrumpe diciendo: —Parecido a cuando me salvaste.
—Sí, eso, don Joseph y mis padres quisieron que las familias se unieran, por eso se les dio lo de arreglar el matrimonio de nosotros cuando éramos niños. Luego las cosas se complicaron; a tu abuelo le dijeron que todos habíamos muerto en el cruce de disparos de unos narcos, que pasamos por el lugar al momento equivocado. Posteriormente, de ser adoptada, me esforcé por no olvidar mi verdadera familia; hasta que cumplí la mayoría de edad, descubrí que mi tío estaba al frente de la empresa. Por eso traté de recuperar lo que era mío y de mi hermana. Me estrellé con varios tropiezos, deteniéndome solo por una cláusula del testamento de mis padres que decía explícitamente que para heredar todo debía de contraer matrimonio con el heredero de don Joseph, para cumplir con el pacto entre familias…
—¿Por qué a tus padres los mataron los mafiosos?— Me pregunta y lo siento muy turbado.
—No entendiste; como ya te comenté, unos mafiosos se estaban disputando un territorio y mis papás precisamente pasaban por ese sitio. Es como la gente que se murió cuando estallaban esos carros bomba con los que esos mafiosos rechazaban la extradición. Por cierto, hay una cosa que mencionó tu abuelo que no entendí. No supe explicar si la razón de no comprenderle fue la de sus viejas costumbres o por lo de su tierra. En ambos casos tuve precaución de ofenderlo.
—¿Qué es lo que no entiendes? Por favor, dímelo a mi amada Ximena; prometimos no tener más secretos entre nosotros.
—Es lo que sería mi protector—, le digo mirándole la camisa, imaginándome desabrochándole esos botones para peinar sus vellos de ese pecho de escultura griega.
—Por supuesto que te protegeré de todo; si me toca encerrarte en una burbuja de cristal, lo haré. Me esforzaré día a día con el único propósito de hacerte feliz, mi amada esposa Ximena.
Nos besamos caminando por el lugar. Luego cambio las flores marchitas a mis padres, hablándoles a las tumbas: —Mamá, papá, les presento a mi esposo Ángelo, el nieto de Joseph. Cumplí con su voluntad; fue complicado por su soberbia. Se las da de chico difícil.
Él ríe siguiéndome el juego; dice: —Buenas tardes, suegros. Estoy muy encantado de ser parte de su familia. Les juro hacer feliz a su hermosa hija.
Le pagamos al cuidador para que limpie las tumbas bien, a la vez que los amargos recuerdos me llegan a la cabeza como una cachetada; por esto nos devolvemos a la casa sin casi hablar. Un nudo en la garganta me asfixia al pensar lo hermoso que sería si ellos siguieran vivos, que la presentación se diera en medio de abrazos, en una cena familiar, acompañada de risas y momentos incómodos; también noto nervios a Ángelo, que acelera el carro mirando repetidamente el acelerador.
—¿Qué sucede, mi amor?— No me aguanto a preguntarle y la respuesta me llega en forma de un golpe por detrás al carro que nos sacude los cerebros.
—Ximena, amor, por favor, tranquilízate, ese carro nos persigue desde que salimos del cementerio. Mientras dice esto, saca una pistola de la guantera y, como pareciendo un héroe de película de Hollywood, les dispara hacia atrás mientras conduce. Por el espejo, me parece mentira ver el carro que da vueltas; giro la cabeza, comprobando que el coche que nos perseguía se encuentra llantas arriba. Ángelo frena de una manera en que las llantas se deslizan y quedamos frente a ese auto de donde los tres ocupantes tratan de salir con sus cabezas llenas de sangre, a la vez que Ángelo le dispara al que tiene una pistola en la mano. Aunque me asusto, los reconozco; son unos empleados de la mina que tuve que despedir porque nos trataron mal a mí y a mi amiga Mia. Mi protector les pregunta algo que no entiendo y él tampoco comprende lo que le hablan en ese lenguaje de moribundos que expiran sus últimos alientos.
—Vamos para la casa, Ximena, por favor, cálmate, tú eres muy fuerte—, susurra subiéndose al carro, girándolo de nuevo; antes de arrancar me abraza limpiándome las lágrimas. Me parece que somos tele-trasportados a la casa, a mi cuarto, donde me encuentro sola, ahogada en llanto, lavada en desesperación; otra vez la cabeza se me llena de dudas sobre mi cónyuge, esas habilidades de agente secreto, como podrían ser propias de un empresario, boxeador y profesor de psicología; de por sí solo ese revuelto era absurdo. Siento una calidez que me envuelve y escucho un arrullo de voz que me dice: —Amor, por favor, deja de llorar, por favor, reincorpórate, tenemos que empacar, tu casa no es segura, mira, encontré todos estos micrófonos y cámaras ocultas, tenemos que irnos a la mía—, le veo las manos llenas de cables y me tiro a ellas sin importar si me hundo en la perdición de su amor.