Ximena
—Oye, Ximena, no comprendo cómo terminamos en este crucero.
—Amiga Mia, ¿qué te sucede? Ahora parece ser que tú eres la desmemoriada; recuerdas cuantas maromas hicimos para evitar a Ángelo en la universidad.
—Recuerdo cuando para evadirlo le dimos la vuelta al edificio de la universidad y nos lo encontramos cara a cara.
—Sí, esa fue una situación muy vergonzosa.
—Ya deberías de estar acostumbrada, como cuando nos caímos en la mina; eso fue de locos, incluso comí barro. Aún no he podido sacarme ese sabor, quizás con un paquete de papas fritas de mi repartidor favorito.
—¡Huy, Mia, no me digas que le echaste el guante al chico repartidor de paquetes de pasabocas!
—Fue difícil, me alcancé a molestar, cuando lo llamé a mi casa con la excusa de un pedido. Lo hice seguir, me coloqué una minifalda y busqué varias excusas para agacharme, intentando provocarlo y otras estrategias, pero nada me servía. Entonces le invité una cerveza para que se desinhibiera y se la tomó de un solo sorbo. Le convidé una carne en salsa que estaba haciendo para mi almuerzo, el pobre se atragantó mientras me acomodé los zapatos de tacón puntilla, e incluso me acordó de tus torpezas.
—Qué mala eres, y también que perra, y ¿qué ocurrió?
—Fue al baño, le tocó meterse los dedos para sacar el pedazo de carne que trato de comer entero. Le empezó el afán, que estaba preocupado por acabar de entregar los pedidos del día, que tenía que ir a donde los clientes, que le podrían robar el carro; al final mejor decidí dejar que se marchara. Solo que se me olvidó que le eche llave a la puerta y al intentar quitarla, mi minifalda misteriosamente se soltó. Al pobre casi se le salen los ojos. Yo di media vuelta y me le abalancé encima. Al principio me decía que no podía, que otro día, y después sus intenciones se transformaron en lo que yo quería; le dimos duro, vaya vitalidad, nada que ver con el viejito de Hawái, claro que ese señor sabía cositas. La pasamos bien, lástima que al salir de mi casa su cara de cansado se le tornó de angustia, pues su mayor miedo se le materializó; su carrito no estaba. El pobre chico no lloró debido a que yo estaba allí; luego llamamos a la policía, a sus jefes; le tocó pegarse un golpe en la cara para decir que casi lo matan por robarlo; lo complicado es que ya era muy tarde, por eso a pesar de mi testimonio sus jefes lo despidieron. Pobrecito, voy a darle algún trabajo.
—Al chico nunca se le olvidará nunca esa tarde.
—A mí tampoco, ayer nos vimos, me trajo rosas y una carta con un poema que ni leí.
—O sea que te lo comiste y te desencantaste.
—No es eso, él estuvo increíble, lo que pasa es que ya no tiene el atractivo de su carro.
—Ja-ja-ja, su flamante carroza de paquetes de pasabocas y ¿la policía lo encontró?
—Aún no, a propósito, Ximena, ¿qué te dijo el guapo inspector Das?
—Me confirmo las sospechas, que hay alguien interesado en sabotear la empresa y en que me vaya mal; yo sospecho de mi tío.
—Ximena, y que tal no sea tu asqueroso tío, sino tu enigmático marido, ¿cómo saberlo?
—Por eso estamos aquí, te lo conté varias veces, pero por estar viendo a esos guapos salvavidas no me colocaste atención.
—Espera, no es mi culpa que estén de rechupete, Ximena, cuéntame otra vez sin tantos enredos.
—Es que unas joyas que le fueron robadas a mis padres, el detective Das descubrió que serían subastadas en este crucero y cree que pueden tener unas pitas, es que ese señor es muy misterioso.
—Querrás decir pistas, eso es lo que hacen los investigadores.
—Si eso, debemos comprarlas, cueste lo que cueste, compraremos lo que me pertenece, eso es algo detestable, pero tenemos que hacerlo.
—Pues, muñeca, alistemos las billeteras y nuestros encantos; de pronto, me levante un jeque o un príncipe de verdad.
…
En la noche de subastas, el salón principal brillaba con la belleza de Mia y por supuesto de Ximena, que opacaron los tesoros de la puja, haciendo desear a muchos que las incluyeran.
—El siguiente objeto son unas joyas precolombinas, de esmeraldas, gotas de aceite, las mejores del mundo; la puja empieza en cuatro mil dólares.
—Yo los doy —inició Ximena y otro misterioso hombre barbado ofreció seis mil.
—Diez mil. —ofreció Mia, queriendo acabar con el trato, pero mostrando necesidad de adquirirlas.
—¡Veinte mil! —ofreció un barbudo gordo con un sombrero de sultán.
—Esperen, por favor, esas joyas le pertenecían a mi familia. Por favor, caballeros, déjenme comprarlas, —Ximena dijo en voz alta.
—Señora, esto es una subasta, no un centro de caridad, —mencionó una señora obesa con gafas de oro.
—Treinta mil, —gritó Mia, silenciando el auditorio.
—Treinta a la una, treinta a las dos, ¿alguien dijo más?— Nadie ofreció más, por eso el cerrador sentenció con el martillo. —Vendido a la bella chica, que me encantaría colocárselas.
A Mia, las joyas no le parecieron la gran cosa, para haber pagado esa cantidad, solo porque le importaban mucho a su amiga.
…
Ángelo
Desde una suite privada, él observaba el espectáculo de la subasta. Estuvo tentado a intervenir, regalándole el collar porque parecía importarle mucho a Ximena. Sospechaba de los hombres de barba y sus intenciones se tornaban complicadas al comprobar que comenzaron a seguirlas a todas partes e intentaron forzar sus habitaciones para robarla.
—Necesito hablar con ella, tengo que advertirle.
—Señor, eso sería malo, ella sospecharía y se molestaría.
—Algo se me ocurre, necesito crear las circunstancias para un encuentro casual.
…
— ¡Ximena, no voltees! Me parece que ese es Ángelo, no puede ser, te dije que no voltearas.
—Si es, ese es, ¿qué hace aquí? ¿Será que me estará siguiendo?
—Ximena y Mia, qué agradable sorpresa; definitivamente, qué pequeño es el mundo.
—Qué coincidencia, Ángelo, sin embargo, verte siempre es un placer—. Mencionó Mia, mordiéndose los labios.
—No es una coincidencia, Ángelo, tú me estás siguiendo, me estás acosando, ¿qué te propones?, eso me asusta.
—Ximena, te equivocas, me estás malinterpretando, de verdad es una agradable coincidencia, mejor las invito a cenar para que hablemos con calma.
—Lo siento, Ángelo, pero yo no los puedo acompañar debido a que tengo una cita con el Jeque Al Rayan.
— ¿En serio, Mia? Luego no te gustaban los hombres casados y te vas de cita con uno que tiene seis; supongo que él está buscando una para cada día de la semana, de pronto tú serás su domingo.
—Huy, no, no puede ser, ya me estaba enamorando de ese señor, aunque lo único que le entendía era cuando me regalaba joyas.
—Por favor don Ángelo, déjenos en paz, no queremos… —Ximena quedó estupefacta, al divisar que pasó el hombre llamado Carlos, quien manejo la mina y también era de la junta de accionistas de la fábrica de joyas. Sin decir, nada se fue a seguirlo.
—Aguarda—. Ángelo le sujetó el antebrazo, antes de que se marchara.
—Ángelo, suéltame, es que vi a alguien muy extraño, no te entrometas—. Ella gritó soltándose.
—Espera, Ximena, estás corriendo un grave peligro.
—Sí, por supuesto, es por ti, Profesor D., que no es de Doug de harina, sino de “Danger” peligro en inglés.
—Por favor, Ximena, eso es absurdo, me dicen D por las calificaciones, que esa es la calificación que más impongo porque soy muy exigente; acompáñame, te mostraré una cosa muy importante, que de seguro te interesará.
—Vamos, Ximena, de paso no le escondemos a ese Jeque mentiroso, tranquila, que yo te protegeré de todo mal.
—Mia, pero si tú eres el mal encarnado.